CARTA
ENCÍCLICA
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INTRODUCCIÓN 1.
La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una
experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo
del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se
realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «
He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo
» (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación
del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de
esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la
Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia
la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos
de confiada esperanza. Con
razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico
es « fuente y cima de toda la vida cristiana ».(1)
« La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de
la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que
da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo ».(2)
Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor,
presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena
manifestación de su inmenso amor. 2.
Durante el Gran Jubileo del año 2000, tuve ocasión de celebrar la
Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén, donde, según la tradición,
fue realizada la primera vez por Cristo mismo. El Cenáculo es el lugar
de la institución de este Santísimo Sacramento. Allí Cristo tomó
en sus manos el pan, lo partió y lo dio a los discípulos diciendo: «
Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será
entregado por vosotros » (cf. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co
11, 24). Después tomó en sus manos el cáliz del vino y les dijo:
« Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre
de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos
los hombres para el perdón de los pecados » (cf. Mc 14, 24; Lc
22, 20; 1 Co 11, 25). Estoy agradecido al Señor Jesús que me
permitió repetir en aquel mismo lugar, obedeciendo su mandato « haced
esto en conmemoración mía » (Lc 22, 19), las palabras
pronunciadas por Él hace dos mil años. Los
Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido
de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas
palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del Triduum
sacrum, es decir, el lapso que va de la tarde del jueves hasta la mañana
del domingo. En esos días se enmarca el mysterium paschale; en
ellos se inscribe también el mysterium eucharisticum. 3.
Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente por eso la Eucaristía,
que es el sacramento por excelencia del misterio pascual, está en
el centro de la vida eclesial. Se puede observar esto ya desde las
primeras imágenes de la Iglesia que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles:
« Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión,
a la fracción del pan y a las oraciones » (2, 42).La « fracción del
pan » evoca la Eucaristía. Después de dos mil años seguimos
reproduciendo aquella imagen primigenia de la Iglesia. Y, mientras lo
hacemos en la celebración eucarística, los ojos del alma se dirigen al
Triduo pascual: a lo que ocurrió la tarde del Jueves Santo, durante la Última
Cena y después de ella. La institución de la Eucaristía, en efecto,
anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco
más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús que sale
del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón
y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos
árboles de olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió
a su sombra aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una
angustia mortal y « su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían
en tierra » (Lc 22, 44).La sangre, que poco antes había entregado
a la Iglesia como bebida de salvación en el Sacramento eucarístico,
comenzó a ser derramada; su efusión se completaría después en el Gólgota,
convirtiéndose en instrumento de nuestra redención: « Cristo como Sumo
Sacerdote de los bienes futuros [...] penetró en el santuario una vez
para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su
propia sangre, consiguiendo una redención eterna » (Hb 9, 11-12). 4.
La hora de nuestra redención. Jesús, aunque sometido a una prueba
terrible, no huye ante su « hora »: « ¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame
de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! » (Jn
12, 27). Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe
experimentar la soledad y el abandono: « ¿Conque no habéis podido velar
una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación » (Mt
26, 40-41). Sólo Juan permanecerá al pie de la Cruz, junto a María y a
las piadosas mujeres. La agonía en Getsemaní ha sido la introducción a
la agonía de la Cruz del Viernes Santo. La hora santa, la hora
de la redención del mundo. Cuando se celebra la Eucaristía ante la tumba
de Jesús, en Jerusalén, se retorna de modo casi tangible a su « hora »,
la hora de la cruz y de la glorificación. A aquel lugar y a aquella hora
vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la Santa Misa, junto
con la comunidad cristiana que participa en ella. «
Fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer
día resucitó de entre los muertos ».
A las palabras de la profesión de fe hacen eco las palabras de la
contemplación y la proclamación: « Ecce lignum crucis in quo salus
mundi pependit. Venite adoremus ». Ésta es la invitación que la
Iglesia hace a todos en la tarde del Viernes Santo. Y hará de nuevo uso
del canto durante el tiempo pascual para proclamar: « Surrexit Dominus
de sepulcro qui pro nobis pependit in ligno. Aleluya ». 5.
« Mysterium fidei! – ¡Misterio de la fe! ». Cuando el
sacerdote pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: «
Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!
». Con
éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo
en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio:
Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en
Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un
momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la
Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el
Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y «
concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don,
Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio
pascual. Con él instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre
aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos. Este
pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El
acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de
los siglos tienen una « capacidad » verdaderamente enorme, en la que entra
toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este
asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística.
Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía.
En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el
sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la potestad
que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: « Esto es mi cuerpo, que será
entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada
por vosotros ». El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone
su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo
y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los
que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio. 6.
