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CARTA
APOSTÓLICA |
El
Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una
oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes,
concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del
cual es como un compendio.2 En él resuena la oración de María,
su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en
su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a
contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad
de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias,
como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor. Los Romanos Pontífices y el Rosario 2.
A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis
Predecesores. Un mérito particular a este respecto corresponde a León
XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi
apostolatus officio,3 importante declaración con la cual
inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración, indicándola
como instrumento espiritual eficaz ante los males de la sociedad. Entre
los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han distinguido
por la promoción del Rosario, deseo recordar al Beato Juan XXIII4 y,
sobre todo, a PabloVI, que en la Exhortación apostólica Marialis
cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano
II, subrayó el carácter evangélico del Rosario y su orientación
cristológica. Yo
mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con
frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi
vida espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi
reciente viaje a Polonia, especialmente la visita al Santuario de
Kalwaria. El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en
los de tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él
siempre he encontrado consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de
octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro,
como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración
predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su
profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un
comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen
gentium del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia
admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En
efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del
alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su
conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen
en comunión vital con Jesús a través –podríamos decir– del Corazón
de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas
decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo,
la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias
personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que
llevamos más en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del
Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana ».5 Con
estas palabras, mis queridos Hermanos y Hermanas, introducía mi primer
año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy, al
inicio del vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de Pedro,
quiero hacer lo mismo. Cuántas gracias he recibido de la Santísima
Virgen a través del Rosario en estos años: Magnificat anima mea
Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor con las palabras de
su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio
petrino: Totus tuus! Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario 3.
Por eso, de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica
Novo millennio ineunte, en la que, después de la experiencia jubilar,
he invitado al Pueblo de Dios « a caminar desde Cristo »,6 he
sentido la necesidad de desarrollar una reflexión sobre el Rosario, en
cierto modo como coronación mariana de dicha Carta apostólica, para
exhortar a la contemplación del rostro de Cristo en compañía y a
ejemplo de su Santísima Madre. Recitar el Rosario, en efecto, es en
realidad contemplar con María el rostro de Cristo. Para dar mayor
realce a esta invitación, con ocasión del próximo ciento veinte
aniversario de la mencionada Encíclica de León XIII, deseo que a lo
largo del año se proponga y valore de manera particular esta oración en
las diversas comunidades cristianas. Proclamo, por tanto, el año que va
de este octubre a octubre de 2003 Año del Rosario. Dejo
esta indicación pastoral a la iniciativa de cada comunidad eclesial. Con
ella no quiero obstaculizar, sino más bien integrar y consolidar los
planes pastorales de las Iglesias particulares. Confío que sea acogida
con prontitud y generosidad. El Rosario, comprendido en su pleno
significado, conduce al corazón mismo del vida cristiana y ofrece una
oportunidad ordinaria y fecunda espiritual y pedagógica, para la
contemplación personal, la formación del Pueblo de Dios y la nueva
evangelización. Me es grato reiterarlo recordando con gozo también otro
aniversario: los 40 años del comienzo del Concilio Ecuménico Vaticano II
(11 de octubre de 1962), el «gran don de gracia» dispensada por el espíritu
de Dios a la Iglesia de nuestro tiempo.7 Objeciones al Rosario 4.
La oportunidad de esta iniciativa se basa en diversas consideraciones. La
primera se refiere a la urgencia de afrontar una cierta crisis de esta
oración que, en el actual contexto histórico y teológico, corre el
riesgo de ser infravalorada injustamente y, por tanto, poco propuesta a
las nuevas generaciones. Hay quien piensa que la centralidad de la
Liturgia, acertadamente subrayada por el Concilio Ecuménico Vaticano II,
tenga necesariamente como consecuencia una disminución de la importancia
del Rosario. En realidad, como puntualizó Pablo VI, esta oración no sólo
no se opone a la Liturgia, sino que le da soporte, ya que la
introduce y la recuerda, ayudando a vivirla con plena participación
interior, recogiendo así sus frutos en la vida cotidiana. Quizás
hay también quien teme que pueda resultar poco ecuménica por su carácter
marcadamente mariano. En realidad, se coloca en el más límpido horizonte
del culto a la Madre de Dios, tal como el Concilio ha establecido: un
culto orientado al centro cristológico de la fe cristiana, de modo que «mientras
es honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado».8
Comprendido adecuadamente, el Rosario es una ayuda, no un obstáculo
para el ecumenismo. Vía de contemplación 5.
Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación
la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para
favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del misterio
cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica Novo millennio
ineunte como verdadera y propia 'pedagogía de la santidad': «es
necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración».9
Mientras en la cultura contemporánea, incluso entre tantas
contradicciones, aflora una nueva exigencia de espiritualidad, impulsada
también por influjo de otras religiones, es más urgente que nunca que
nuestras comunidades cristianas se conviertan en «auténticas escuelas de
oración».10 El
Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la
contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración típicamente
meditativa y se corresponde de algún modo con la «oración del corazón»,
u «oración de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente
cristiano. Oración por la paz y por la familia 6.
Algunas circunstancias históricas ayudan a dar un nuevo impulso a la
propagación del Rosario. Ante todo, la urgencia de implorar de Dios el
don de la paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces por mis
Predecesores y por mí mismo como oración por la paz. Al inicio de
un milenio que se ha abierto con las horrorosas escenas del atentado del
11 de septiembre de 2001 y que ve cada día en muchas partes del mundo
nuevos episodios de sangre y violencia, promover el Rosario significa
sumirse en la contemplación del misterio de Aquél que «es nuestra paz:
el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba,
la enemistad» (Ef 2, 14). No se puede, pues, recitar el Rosario
sin sentirse implicados en un compromiso concreto de servir a la paz, con
una particular atención a la tierra de Jesús, aún ahora tan atormentada
y tan querida por el corazón cristiano. Otro
ámbito crucial de nuestro tiempo, que requiere una urgente atención y
oración, es el de la familia, célula de la sociedad, amenazada
cada vez más por fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica como
práctica, que hacen temer por el futuro de esta fundamental e
irrenunciable institución y, con ella, por el destino de toda la sociedad.
En el marco de una pastoral familiar más amplia, fomentar el Rosario en
las familias cristianas es una ayuda eficaz para contrastar los efectos
desoladores de esta crisis actual. « ¡Ahí tienes a tu madre! » (Jn 19, 27) 7.
Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce también hoy,
precisamente a través de esta oración, aquella solicitud materna para
con todos los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco antes de morir, le
confió en la persona del discípulo predilecto: «¡Mujer, ahí tienes
a tu hijo!» (Jn 19, 26). Son conocidas las distintas
circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre el siglo XIX y XX, ha
hecho de algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo
de Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa. Deseo en
particular recordar, por la incisiva influencia que conservan en el vida
de los cristianos y por el acreditado reconocimiento recibido de la
Iglesia, las apariciones de Lourdes y Fátima,11 cuyos
Santuarios son meta de numerosos peregrinos, en busca de consuelo y de
esperanza. Tras las huellas de los testigos 8.
