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Trigésima

Madre Admirable,

 a quien jamás se invoca en vano.

    ¡Oh Madre Admirable!, nadie  jamás ha llegado a tus pies, pobre, pequeño y miserable, sin haber sido confortado y sin que de su corazón surgiera un canto de esperanza y de alegría y sin que su voluntad se decidiera a emprender una vida más generosa.

    Tú eres Madre, ¡oh María!, adivinas nuestras miserias. Eres madre de Dios, por lo tanto omnipotente. ¿Quién mejor que tú conoce el sin número de nuestras miserias? Aquellas del cuerpo y esas del alma; aquellas que te decimos y esas que hablan por si solas; nuestras vilezas, nuestras despreocupaciones, nuestras tontas vanidades, nuestros pecados. Todo esto gime en nosotros, y este clamor, a la manera de un gemido universal, sube hasta tu compasivo Corazón. Nos dices, entonces, piadosa: "no temas, soy tu Madre".

    Pero Tú sientes además otro grito: el grito de nuestras almas sedientas de felicidad, de belleza, de verdad, de infinito; sedientas de Dios. Algunas veces nos sentimos sofocar, prisioneros como estamos de un mundo que no nos deja satisfechos.

    Entonces tú, Madre de la divina gracia, nos conduces a la fuente que mana hacia la vida eterna y nos dices: "Sáciate: nunca podrás agotar los bienes que te alcanzo."

    Y Tú estás allí; Tú, la más pura, la más bella de las criaturas, ofrecida a nuestra imitación. Entonces el camino de la santidad se abre a nosotros y la vida de aquí abajo es irradiada toda por ella. Tú nos muestras ese sendero y caminas con nosotros. Cualquiera haya sentido crecer en sí este llamado a una gran vida, ha siempre encontrado en Ti la gracia y la ayuda.

    ¡Oh Madre Admirable jamás invocada en vano, haz de nosotros -pobres seres-: santos, para la gloria de Jesús!

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