Decimoquinta
Madre Admirable,
a quien nadie reza sin hacerse mejor.
¡Oh Madre!, sé decir pocas oraciones, pero sé también, que, para volverme mejor, basta que rece aún sin palabras. Para crecer, basta situarnos bajo tus ojos y ponernos en tus manos. Allí, uno se recoge, se calla, se entiende, se transforma.
Bajo tus ojos de luz, el alma ve, como en un espejo, la miseria de la propia vida. ¡Oh María, qué miserable mi pobre amor comparado al Tuyo! Mi pretendida humildad no es sino una ficción al lado de tu virginal ocultamiento.
¡Mira mi pobre paciencia! A la primera dificultad se agota. Yo, tan inquieto, hago mezquina figura frente a tu sereno abandono. Y mi corazón, ¡Oh Señora Santa!, junto a la pureza del Tuyo ¡cómo aparece manchado! Eso es lo que soy: un pobrecito, que tiene poco de qué envanecerse. Pero estoy bajo tus ojos y Tú me miras y eso me da seguridad. Aunque no sea atractivo ¿un niño no es acaso siempre querido por su madre? Permanezco bajo tus ojos, ¡oh Madre! Ellos me darán la luz, y eso será el comienzo de mi transformación.
Con el hilo que se desliza entre tus manos benditas, tejerás hermosos vestidos para este pobrecito; y yo, tu hijo, apareceré transformado. ¡Oh Madre Admirable!, te pido, sobre todo, que pongas tu mano sobre mi corazón, allí donde Dios quiere complacerse.
Dame un corazón puro, límpido como una fuente, un corazón delicado que a nadie hiera, un corazón fuerte que no rehúse el amor cuando exige el sacrificio, un corazón fiel, ardiente, grande como el mundo ¡oh!, si mi corazón de hijo pudiese asemejarse un poco al de su madre. Para tender a ello, ¡oh María!, me pongo bajo tu mirada y me abandono entre tus manos.