Sería imposible citar la multitud innumerable de Santos que han
encontrado en el Rosario un auténtico camino de santificación. Bastará
con recordar a san Luis María Grignion de Montfort, autor de un preciosa
obra sobre el Rosario12 y, más cercano a nosotros, al Padre Pío
de Pietrelcina, que recientemente he tenido la alegría de canonizar. Un
especial carisma como verdadero apóstol del Rosario tuvo también el
Beato Bartolomé Longo. Su camino de santidad se apoya sobre una
inspiración sentida en lo más hondo de su corazón: « ¡Quien propaga
el Rosario se salva! ».13 Basándose en ello, se sintió
llamado a construir en Pompeya un templo dedicado a la Virgen del Santo
Rosario colindante con los restos de la antigua ciudad, apenas
influenciada por el anuncio cristiano antes de quedar cubierta por la
erupción del Vesuvio en el año 79 y rescatada de sus cenizas siglos
después, como testimonio de las luces y las sombras de la civilización
clásica. Con
toda su obra y, en particular, a través de los «Quince Sábados»,
Bartolomé Longo desarrolló el meollo cristológico y contemplativo del
Rosario, que ha contado con un particular aliento y apoyo en León XIII,
el «Papa del Rosario». CAPÍTULO
I CONTEMPLAR
A CRISTO Un rostro brillante como el sol 9.
«Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el
sol» (Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de
Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como
extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono
de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo,
descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad,
hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el
Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los
discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra. Contemplando
este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria,
para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del
Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san
Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos
transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor,
que es Espíritu» (2 Co 3, 18). María modelo de contemplación 10.
La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable.
El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre
donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que
evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha
dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de
Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en
la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los
meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos.
Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también
tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y
le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7). Desde
entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará
jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el
episodio de su extravío en el templo: « Hijo, ¿por qué nos has hecho
esto? » (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante,
capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos
escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2, 5);
otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz,
donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la 'parturienta', ya
que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito,
sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a
Ella (cf. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será una
mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin,
una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de
Pentecostés (cf. Hch 1, 14). Los recuerdos de María 11.
María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras:
« Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón » (Lc
2, 19; cf. 2, 51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han
acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los
distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos
los que han constituido, en cierto sentido, el 'rosario' que Ella ha
recitado constantemente en los días de su vida terrenal. Y
también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial,
permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza.
Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que
sigue desarrollando la trama de su 'papel' de evangelizadora. María
propone continuamente a los creyentes los 'misterios' de su Hijo, con
el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza
salvadora. Cuando recita el Rosario, la comunidad cristiana está en
sintonía con el recuerdo y con la mirada de María. El Rosario, oración contemplativa 12.
El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una
oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se
desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el
Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en
mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús:
"Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser
escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6, 7). Por su
naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo
remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de
la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más
cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza».14 Es
necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner
de relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter
de contemplación cristológica. Recordar a Cristo con María 13.
La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene sin
embargo entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar),
que actualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación.
La Biblia es narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su
culmen en el propio Cristo. Estos acontecimientos no son solamente un
'ayer'; son también el 'hoy' de la salvación. Esta actualización
se realiza en particular en la Liturgia: lo que Dios ha llevado a cabo
hace siglos no concierne solamente a los testigos directos de los acontecimientos,
sino que alcanza con su gracia a los hombres de cada época. Esto vale
también, en cierto modo, para toda consideración piadosa de aquellos
acontecimientos: «hacer memoria» de ellos en actitud de fe y amor significa
abrirse a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con sus misterios de vida,
muerte y resurrección. Por
esto, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia,
como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es «la
cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la
fuente de donde mana toda su fuerza»,15 también es necesario
recordar que la vida espiritual « no se agota sólo con la participación
en la sagrada Liturgia. El cristiano, llamado a orar en común, debe no
obstante, entrar también en su interior para orar al Padre, que ve en lo
escondido (cf. Mt 6, 6); más aún: según enseña el Apóstol,
debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17) ».16 El
Rosario, con su carácter específico, pertenece a este variado panorama
de la oración 'incesante', y si la Liturgia, acción de Cristo y de la
Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el Rosario, en
cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable.
En efecto, penetrando, de misterio en misterio, en la vida del Redentor,
hace que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado
profundamente y forje la propia existencia. Comprender a Cristo desde María 14.
Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se
trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de
'comprenderle a Él'. Pero en esto, ¿qué maestra más experta que
María? Si en el ámbito divino el Espíritu es el Maestro interior que
nos lleva a la plena verdad de Cristo (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16,
13), entre las criaturas nadie mejor que Ella conoce a Cristo, nadie como
su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de su misterio. El
primero de los 'signos' llevado a cabo por Jesús –la transformación
del agua en vino en las bodas de Caná– nos muestra a María
precisamente como maestra, mientras exhorta a los criados a ejecutar las
disposiciones de Cristo (cf. Jn 2, 5). Y podemos imaginar que ha
desempeñado esta función con los discípulos después de la Ascensión
de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el Espíritu Santo y los
confortó en la primera misión. Recorrer con María las escenas del
Rosario es como ir a la 'escuela' de María para leer a Cristo, para
penetrar sus secretos, para entender su mensaje. Una
escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que Ella la ejerce
consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos,
al mismo tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la fe»,17
en la cual es maestra incomparable. Ante cada misterio del Hijo,
Ella nos invita, como en su Anunciación, a presentar con humildad los
interrogantes que conducen a la luz, para concluir siempre con la
obediencia de la fe: « He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según
tu palabra » (Lc 1, 38). Configurarse a Cristo con María 15.
La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber del discípulo
de configurarse cada vez más plenamente con su Maestro (cf. Rm
8, 29; Flp 3, 10. 21). La efusión del Espíritu en el Bautismo une
al creyente como el sarmiento a la vid, que es Cristo (cf. Jn 15,
5), lo hace miembro de su Cuerpo místico (cf. 1 Co 12, 12; Rm
12, 5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha de corresponder un camino
de adhesión creciente a Él, que oriente cada vez más el comportamiento
del discípulo según la 'lógica' de Cristo: «Tened entre vosotros los
mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5). Hace falta, según
las palabras del Apóstol, «revestirse de Cristo» (cf. Rm 13, 14;
Ga 3, 27). En
el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación incesante
del rostro de Cristo –en compañía de María– este exigente ideal de
configuración con Él se consigue a través de una asiduidad que pudiéramos
decir 'amistosa'. Ésta nos introduce de modo natural en la vida de Cristo
y nos hace como 'respirar' sus sentimientos. Acerca de esto dice el Beato
Bartolomé Longo: «Como dos amigos, frecuentándose, suelen parecerse
también en las costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con
Jesús y la Virgen, al meditar los Misterios del Rosario, y formando
juntos una misma vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de
nuestra pequeñez, parecidos a ellos, y aprender de estos eminentes
ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido, paciente y perfecto».18 Además,
mediante este proceso de configuración con Cristo, en el Rosario nos
encomendamos en particular a la acción materna de la Virgen Santa. Ella,
que es la madre de Cristo y a la vez miembro de la Iglesia como «miembro
supereminente y completamente singular»,19 es al mismo tiempo
'Madre de la Iglesia'. Como tal 'engendra' continuamente hijos para el
Cuerpo místico del Hijo. Lo hace mediante su intercesión, implorando
para ellos la efusión inagotable del Espíritu. Ella es el icono
perfecto de la maternidad de la Iglesia. El
Rosario nos transporta místicamente junto a María, dedicada a seguir el
crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. Eso le permite
educarnos y modelarnos con la misma diligencia, hasta que Cristo «sea formado»
plenamente en nosotros (cf. Ga 4, 19). Esta acción de María,
basada totalmente en la de Cristo y subordinada radicalmente a ella, «favorece,
y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con
Cristo».20 Es el principio iluminador expresado por el
Concilio Vaticano II, que tan intensamente he experimentado en mi vida,
haciendo de él la base de mi lema episcopal: Totus tuus.21 Un
lema, como es sabido, inspirado en la doctrina de san Luis María Grignion
de Montfort, que explicó así el papel de María en el proceso de configuración
de cada uno de nosotros con Cristo: «Como quiera que toda nuestra
perfección consiste en el ser conformes, unidos y consagrados a
Jesucristo, la más perfecta de la devociones es, sin duda alguna, la
que nos conforma, nos une y nos consagra lo más perfectamente posible a
Jesucristo. Ahora bien, siendo María, de todas las criaturas, la más
conforme a Jesucristo, se sigue que, de todas las devociones, la que más
consagra y conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, su Santísima
Madre, y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima Virgen,
tanto más lo estará a Jesucristo».22 De verdad, en el
Rosario el camino de Cristo y el de María se encuentran profundamente
unidos. ¡María no vive más que en Cristo y en función de Cristo! Rogar a Cristo con María 16.
Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza
para ser escuchados: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y
se os abrirá» (Mt 7, 7). El fundamento de esta eficacia de la
oración es la bondad del Padre, pero también la mediación de Cristo
ante Él (cf. 1 Jn 2, 1) y la acción del Espíritu Santo, que «intercede
por nosotros» (Rm 8, 26-27) según los designios de Dios. En
efecto, nosotros «no sabemos cómo pedir» (Rm 8, 26) y a veces
no somos escuchados porque pedimos mal (cf. St 4, 2-3). Para
apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro
corazón, interviene María con su intercesión materna. «La oración
de la Iglesia está como apoyada en la oración de María».23 Efectivamente,
si Jesús, único Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, pura
transparencia de Él, muestra el Camino, y «a partir de esta cooperación
singular de María a la acción del Espíritu Santo, las Iglesias han
desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la
persona de Cristo manifestada en sus misterios».24 En las
bodas de Caná, el Evangelio muestra precisamente la eficacia de la
intercesión de María, que se hace portavoz ante Jesús de las
necesidades humanas: «No tienen vino» (Jn 2, 3). El
Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la
Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna intercesión lo
puede todo ante el corazón del Hijo. Ella es «omnipotente por gracia»,
como, con audaz expresión que debe entenderse bien, dijo en su Súplica
a la Virgen el Beato Bartolomé Longo.25 Basada en el
Evangelio, ésta es una certeza que se ha ido consolidando por experiencia
propia en el pueblo cristiano. El eminente poeta Dante la interpreta
estupendamente, siguiendo a san Bernardo, cuando canta: «Mujer, eres tan
grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere
que su deseo vuele sin alas».26 En el Rosario, mientras
suplicamos a María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35),
Ella intercede por nosotros ante el Padre que la ha llenado de gracia y
ante el Hijo nacido de su seno, rogando con nosotros y por nosotros. Anunciar a Cristo con María 17.
El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización,
en el que el misterio de Cristoes presentado continuamente en los
diversos aspectos de la experiencia cristiana. Es una presentación orante
y contemplativa, que trata de modelar al cristiano según el corazón de
Cristo. Efectivamente, si en el rezo del Rosario se valoran adecuadamente
todos sus elementos para una meditación eficaz, se da, especialmente en
la celebración comunitaria en las parroquias y los santuarios, una significativa
oportunidad catequética que los Pastores deben saber aprovechar. La
Virgen del Rosario continúa también de este modo su obra de anunciar a
Cristo. La historia del Rosario muestra cómo esta oración ha sido
utilizada especialmente por los Dominicos, en un momento difícil para
la Iglesia a causa de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos
desafíos. ¿Por qué no volver a tomar en la mano las cuentas del rosario
con la fe de quienes nos han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza
y sigue siendo un recurso importante en el bagaje pastoral de todo buen
evangelizador. CAPÍTULO
II MISTERIOS
DE CRISTO, 18.
A la contemplación del rostro de Cristo sólo se llega escuchando, en el
Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie conoce bien al Hijo sino el
Padre» (Mt 11, 27). Cerca de Cesarea de Felipe, ante la confesión
de Pedro, Jesús puntualiza de dónde proviene esta clara intuición sobre
su identidad: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi
Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Así pues, es
necesaria la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es indispensable
ponerse a la escucha: «Sólo la experiencia del silencio y de la oración
ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el
conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio».27 El
Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana
orientada a la contemplación del rostro de Cristo. Así lo describía el
Papa Pablo VI: « Oración evangélica centrada en el misterio de la
Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación
profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico
–la repetición litánica del "Dios te salve, María"– se
convierte también en alabanza constante a Cristo, término último del
anuncio del Ángel y del saludo de la Madre del Bautista: "Bendito el
fruto de tu seno" (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave
Maria constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación
de los misterios: el Jesús que toda Ave María recuerda es el mismo que
la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios
y de la Virgen».28 Una incorporación oportuna 19.
De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como se ha
consolidado en la práctica más común corroborada por la autoridad
eclesial, sólo considera algunos. Dicha selección proviene del contexto
original de esta oración, que se organizó teniendo en cuenta el número
150, que es el mismo de los Salmos. No
obstante, para resaltar el carácter cristológico del Rosario, considero
oportuna una incorporación que, si bien se deja a la libre consideración
de los individuos y de la comunidad, les permita contemplar también los
misterios de la vida pública de Cristo desde el Bautismo a la Pasión. En
efecto, en estos misterios contemplamos aspectos importantes de la
persona de Cristo como revelador definitivo de Dios. Él es quien,
declarado Hijo predilecto del Padre en el Bautismo en el Jordán,
anuncia la llegada del Reino, dando testimonio de él con sus obras y
proclamando sus exigencias. Durante la vida pública es cuando el misterio
de Cristo se manifiesta de manera especial como misterio de luz:
«Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9, 5). Para
que pueda decirse que el Rosario es más plenamente 'compendio del
Evangelio', es conveniente pues que, tras haber recordado la encarnación
y la vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de
considerar los sufrimientos de la pasión (misterios de dolor) y
el triunfo de la resurrección (misterios de gloria), la meditación
se centre también en algunos momentos particularmente significativos de
la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación de
nuevos misterios, sin prejuzgar ningún aspecto esencial de la estructura
tradicional de esta oración, se orienta a hacerla vivir con renovado
interés en la espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a la
profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de
gloria. Misterios de gozo 20.