Con la presente Carta encíclica, deseo suscitar este « asombro » eucarístico,
en continuidad con la herencia jubilar que he querido dejar a la Iglesia
con la Carta apostólica Novo millennio ineunte y con su coronamiento
mariano Rosarium
Virginis Mariae. Contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo
con María, es el « programa » que he indicado a la Iglesia en el alba
del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la
historia con el entusiasmo de la nueva evangelización. Contemplar a
Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en
sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su
cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de
Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe
y, al mismo tiempo, « misterio de luz ».(3)Cada
vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo
la experiencia de los dos discípulos de Emaús: « Entonces se les
abrieron los ojos y le reconocieron » (Lc 24, 31). 7.
Desde que inicié mi ministerio de Sucesor de Pedro, he reservado siempre
para el Jueves Santo, día de la Eucaristía y del Sacerdocio, un signo de
particular atención, dirigiendo una carta a todos los sacerdotes del
mundo. Este año, para mí el vigésimo quinto de Pontificado, deseo
involucrar más plenamente a toda la Iglesia en esta reflexión eucarística,
para dar gracias a Dios también por el don de la Eucaristía y del
Sacerdocio: « Don y misterio ».(4)
Puesto que, proclamando el año del Rosario, he deseado poner este mi
vigésimo quinto año bajo el signo de la contemplación de Cristo con
María, no puedo dejar pasar este Jueves Santo de 2003 sin detenerme
ante el rostro eucarístico » de Cristo, señalando con nueva fuerza a
la Iglesia la centralidad de la Eucaristía. De ella vive la Iglesia. De
este « pan vivo » se alimenta. ¿Cómo no sentir la necesidad de
exhortar a todos a que hagan de ella siempre una renovada experiencia? 8.
Cuando pienso en la Eucaristía, mirando mi vida de sacerdote, de Obispo y
de Sucesor de Pedro, me resulta espontáneo recordar tantos momentos
y lugares en los que he tenido la gracia de celebrarla. Recuerdo la
iglesia parroquial de Niegowic donde desempeñé mi primer encargo
pastoral, la colegiata de San Florián en Cracovia, la catedral del Wawel,
la basílica de San Pedro y muchas basílicas e iglesias de Roma y del
mundo entero. He podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en
senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la
he celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las
ciudades... Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas
me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así
decir, cósmico.¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre
el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra,
en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la
tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho
hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a
Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno
Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz,
devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través
del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima
Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se
realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador
retorna a Él redimido por Cristo. 9.
La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los
fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia
puede tener en su caminar por la historia. Así se explica la esmerada
atención que ha prestado siempre al Misterio eucarístico, una atención
que se manifiesta autorizadamente en la acción de los Concilios y de los
Sumos Pontífices. ¿Cómo no admirar la exposición doctrinal de los
Decretos sobre la Santísima Eucaristía y sobre el Sacrosanto Sacrificio
de la Misa promulgados por el Concilio de Trento? Aquellas páginas han
guiado en los siglos sucesivos tanto la teología como la catequesis, y
aún hoy son punto de referencia dogmática para la continua renovación y
crecimiento del Pueblo de Dios en la fe y en el amor a la Eucaristía. En
tiempos más cercanos a nosotros, se han de mencionar tres Encíclicas: la
Mirae Caritatis de León XIII (28 de mayo de 1902),(5)
Mediator Dei de Pío XII (20 de noviembre de 1947)(6)y
la Mysterium Fidei de Pablo VI (3 de septiembre de 1965).(7)
El
Concilio Vaticano II, aunque no publicó un documento específico sobre el
Misterio eucarístico, ha ilustrado también sus diversos aspectos a lo
largo del conjunto de sus documentos, y especialmente en la Constitución
dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium y en la Constitución sobre la Sagrada liturgia Sacrosanctum
Concilium. Yo
mismo, en los primeros años de mi ministerio apostólico en la Cátedra
de Pedro, con la Carta apostólica Dominicae Cenae (24 de febrero
de 1980),(8)
he tratado algunos aspectos del Misterio eucarístico y su incidencia en
la vida de quienes son sus ministros. Hoy reanudo el hilo de aquellas
consideraciones con el corazón aún más lleno de emoción y gratitud,
como haciendo eco a la palabra del Salmista: « ¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando
su nombre » (Sal 116, 12-13). 10.
Este deber de anuncio por parte del Magisterio se corresponde con un
crecimiento en el seno de la comunidad cristiana. No hay duda de que
la reforma litúrgica del Concilio ha tenido grandes ventajas para
una participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en
el Santo Sacrificio del altar. En muchos lugares, además, la adoración
del Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una importancia
destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación
devota de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del
Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de Dios, que cada año llena de
gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos
positivos de fe y amor eucarístico. Desgraciadamente,
junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay sitios donde
se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística.
