Vigesimoséptima
Madre Admirable, tan modesta cuanto grande.
¡Oh Madre Admirable!, aquí estoy delante de ti, con el corazón conmovido y pleno de reverencia. ¿Porqué de pronto mi palabra se ha hecho tímida? ¿Quizá paraliza mi pensamiento tu grandeza de Madre de Dios? ¿O será más bien tu dulce y virginal modestia? Un encanto que a la vez atrae e impone respeto emana de Ti.
¡Oh Virgen María!, siento que el infinito en Ti habita y te cubre con su divina sombra, de tal modo que acercándome a Ti, me acerco a El.
Vives escondida en su luz; por eso a tus ojos te sientes pequeñísima. Esta modestia celestial pone su sello no solo sobre tus miradas, tus gestos, tus palabras, tu actitud toda, sino que se imprime en tus deseos, en todas las vivencias de tu alma. Esta alma, ¡oh Madre Admirable!, es bella y dulce como el horizonte que te circunda; y quiero, permaneciendo en estática admiración, penetrarme de tu serena gravedad. Y al alejarme de Ti, llevando mi tesoro en un alma que se ha hecho más virginal, quiero que cualquiera que se me acerque pueda pensar: el Infinito habita en este corazón.
¡Custodia mis ojos, custodia mis labios! No soy más que una pobre criatura. Mi verdadera grandeza, ¡oh Madre!, es asemejarme a Ti y asemejarme a Jesús... ¡que no busque otra!