El primer ciclo, el de los «misterios gozosos», se caracteriza
efectivamente por el gozo que produce el acontecimiento de la
encarnación. Esto es evidente desde la anunciación, cuando el saludo
de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría
mesiánica: «Alégrate, María». A este anuncio apunta toda la historia
de la salvación, es más, en cierto modo, la historia misma del mundo. En
efecto, si el designio del Padre es de recapitular en Cristo todas las
cosas (cf. Ef 1, 10), el don divino con el que el Padre se acerca a
María para hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez,
toda la humanidad está como implicada en el fiat con el que Ella
responde prontamente a la voluntad de Dios. El
regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde la voz
misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen «saltar de
alegría» a Juan (cf. Lc 1, 44). Repleta de gozo es la escena de
Belén, donde el nacimiento del divino Niño, el Salvador del mundo, es
cantado por los ángeles y anunciado a los pastores como «una gran alegría»
(Lc 2, 10). Pero
ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de la alegría,
anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación en el
templo, a la vez que expresa la dicha de la consagración y extasía al
viejo Simeón, contiene también la profecía de que el Niño será «señal
de contradicción» para Israel y de que una espada traspasará el alma
de la Madre (cf. Lc 2, 34-35). Gozoso y dramático al mismo tiempo
es también el episodio de Jesús de 12 años en el templo. Aparece con su
sabiduría divina mientras escucha y pregunta, y ejerciendo sustancialmente
el papel de quien 'enseña'. La revelación de su misterio de Hijo,
dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquella radicalidad
evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona hasta
los más profundos lazos de afecto humano. José y María mismos,
sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» sus palabras (Lc
2, 50). De
este modo, meditar los misterios «gozosos» significa adentrarse en los
motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido más profundo.
Significa fijar la mirada sobre lo concreto del misterio de la Encarnación
y sobre el sombrío preanuncio del misterio del dolor salvífico. María
nos ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos
que el cristianismo es ante todo evangelion, 'buena noticia', que
tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de
Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo. Misterios de luz 21.
Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública de Jesús,
la contemplación nos lleva a los misterios que se pueden llamar de manera
especial «misterios de luz». En realidad, todo el misterio de Cristo
es luz. Él es «la luz del mundo» (Jn 8, 12). Pero esta
dimensión se manifiesta sobre todo en los años de la vida pública,
cuando anuncia el evangelio del Reino. Deseando indicar a la comunidad
cristiana cinco momentos significativos –misterios «luminosos»– de
esta fase de la vida de Cristo, pienso que se pueden señalar: 1. su
Bautismo en el Jordán; 2. su autorrevelación en las bodas de Caná; 3.
su anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4. su
Transfiguración; 5. institución de la Eucaristía, expresión
sacramental del misterio pascual. Cada
uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma
de Jesús. Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En
él, mientras Cristo, como inocente que se hace 'pecado' por nosotros (cf.
2 Co 5, 21), entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del
Padre lo proclama Hijo predilecto (cf. Mt 3, 17 par.), y el Espíritu
desciende sobre Él para investirlo de la misión que le espera. Misterio
de luz es el comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2, 1-12),
cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos
a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente.
Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada
del Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1, 15),
perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe (cf. Mc
2. 3-13; Lc 47-48), iniciando así el ministerio de misericordia
que Él continuará ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a
través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia.
Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la
tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad
resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los
apóstoles extasiados para que lo « escuchen » (cf. Lc 9, 35
par.) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a
fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida
transfigurada por el Espíritu Santo. Misterio de luz es, por fin, la
institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su
Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio
de su amor por la humanidad « hasta el extremo » (Jn13, 1) y
por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio. Excepto
en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el
trasfondo. Los Evangelios apenas insinúan su eventual presencia en
algún que otro momento de la predicación de Jesús (cf. Mc 3,
31-35; Jn 2, 12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en
el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el
cometido que desempeña en Caná acompaña toda la misión de Cristo. La
revelación, que en el Bautismo en el Jordán proviene directamente del
Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María
en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la
Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,
5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de
Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de
todos los «misterios de luz». Misterios de dolor 22.
Los Evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. La
piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica del
Via Crucis, se ha detenido siempre sobre cada uno de los momentos de
la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la revelación del
amor y la fuente de nuestra salvación. El Rosario escoge algunos
momentos de la Pasión, invitando al orante a fijar en ellos la mirada de
su corazón y a revivirlos. El itinerario meditativo se abre con
Getsemaní, donde Cristo vive un momento particularmente angustioso frente
a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la carne se sentiría
inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se pone en lugar de todas las
tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados de los hombres,
para decirle al Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc
22, 42 par.). Este «sí» suyo cambia el «no» de los progenitores en el
Edén. Y cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se
muestra en los misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la
coronación de espinas, la subida al Calvario y la muerte en cruz, se ve
sumido en la mayor ignominia: Ecce homo! En
este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino el sentido mismo del
hombre. Ecce homo: quien quiera conocer al hombre, ha de saber
descubrir su sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, Dios que se
humilla por amor «hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8).
Los misterios de dolor llevan el creyente a revivir la muerte de Jesús
poniéndose al pie de la cruz junto a María, para penetrar con ella en la
inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir toda su fuerza
regeneradora. Misterios de gloria 23.
«La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de
crucificado. ¡Él es el Resucitado!».29 El Rosario ha
expresado siempre esta convicción de fe, invitando al creyente a superar
la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su
Resurrección y en su Ascensión. Contemplando al Resucitado, el cristiano
descubre de nuevo las razones de la propia fe (cf. 1 Co 15,
14), y revive la alegría no solamente de aquellos a los que Cristo se
manifestó –los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de Emaús–,
sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso
la nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con la Ascensión
pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la
Asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino
reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin,
coronada de gloria –como aparece en el último misterio glorioso–, María
resplandece como Reina de los Ángeles y los Santos, anticipación y
culmen de la condición escatológica del Iglesia. En
el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario
considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el
rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la
efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para la misión
evangelizadora. La contemplación de éste, como de los otros misterios
gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia cada vez más
viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo
gran 'icono' es la escena de Pentecostés. De este modo, los misterios
gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica,
hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino
en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio valiente
de aquel «gozoso anuncio» que da sentido a toda su vida. De los 'misterios' al 'Misterio': el camino de María 24.
Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no son
ciertamente exhaustivos, pero llaman la atención sobre lo esencial,
preparando el ánimo para gustar un conocimiento de Cristo, que se
alimenta continuamente del manantial puro del texto evangélico. Cada
rasgo de la vida de Cristo, tal como lo narran los Evangelistas, refleja
aquel Misterio que supera todo conocimiento (cf. Ef 3, 19). Es el
Misterio del Verbo hecho carne, en el cual «reside toda la Plenitud de la
Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Por eso el Catecismo de la
Iglesia Católica insiste tanto en los misterios de Cristo, recordando
que «todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio».30 El
«duc in altum» de la Iglesia en el tercer Milenio se basa en la
capacidad de los cristianos de alcanzar «en toda su riqueza la plena
inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios, en el cual están
ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col
2, 2-3). La Carta a los Efesios desea ardientemente a todos los
bautizados: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que,
arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor de
Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta
la total plenitud de Dios» (3, 17-19). El
Rosario promueve este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse más fácilmente
a un conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos llamarlo el
camino de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret,
mujer de fe, de silencio y de escucha. Es al mismo tiempo el camino de una
devoción mariana consciente de la inseparable relación que une Cristo
con su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto
sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está
implicada directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por
Él. Haciendo nuestras en el Ave Maria las palabras del ángel
Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre de
nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto bendito de
su vientre» (cf. Lc 1, 42). Misterio de Cristo, 'misterio' del hombre 25.