A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que
contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este
admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del
Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no
tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno.
Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial,
que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la
Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio. También por
eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo
generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas
contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo
no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don
demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones. Confío en que esta Carta encíclica contribuya eficazmente a disipar las sombras de doctrinas y prácticas no aceptables, para que la Eucaristía siga resplandeciendo con todo el esplendor de su misterio.
CAPÍTULO
I MISTERIO DE LA FE
11.
« El Señor Jesús, la noche en que fue entregado » (1 Co 11,
23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre.
Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas
en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el
acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino
que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se
perpetúa por los siglos.(9)
Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito
latino, el pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe
» que hace el sacerdote: « Anunciamos tu muerte, Señor ». La
Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un
don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por
excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad
y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado,
pues « todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los
hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los
tiempos... ».(10) Cuando
la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección
de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de
salvación y « se realiza la obra de nuestra redención ».(11)
Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano,
que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de
habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos
estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo
frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de
los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio
de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan
inestimable don.(12)
Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome
con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de
este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía
hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos
muestra un amor que llega « hasta el extremo » (Jn 13, 1), un
amor que no conoce medida. 12.
Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en
las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a
decir « Éste es mi cuerpo », « Esta copa es la Nueva Alianza en mi
sangre », sino que añadió « entregado por vosotros... derramada por
vosotros » (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les
daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su
valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio,
que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la
salvación de todos. « La misa es, a la vez e inseparablemente, el
memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el
banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ».(13) La
Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no
solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un
contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente,
perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos
del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres
de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la
humanidad de todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio de Cristo
y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio
».(14)
Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: « Nosotros ofrecemos
siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el
mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo [...]. También
nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y
que jamás se consumirá ».(15)
La
Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo
multiplica.(16)
Lo que se repite es su celebración memorial, la « manifestación
memorial » (memorialis demonstratio),(17)
por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se
actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio
eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte,
independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al
sacrificio del Calvario. 13.
Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la Eucaristía es
sacrificio en sentido propio y no sólo en sentido genérico, como si
se tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los fieles como alimento
espiritual. En efecto, el don de su amor y de su obediencia hasta el
extremo de dar la vida (cf. Jn 10, 17-18), es en primer lugar un
don a su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún, de
toda la humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22,
20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre: « sacrificio
que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su Hijo
que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega
paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la
resurrección ».(18) Al
entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo
el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí
misma unida al sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a todos los
fieles, el Concilio Vaticano II enseña que « al participar en el
sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a
Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella ».(19) 14.
La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y muerte, también su
resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de
la consagración: « Proclamamos tu resurrección ».
Efectivamente, el sacrificio eucarístico no sólo hace presente el
misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de
la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y
resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía « pan de vida » (Jn
6, 35.48), « pan vivo » (Jn 6, 51). San Ambrosio lo recordaba a
los neófitos, como una aplicación del acontecimiento de la resurrección
a su vida: « Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día ».(20)
San Cirilo de Alejandría, a su vez, subrayaba que la participación en
los santos Misterios « es una verdadera confesión y memoria de que el Señor
ha muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro ».(21) 15.
La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio de Cristo,
coronado por su resurrección, implica una presencia muy especial que
–citando las palabras de Pablo VI– « se llama “real”, no por
exclusión, como si las otras no fueran “reales”, sino por
antonomasia, porque es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace
presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro ».(22)
Se recuerda así la doctrina siempre válida del Concilio de Trento: «
Por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda
la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro,
y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta
conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación
por la santa Iglesia Católica ».(23)
Verdaderamente la Eucaristía es « mysterium fidei », misterio
que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe, como
a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino
Sacramento. « No veas –exhorta san Cirilo de Jerusalén– en el pan y
en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho
expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque
los sentidos te sugieran otra cosa ».(24) «
Adoro te devote, latens Deitas »,
seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de amor,
la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo
largo de los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer
arduos esfuerzos para entenderla. Son
esfuerzos loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen
conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la « fe vivida » de
la Iglesia, percibida especialmente en el « carisma de la verdad » del
Magisterio y en la « comprensión interna de los misterios », a la que
llegan sobre todo los santos.(25)
La línea fronteriza es la señalada por Pablo VI: « Toda explicación
teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe
mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad
misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado
de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la
Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de
nosotros ».(26) 16.
La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se
comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el
sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los
fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que
se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros
en la Cruz; su sangre, « derramada por muchos para perdón de los pecados
» (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: « Lo mismo que el Padre,
que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma
vivirá por mí » (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta
unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza
efectivamente. La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual
Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta
comida, los oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al Maestro
a recalcar la verdad objetiva de sus palabras: « En verdad, en verdad os
digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre,
no tendréis vida en vosotros » (Jn 6, 53). No se trata de un
alimento metafórico: « Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera
bebida » (Jn 6, 55). 17.
Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también
su Espíritu. Escribe san Efrén: « Llamó al pan su cuerpo viviente, lo
llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come
Fuego y Espíritu. [...]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el
Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come
vivirá eternamente ».(27)La
Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis
eucarística. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san
Juan Crisóstomo: « Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu
Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones [...] para que
sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación
del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos ».(28)
Y, en el Misal Romano, el celebrante implora que: « Fortalecidos
con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo,
formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu ».(29)
Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros
el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como «
sello » en el sacramento de la Confirmación. 18.
La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se
concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que
distingue la celebración eucarística (cf. 1 Co 11, 26): « ...
hasta que vuelvas ». La Eucaristía es tensión hacia la meta,
pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn 15, 11); es,
en cierto sentido, anticipación del Paraíso y « prenda de la gloria
futura ».(30)
En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: « mientras esperamos
la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo ».(31)
Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más
allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como
primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad.
En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la
resurrección corporal al final del mundo: « El que come mi carne y bebe
mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día » (Jn
6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la
carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el
estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo
así, el « secreto » de la resurrección. Por eso san Ignacio de
Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico « fármaco de
inmortalidad, antídoto contra la muerte ».(32) 19.
La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y
consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad
que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas
se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María,
Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos
apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto
de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos
el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos
con la multitud inmensa que grita: « La salvación es de nuestro Dios,
que está sentado en el trono, y del Cordero » (Ap 7, 10). La
Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre
la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en
las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino. 20.
Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la
Eucaristía es que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una
semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus
propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en
un « cielo nuevo » y una « tierra nueva » (Ap 21, 1), eso no
debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de
responsabilidad respecto a la tierra presente.(33)
Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los
cristianos se sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los
deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz
del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente
conforme al designio de Dios. Muchos
son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste
pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas
de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender
la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué
decir, además, de las tantas contradicciones de un mundo « globalizado
», donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen
tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la
esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con
nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y
convival la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es
significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran
la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido
profundo, el relato del « lavatorio de los pies », en el cual Jesús
se hace maestro de comunión y servicio (cf. Jn 13, 1-20). El apóstol
Pablo, por su parte, califica como « indigno » de una comunidad
cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un
contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf. 1 Co 11,
17.22.27.34).(34) Anunciar la muerte del Señor « hasta que venga » (1 Co 11, 26), comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo « eucarística ». Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: « ¡Ven, Señor Jesús! » (Ap 22, 20).
CAPÍTULO
II LA EUCARISTÍA EDIFICA LA IGLESIA
21.
El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es
el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después
de haber dicho que « la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en
misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios »,(35)
como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: « Cuantas
veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo,
nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5, 7), se realiza la obra de
nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al
mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo
cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10, 17) ».(36) Hay
un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la
Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles,
quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cf. Mt 26, 20; Mc
14, 17; Lc 22, 14). Es un detalle de notable importancia,
porque los Apóstoles « fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que
el origen de la jerarquía sagrada ».(37)Al
ofrecerles como alimento su cuerpo y su sangre, Cristo los implicó
misteriosamente en el sacrificio que habría de consumarse pocas horas
después en el Calvario. Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada
con el sacrificio y la aspersión con la sangre,(38)
los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva
comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva Alianza. Los
Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: « Tomad,
comed... Bebed de ella todos... » (Mt 26, 26.27), entraron por vez
primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al
final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión
sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: « Haced esto en recuerdo
mío... Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío » (1 Co
11, 24-25; cf. Lc 22, 19). 22.
La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y
se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico,
sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental.
Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo,
sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él
estrecha su amistad con nosotros: « Vosotros sois mis amigos » (Jn
15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: « el que me coma
vivirá por mí » (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se
realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo « estén » el
uno en el otro: « Permaneced en mí, como yo en vosotros » (Jn
15, 4). Al
unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva
Alianza se convierte en « sacramento » para la humanidad,(39)signo
e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal
de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), para la redención de todos.(40)La
misión de la Iglesia continúa la de Cristo: « Como el Padre me envió,
también yo os envío » (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe
la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la
Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de
Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre
de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de
los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu
Santo.(41) 23.
Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como
cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de
la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios:
« Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque
aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos
participamos de un solo pan » (1 Co 10, 16-17). El comentario de
san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: « ¿Qué es, en efecto,
el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo
reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo.