En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración
predilecta, expresé un concepto sobre el que deseo volver. Dije entonces
que « el simple rezo del Rosario marca el ritmo de la vida humana ».31 A
la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de
Cristo, no es difícil profundizar en esta consideración antropológica
del Rosario. Una consideración más radical de lo que puede parecer a
primera vista. Quien contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida,
descubre también en Él la verdad sobre el hombre. Ésta es la
gran afirmación del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho
objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica Redemptor
hominis: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo Encarnado».32 El Rosario ayuda a abrirse a
esta luz. Siguiendo el camino de Cristo, el cual «recapitula» el camino
del hombre,33 desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante
la imagen del verdadero hombre. Contemplando su nacimiento aprende el
carácter sagrado de la vida, mirando la casa de Nazaret se percata de la
verdad originaria de la familia según el designio de Dios, escuchando al
Maestro en los misterios de su vida pública encuentra la luz para
entrar en el Reino de Dios y, siguiendo sus pasos hacia el Calvario,
comprende el sentido del dolor salvador. Por fin, contemplando a Cristo y
a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de nosotros está
llamado, si se deja sanar y transfigurar por el Espíritu Santo. De este
modo, se puede decir que cada misterio del Rosario, bien meditado, ilumina
el misterio del hombre. Al
mismo tiempo, resulta natural presentar en este encuentro con la santa
humanidad del Redentor tantos problemas, afanes, fatigas y proyectos que
marcan nuestra vida. «Descarga en el señor tu peso, y él te sustentará»
(Sal 55, 23). Meditar con el Rosario significa poner nuestros
afanes en los corazones misericordiosos de Cristo y de su Madre. Después
de largos años, recordando los sinsabores, que no han faltado tampoco en
el ejercicio del ministerio petrino, deseo repetir, casi como una cordial
invitación dirigida a todos para que hagan de ello una experiencia
personal: sí, verdaderamente el Rosario « marca el ritmo de la vida
humana », para armonizarla con el ritmo de la vida divina, en gozosa
comunión con la Santísima Trinidad, destino y anhelo de nuestra
existencia. CAPÍTULO
III « PARA MÍ LA VIDA ES CRISTO » 26.
El Rosario propone la meditación de los misterios de Cristo con un método
característico, adecuado para favorecer su asimilación. Se trata del
método basado en la repetición. Esto vale ante todo para el Ave
Maria, que se repite diez veces en cada misterio. Si consideramos
superficialmente esta repetición, se podría pensar que el Rosario es una
práctica árida y aburrida. En cambio, se puede hacer otra consideración
sobre el rosario, si se toma como expresión del amor que no se cansa de
dirigirse hacia a la persona amada con manifestaciones que, incluso
parecidas en su expresión, son siempre nuevas respecto al sentimiento que
las inspira. En
Cristo, Dios ha asumido verdaderamente un «corazón de carne». Cristo no
solamente tiene un corazón divino, rico en misericordia y perdón, sino
también un corazón humano, capaz de todas las expresiones de afecto. A
este respecto, si necesitáramos un testimonio evangélico, no sería difícil
encontrarlo en el conmovedor diálogo de Cristo con Pedro después de la
Resurrección. «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Tres veces se le
hace la pregunta, tres veces Pedro responde: «Señor, tú lo sabes que te
quiero» (cf. Jn 21, 15-17). Más allá del sentido específico del
pasaje, tan importante para la misión de Pedro, a nadie se le escapa la
belleza de esta triple repetición, en la cual la reiterada
pregunta y la respuesta se expresan en términos bien conocidos por la
experiencia universal del amor humano. Para comprender el Rosario, hace
falta entrar en la dinámica psicológica que es propia del amor. Una
cosa está clara: si la repetición del Ave Maria se dirige
directamente a María, el acto de amor, con Ella y por Ella, se dirige a
Jesús. La repetición favorece el deseo de una configuración cada vez más
plena con Cristo, verdadero 'programa' de la vida cristiana. San Pablo
lo ha enunciado con palabras ardientes: «Para mí la vida es Cristo, y la
muerte una ganancia» (Flp 1, 21). Y también: «No vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El Rosario nos ayuda
a crecer en esta configuración hasta la meta de la santidad. Un método válido... 27.
No debe extrañarnos que la relación con Cristo se sirva de la ayuda de
un método. Dios se comunica con el hombre respetando nuestra naturaleza y
sus ritmos vitales. Por esto la espiritualidad cristiana, incluso conociendo
las formas más sublimes del silencio místico, en el que todas las imágenes,
palabras y gestos son como superados por la intensidad de una unión
inefable del hombre con Dios, se caracteriza normalmente por la implicación
de toda la persona, en su compleja realidad psicofísica y relacional. Esto
aparece de modo evidente en la Liturgia. Los Sacramentos y los
Sacramentales están estructurados con una serie de ritos relacionados con
las diversas dimensiones de la persona. También la oración no litúrgica
expresa la misma exigencia. Esto se confirma por el hecho de que, en
Oriente, la oración más característica de la meditación cristológica,
la que está centrada en las palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
ten piedad de mí, pecador»,34 está vinculada
tradicionalmente con el ritmo de la respiración, que, mientras favorece
la perseverancia en la invocación, da como una consistencia física al
deseo de que Cristo se convierta en el aliento, el alma y el 'todo' de la
vida. ...
que, no obstante, se puede mejorar 28.
En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he recordado que en
Occidente existe hoy también una renovada exigencia de meditación,
que encuentra a veces en otras religiones modalidades bastante atractivas.35
Hay cristianos que, al conocer poco la tradición contemplativa
cristiana, se dejan atraer por tales propuestas. Sin embargo, aunque éstas
tengan elementos positivos y a veces compaginables con la experiencia
cristiana, a menudo esconden un fondo ideológico inaceptable. En dichas
experiencias abunda también una metodología que, pretendiendo alcanzar
una alta concentración espiritual, usa técnicas de tipo psicofísico,
repetitivas y simbólicas. El Rosario forma parte de este cuadro universal
de la fenomenología religiosa, pero tiene características propias, que
responden a las exigencias específicas de la vida cristiana. En
efecto, el Rosario es un método para contemplar. Como método,
debe ser utilizado en relación al fin y no puede ser un fin en sí mismo.
Pero tampoco debe infravalorarse, dado que es fruto de una experiencia
secular. La experiencia de innumerables Santos aboga en su favor. Lo cual
no impide que pueda ser mejorado. Precisamente a esto se orienta la
incorporación, en el ciclo de los misterios, de la nueva serie de los mysteria
lucis, junto con algunas sugerencias sobre el rezo del Rosario que
propongo en esta Carta. Con ello, aunque respetando la estructura
firmemente consolidada de esta oración, quiero ayudar a los fieles a
comprenderla en sus aspectos simbólicos, en sintonía con las
exigencias de la vida cotidiana. De otro modo, existe el riesgo de que
esta oración no sólo no produzca los efectos espirituales deseados, sino
que el rosario mismo con el que suele recitarse, acabe por considerarse
como un amuleto o un objeto mágico, con una radical distorsión de su
sentido y su cometido El enunciado del misterio 29.
Enunciar el misterio, y tener tal vez la oportunidad de contemplar al
mismo tiempo una imagen que lo represente, es como abrir un escenario
en el cual concentrar la atención. Las palabras conducen la imaginación
y el espíritu a aquel determinado episodio o momento de la vida de
Cristo. En la espiritualidad que se ha desarrollado en la Iglesia, tanto a
través de la veneración de imágenes que enriquecen muchas devociones
con elementos sensibles, como también del método propuesto por san
Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales, se ha recurrido al
elemento visual e imaginativo (la compositio loci) considerándolo
de gran ayuda para favorecer la concentración del espíritu en el
misterio. Por lo demás, es una metodología que se corresponde con la
lógica misma de la Encarnación: Dios ha querido asumir, en Jesús,
rasgos humanos. Por medio de su realidad corpórea, entramos en contacto
con su misterio divino. El
enunciado de los varios misterios del Rosario se corresponde también con
esta exigencia de concreción. Es cierto que no sustituyen al Evangelio ni
tampoco se refieren a todas sus páginas. El Rosario, por tanto, no reemplaza
la lectio divina, sino que, por el contrario, la supone y la
promueve. Pero si los misterios considerados en el Rosario, aun con el
complemento de los mysteria lucis, se limita a las líneas
fundamentales de la vida de Cristo, a partir de ellos la atención se
puede extender fácilmente al resto del Evangelio, sobre todo cuando el
Rosario se recita en momentos especiales de prolongado recogimiento. La escucha de la Palabra de Dios 30.
Para dar fundamento bíblico y mayor profundidad a la meditación, es útil
que al enunciado del misterio siga la proclamación del pasaje bíblico
correspondiente, que puede ser más o menos largo según las
circunstancias. En efecto, otras palabras nunca tienen la eficacia de la
palabra inspirada. Ésta debe ser escuchada con la certeza de que es
Palabra de Dios, pronunciada para hoy y «para mí». Acogida
de este modo, la Palabra entra en la metodología de la repetición del
Rosario sin el aburrimiento que produciría la simple reiteración de una
información ya conocida. No, no se trata de recordar una información,
sino de dejar 'hablar' a Dios. En alguna ocasión solemne y
comunitaria, esta palabra se puede ilustrar con algún breve comentario. El silencio 31.
La escucha y la meditación se alimentan del silencio. Es
conveniente que, después de enunciar el misterio y proclamar la Palabra,
esperemos unos momentos antes de iniciar la oración vocal, para fijar la
atención sobre el misterio meditado. El redescubrimiento del valor del
silencio es uno de los secretos para la práctica de la contemplación y
la meditación. Uno de los límites de una sociedad tan condicionada por
la tecnología y los medios de comunicación social es que el silencio se
hace cada vez más difícil. Así como en la Liturgia se recomienda que
haya momentos de silencio, en el rezo del Rosario es también oportuno
hacer una breve pausa después de escuchar la Palabra de Dios,
concentrando el espíritu en el contenido de un determinado misterio. El «Padrenuestro» 32.
Después de haber escuchado la Palabra y centrado la atención en el
misterio, es natural que el ánimo se eleve hacia el Padre. Jesús,
en cada uno de sus misterios, nos lleva siempre al Padre, al cual Él se
dirige continuamente, porque descansa en su 'seno' (cf Jn 1, 18).
Él nos quiere introducir en la intimidad del Padre para que digamos con
Él: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15; Ga 4, 6). En esta relación
con el Padre nos hace hermanos suyos y entre nosotros, comunicándonos el
Espíritu, que es a la vez suyo y del Padre. El «Padrenuestro», puesto
como fundamento de la meditación cristológico-mariana que se desarrolla
mediante la repetición del Ave Maria, hace que la meditación del
misterio, aun cuando se tenga en soledad, sea una experiencia eclesial. Las diez «Ave Maria» 33.
Este es el elemento más extenso del Rosario y que a la vez lo convierte
en una oración mariana por excelencia. Pero precisamente a la luz del
Ave Maria, bien entendida, es donde se nota con claridad que el carácter
mariano no se opone al cristológico, sino que más bien lo subraya y lo
exalta. En efecto, la primera parte del Ave Maria, tomada de las
palabras dirigidas a María por el ángel Gabriel y por santa Isabel, es
contemplación adorante del misterio que se realiza en la Virgen de
Nazaret. Expresan, por así decir, la admiración del cielo y de la tierra
y, en cierto sentido, dejan entrever la complacencia de Dios mismo al ver
su obra maestra –la encarnación del Hijo en el seno virginal de María–,
análogamente a la mirada de aprobación del Génesis (cf. Gn 1,
31), aquel «pathos con el que Dios, en el alba de la creación,
contempló la obra de sus manos».36 Repetir en el Rosario el Ave
Maria nos acerca a la complacencia de Dios: es júbilo, asombro,
reconocimiento del milagro más grande de la historia. Es el cumplimiento
dela profecía de María: «Desde ahora todas las generaciones me llamarán
bienaventurada» (Lc1, 48). El
centro del Ave Maria, casi como engarce entre la primera y la
segunda parte, es el nombre de Jesús. A veces, en el rezo
apresurado, no se percibe este aspecto central y tampoco la relación con
el misterio de Cristo que se está contemplando. Pero es precisamente el
relieve que se da al nombre de Jesús y a su misterio lo que caracteriza
una recitación consciente y fructuosa del Rosario. Ya Pablo VI recordó
en la Exhortación apostólica Marialis cultus la costumbre,
practicada en algunas regiones, de realzar el nombre de Cristo añadiéndole
una cláusula evocadora del misterio que se está meditando.37 Es
una costumbre loable, especialmente en la plegaria pública. Expresa con
intensidad la fe cristológica, aplicada a los diversos momentos de la
vida del Redentor. Es profesión de fe y, al mismo tiempo, ayuda a
mantener atenta la meditación, permitiendo vivir la función asimiladora,
innata en la repetición del Ave Maria, respecto al misterio de
Cristo. Repetir el nombre de Jesús –el único nombre del cual podemos
esperar la salvación (cf. Hch 4, 12)– junto con el de su Madre
Santísima, y como dejando que Ella misma nos lo sugiera, es un modo de
asimilación, que aspira a hacernos entrar cada vez más profundamente
en la vida de Cristo. De
la especial relación con Cristo, que hace de María la Madre de Dios, la Theotòkos,
deriva, además, la fuerza de la súplica con la que nos dirigimos a Ella
en la segunda parte de la oración, confiando a su materna intercesión
nuestra vida y la hora de nuestra muerte. El «Gloria» 34.
La doxología trinitaria es la meta de la contemplación cristiana. En
efecto, Cristo es el camino que nos conduce al Padre en el Espíritu. Si
recorremos este camino hasta el final, nos encontramos continuamente ante
el misterio de las tres Personas divinas que se han de alabar, adorar y
agradecer. Es importante que el Gloria, culmen de la
contemplación, sea bien resaltado en el Rosario. En el rezo público
podría ser cantado, para dar mayor énfasis a esta perspectiva
estructural y característica de toda plegaria cristiana. En
la medida en que la meditación del misterio haya sido atenta, profunda,
fortalecida –de Ave en Ave – por el amor a Cristo y a
María, la glorificación trinitaria en cada decena, en vez de reducirse a
una rápida conclusión, adquiere su justo tono contemplativo, como para
levantar el espíritu a la altura del Paraíso y hacer revivir, de algún
modo, la experiencia del Tabor, anticipación de la contemplación futura:
«Bueno es estarnos aquí» (Lc 9, 33). La jaculatoria final 35.
Habitualmente, en el rezo del Rosario, después de la doxología
trinitaria sigue una jaculatoria, que varía según las costumbres. Sin
quitar valor a tales invocaciones, parece oportuno señalar que la
contemplación de los misterios puede expresar mejor toda su fecundidad si
se procura que cada misterio concluya con una oración dirigida a
alcanzar los frutos específicos de la meditación del misterio. De
este modo, el Rosario puede expresar con mayor eficacia su relación con
la vida cristiana. Lo sugiere una bella oración litúrgica, que nos
invita a pedir que, meditando los misterios del Rosario, lleguemos a «imitar
lo que contienen y a conseguir lo que prometen».38 Como
ya se hace, dicha oración final puede expresarse en varias forma legítimas.
El Rosario adquiere así también una fisonomía más adecuada a las
diversas tradiciones espirituales y a las distintas comunidades
cristianas. En esta perspectiva, es de desear que se difundan, con el
debido discernimiento pastoral, las propuestas más significativas,
experimentadas tal vez en centros y santuarios marianos que cultivan
particularmente la práctica del Rosario, de modo que el Pueblo de Dios
pueda acceder a toda auténtica riqueza espiritual, encontrando así una
ayuda para la propia contemplación. El 'rosario' 36.
Instrumento tradicional para rezarlo es el rosario. En la práctica más
superficial, a menudo termina por ser un simple instrumento para contar la
sucesión de las Ave Maria. Pero sirve también para expresar un
simbolismo, que puede dar ulterior densidad a la contemplación. A
este propósito, lo primero que debe tenerse presente es que el rosario
está centrado en el Crucifijo, que abre y cierra el proceso mismo de
la oración. En Cristo se centra la vida y la oración de los creyentes.
Todo parte de Él, todo tiende hacia Él, todo, a través de Él, en el
Espíritu Santo, llega al Padre. En
cuanto medio para contar, que marca el avanzar de la oración, el rosario
evoca el camino incesante de la contemplación y de la perfección
cristiana. El Beato Bartolomé Longo lo consideraba también como una
'cadena' que nos une a Dios. Cadena, sí, pero cadena dulce; así se
manifiesta la relación con Dios, que es Padre. Cadena 'filial', que nos
pone en sintonía con María, la «sierva del Señor» (Lc 1, 38)
y, en definitiva, con el propio Cristo, que, aun siendo Dios, se hizo «siervo»
por amor nuestro (Flp 2, 7). Es
también hermoso ampliar el significado simbólico del rosario a nuestra
relación recíproca, recordando de ese modo el vínculo de comunión y
fraternidad que nos une a todos en Cristo. Inicio y conclusión 37.
En la práctica corriente, hay varios modos de comenzar el Rosario, según
los diversos contextos eclesiales. En algunas regiones se suele iniciar
con la invocación del Salmo 69: «Dios mío ven en mi auxilio, Señor
date prisa en socorrerme», como para alimentar en el orante la humilde
conciencia de su propia indigencia; en otras, se comienza recitando el
Credo, como haciendo de la profesión de fe el fundamento del camino
contemplativo que se emprende. Éstos y otros modos similares, en la
medida que disponen el ánimo para la contemplación, son usos igualmente
legítimos. La plegaria se concluye rezando por las intenciones del Papa,
para elevar la mirada de quien reza hacia el vasto horizonte de las
necesidades eclesiales. Precisamente para fomentar esta proyección
eclesial del Rosario, la Iglesia ha querido enriquecerlo con santas
indulgencias para quien lo recita con las debidas disposiciones. En
efecto, si se hace así, el Rosario es realmente un itinerario espiritual
en el que María se hace madre, maestra, guía, y sostiene al fiel con su
poderosa intercesión. ¿Cómo asombrarse, pues, si al final de esta oración
en la cual se ha experimentado íntimamente la maternidad de María, el
espíritu siente necesidad de dedicar una alabanza a la Santísima Virgen,
bien con la espléndida oración de la Salve Regina, bien con las
Letanías lauretanas? Es como coronar un camino interior, que ha
llevado al fiel al contacto vivo con el misterio de Cristo y de su Madre
Santísima. La distribución en el tiempo 38.
El Rosario puede recitarse entero cada día, y hay quienes así lo hacen
de manera laudable. De ese modo, el Rosario impregna de oración los días
de muchos contemplativos, o sirve de compañía a enfermos y ancianos que
tienen mucho tiempo disponible. Pero es obvio –y eso vale, con mayor razón,
si se añade el nuevo ciclo de los mysteria lucis– que muchos no
podrán recitar más que una parte, según un determinado orden semanal.
Esta distribución semanal da a los días de la semana un cierto 'color'
espiritual, análogamente a lo que hace la Liturgia con las diversas fases
del año litúrgico. Según
la praxis corriente, el lunes y el jueves están dedicados a los «misterios
gozosos», el martes y el viernes a los «dolorosos», el miércoles, el sábado
y el domingo a los «gloriosos». ¿Dónde introducir los «misterios de
la luz»? Considerando que los misterios gloriosos se proponen seguidos el
sábado y el domingo, y que el sábado es tradicionalmente un día de
marcado carácter mariano, parece aconsejable trasladar al sábado la
segunda meditación semanal de los misterios gozosos, en los cuales la
presencia de María es más destacada. Queda así libre el jueves para la
meditación de los misterios de la luz. No
obstante, esta indicación no pretende limitar una conveniente libertad en
la meditación personal y comunitaria, según las exigencias
espirituales y pastorales y, sobre todo, las coincidencias litúrgicas que
pueden sugerir oportunas adaptaciones. Lo verdaderamente importante es que
el Rosario se comprenda y se experimente cada vez más como un itinerario
contemplativo. Por medio de él, de manera complementaria a cuanto se
realiza en la Liturgia, la semana del cristiano, centrada en el domingo, día
de la resurrección, se convierte en un camino a través de los
misterios de la vida de Cristo, y Él se consolida en la vida de sus discípulos
como Señor del tiempo y de la historia. CONCLUSIÓN 39.
Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza de esta
oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración popular,
pero también la profundidad teológica de una oración adecuada para
quien siente la exigencia de una contemplación más intensa. La
Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia,
confiando las causas más difíciles a su recitación comunitaria y a su
práctica constante. En momentos en los que la cristiandad misma estaba
amenazada, se atribuyó a la fuerza de esta oración la liberación del
peligro y la Virgen del Rosario fue considerada como propiciadora de la
salvación. Hoy
deseo confiar a la eficacia de esta oración –lo he señalado al
principio– la causa de la paz en el mundo y la de la familia. La paz 40.
Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del
nuevo Milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo Alto,
capaz de orientar los corazones de quienes viven situaciones conflictivas
y de quienes dirigen los destinos de las Naciones, puede hacer esperar en
un futuro menos oscuro. El
Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz,
por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y «nuestra
paz» (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio de Cristo –y el
Rosario tiende precisamente a eso– aprende el secreto de la paz y hace
de ello un proyecto de vida. Además, debido a su carácter meditativo,
con la serena sucesión del Ave Maria, el Rosario ejerce sobre el
orante una acción pacificadora que lo dispone a recibir y experimentar en
la profundidad de su ser, y a difundir a su alrededor, paz verdadera, que
es un don especial del Resucitado (cf. Jn 14, 27; 20, 21). Es
además oración por la paz por la caridad que promueve. Si se recita
bien, como verdadera oración meditativa, el Rosario, favoreciendo el
encuentro con Cristo en sus misterios, muestra también el rostro de
Cristo en los hermanos, especialmente en los que más sufren. ¿Cómo se
podría considerar, en los misterios gozosos, el misterio del Niño
nacido en Belén sin sentir el deseo de acoger, defender y promover la
vida, haciéndose cargo del sufrimiento de los niños en todas las
partes del mundo? ¿Cómo podrían seguirse los pasos del Cristo
revelador, en los misterios de la luz, sin proponerse el testimonio de sus
bienaventuranzas en la vida de cada día? Y ¿cómo contemplar a Cristo
cargado con la cruz y crucificado, sin sentir la necesidad de hacerse sus
«cireneos» en cada hermano aquejado por el dolor u oprimido por la
desesperación? ¿Cómo se podría, en fin, contemplar la gloria de Cristo
resucitado y a María coronada como Reina, sin sentir el deseo de hacer
este mundo más hermoso, más justo, más cercano al proyecto de Dios? En
definitiva, mientras nos hace contemplar a Cristo, el Rosario nos hace
también constructores de la paz en el mundo. Por su carácter de petición
insistente y comunitaria, en sintonía con la invitación de Cristo a «orar
siempre sin desfallecer» (Lc 18,1), nos permite esperar que hoy
se pueda vencer también una 'batalla' tan difícil como la de la paz. De
este modo, el Rosario, en vez de ser una huida de los problemas del mundo,
nos impulsa a examinarlos de manera responsable y generosa, y nos
concede la fuerza de afrontarlos con la certeza de la ayuda de Dios y con
el firme propósito de testimoniar en cada circunstancia la caridad, «que
es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). La familia: los padres... 41.
Además de oración por la paz, el Rosario es también, desde siempre, una
oración de la familia y por la familia. Antes esta oración era
apreciada particularmente por las familias cristianas, y ciertamente
favorecía su comunión. Conviene no descuidar esta preciosa herencia.
Se ha de volver a rezar en familia y a rogar por las familias,
utilizando todavía esta forma de plegaria. Si
en la Carta apostólica Novo millennio ineunte he alentado la
celebración de la Liturgia de las Horas por parte de los laicos en
la vida ordinaria de las comunidades parroquiales y de los diversos grupos
cristianos,39 deseo hacerlo igualmente con el Rosario. Se trata
de dos caminos no alternativos, sino complementarios, de la contemplación
cristiana. Pido, por tanto, a cuantos se dedican a la pastoral de las
familias que recomienden con convicción el rezo del Rosario. La
familia que reza unida, permanece unida.
El Santo Rosario, por antigua tradición, es una oración que se presta
particularmente para reunir a la familia. Contemplando a Jesús, cada uno
de sus miembros recupera también la capacidad de volverse a mirar a los
ojos, para comunicar, solidarizarse, perdonarse recíprocamente y comenzar
de nuevo con un pacto de amor renovado por el Espíritu de Dios. Muchos
problemas de las familias contemporáneas, especialmente en las sociedades
económicamente más desarrolladas, derivan de una creciente dificultad
comunicarse. No se consigue estar juntos y a veces los raros momentos de
reunión quedan absorbidos por las imágenes de un televisor. Volver a
rezar el Rosario en familia significa introducir en la vida cotidiana
otras imágenes muy distintas, las del misterio que salva: la imagen del
Redentor, la imagen de su Madre santísima. La familia que reza unida el
Rosario reproduce un poco el clima de la casa de Nazaret: Jesús está en
el centro, se comparten con él alegrías y dolores, se ponen en sus manos
las necesidades y proyectos, se obtienen de él la esperanza y la fuerza
para el camino. ... y los hijos 42.
Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración el proceso de
crecimiento de los hijos. ¿No es acaso, el Rosario, el itinerario de
la vida de Cristo, desde su concepción a la muerte, hasta la resurrección
y la gloria? Hoy resulta cada vez más difícil para los padres seguir a
los hijos en las diversas etapas de su vida. En la sociedad de la
tecnología avanzada, de los medios de comunicación social y de la
globalización, todo se ha acelerado, y cada día es mayor la distancia
cultural entre las generaciones. Los mensajes de todo tipo y las
experiencias más imprevisibles hacen mella pronto en la vida de los
chicos y los adolescentes, y a veces es angustioso para los padres
afrontar los peligros que corren los hijos. Con frecuencia se encuentran
ante desilusiones fuertes, al constatar los fracasos de los hijos ante
la seducción de la droga, los atractivos de un hedonismo desenfrenado,
las tentaciones de la violencia o las formas tan diferentes del
sinsentido y la desesperación. Rezar
con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos,
educándolos desde su tierna edad para este momento cotidiano de «intervalo
de oración» de la familia, no es ciertamente la solución de todos los
problemas, pero es una ayuda espiritual que no se debe minimizar. Se puede
objetar que el Rosario parece una oración poco adecuada para los gustos
de los chicos y los jóvenes de hoy. Pero quizás esta objeción se basa
en un modo poco esmerado de rezarlo. Por otra parte, salvando su
estructura fundamental, nada impide que, para ellos, el rezo del Rosario
–tanto en familia como en los grupos– se enriquezca con oportunas
aportaciones simbólicas y prácticas, que favorezcan su comprensión y
valorización. ¿Por qué no probarlo? Una pastoral juvenil no derrotista,
apasionada y creativa –¡las Jornadas Mundiales de la Juventud han
dado buena prueba de ello!– es capaz de dar, con la ayuda de Dios, pasos
verdaderamente significativos. Si el Rosario se presenta bien, estoy
seguro de que los jóvenes mismos serán capaces de sorprender una vez más
a los adultos, haciendo propia esta oración y recitándola con el
entusiasmo típico de su edad. El Rosario, un tesoro que recuperar 43.
Queridos hermanos y hermanas: Una oración tan fácil, y al mismo tiempo
tan rica, merece de veras ser recuperada por la comunidad cristiana. Hagámoslo
sobre todo en este año, asumiendo esta propuesta como una consolidación
de la línea trazada en la Carta apostólica Novo millennio ineunte,
en la cual se han inspirado los planes pastorales de muchas Iglesias
particulares al programar los objetivos para el próximo futuro. Me
dirijo en particular a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado,
sacerdotes y diáconos, y a vosotros, agentes pastorales en los diversos
ministerios, para que, teniendo la experiencia personal de la belleza del
Rosario, os convirtáis en sus diligentes promotores. Confío
también en vosotros, teólogos, para que, realizando una reflexión a la
vez rigurosa y sabia, basada en la Palabra de Dios y sensible a la
vivencia del pueblo cristiano, ayudéis a descubrir los fundamentos bíblicos,
las riquezas espirituales y la validez pastoral de esta oración
tradicional. Cuento
con vosotros, consagrados y consagradas, llamados de manera particular a
contemplar el rostro de Cristo siguiendo el ejemplo de María. Pienso
en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras,
familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes:
tomad con confianza entre las manos el rosario, descubriéndolo de
nuevo a la luz de la Escritura, en armonía con la Liturgia y en el
contexto de la vida cotidiana. ¡Qué
este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio del vigésimo quinto año
de Pontificado, pongo esta Carta apostólica en las manos de la Virgen María,
postrándome espiritualmente ante su imagen en su espléndido Santuario
edificado por el Beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago mías
con gusto las palabras conmovedoras con las que él termina la célebre Súplica
a la Reina del Santo Rosario: «Oh Rosario bendito de María, dulce
cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los Ángeles,
torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el
común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en
la hora de la agonía. Para ti el último beso de la vida que se apaga. Y
el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh Reina del
Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores,
oh Soberana consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy
y siempre, en la tierra y en el cielo». Vaticano,
16 octubre del año 2002, inicio del vigésimo quinto de mi Pontificado. Notas 1
Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes,
45. |