En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de
muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean,
de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión;
de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos
a otros y, todos juntos, con Cristo ».(42)
La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y
gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la
unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación
a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf.
1 Co 12, 13.27). La
acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está
en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia,
continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la
Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a
Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los
dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo « sirvan a todos los que
participan en ellos [...] a la santificación de las almas y los cuerpos
».(43)La
Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación
eucarística de los fieles. 24.
El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística
colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el
corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad,
propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a
niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival
humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza
cada vez más profundamente su ser « en Cristo como sacramento o signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano ».(44) A
los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia
cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se
contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La
Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello
comunidad entre los hombres. 25.
El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor
inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente
unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de
Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa
–presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino(45)–,
deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión
sacramental y espiritual.(46)
Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el
culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo
Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.(47) Es
hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo
predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón.
Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el
« arte de la oración »,(48)
¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en
conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor,
ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis
queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he
encontrado fuerza, consuelo y apoyo! Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio.(49) De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: « Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros ».(50) La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibílidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor.
CAPÍTULO
III APOSTOLICIDAD DE LA EUCARISTÍA Y DE LA IGLESIA
26.
Como he recordado antes, si la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia
hace la Eucaristía, se deduce que hay una relación sumamente estrecha
entre una y otra. Tan verdad es esto, que nos permite aplicar al Misterio
eucarístico lo que decimos de la Iglesia cuando, en el Símbolo
niceno-constantinopolitano, la confesamos « una, santa, católica y apostólica
». También la Eucaristía es una y católica. Es también santa, más aún,
es el Santísimo Sacramento. Pero ahora queremos dirigir nuestra atención
principalmente a su apostolicidad. 27.
El Catecismo
de la Iglesia Católica, al explicar cómo la Iglesia es apostólica,
o sea, basada en los Apóstoles, se refiere a un triple sentido
de la expresión. Por una parte, « fue y permanece edificada sobre “el
fundamento de los apóstoles” (Ef 2, 20), testigos escogidos y
enviados en misión por el propio Cristo ».51 También los Apóstoles
están en el fundamento de la Eucaristía, no porque el Sacramento no se
remonte a Cristo mismo, sino porque ha sido confiado a los Apóstoles por
Jesús y transmitido por ellos y sus sucesores hasta nosotros. La Iglesia
celebra la Eucaristía a lo largo de los siglos precisamente en
continuidad con la acción de los Apóstoles, obedientes al mandato del
Señor. El
segundo sentido de la apostolicidad de la Iglesia indicado por el
Catecismo es que « guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo
que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas
a los apóstoles ».52 También en este segundo sentido la
Eucaristía es apostólica, porque se celebra en conformidad con la fe
de los Apóstoles. En la historia bimilenaria del Pueblo de la nueva
Alianza, el Magisterio eclesiástico ha precisado en muchas ocasiones la
doctrina eucarística, incluso en lo que atañe a la exacta terminología,
precisamente para salvaguardar la fe apostólica en este Misterio excelso.
Esta fe permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure
así. 28.
En fin, la Iglesia es apostólica en el sentido de que « sigue siendo
enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de
Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el
colegio de los Obispos, a los que asisten los presbíteros, juntamente con
el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia ».53 La sucesión
de los Apóstoles en la misión pastoral conlleva necesariamente el
sacramento del Orden, es decir, la serie ininterrumpida que se remonta
hasta los orígenes, de ordenaciones episcopales válidas.54
Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y
pleno. La
Eucaristía expresa también este sentido de la apostolicidad. En efecto,
como enseña el Concilio Vaticano II, los fieles « participan en la
celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real »,55
pero es el sacerdote ordenado quien « realiza como representante de
Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el
pueblo ».56 Por eso se prescribe en el Misal Romano que
es únicamente el sacerdote quien pronuncia la plegaria eucarística,
mientras el pueblo de Dios se asocia a ella con fe y en silencio.57 29.
La expresión, usada repetidamente por el Concilio Vaticano II, según la
cual el sacerdote ordenado « realiza como representante de Cristo el
Sacrificio eucarístico »,58 estaba ya bien arraigada en la
enseñanza pontificia.59 Como he tenido ocasión de aclarar
en otra ocasión, in persona Christi « quiere decir más que “en
nombre”, o también, “en vez” de Cristo. In “persona”: es decir,
en la identificación específica, sacramental con el “sumo y eterno
Sacerdote”, que es el autor y el sujeto principal de su propio
sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie ».60
El ministerio de los sacerdotes, en virtud dal sacramento del Orden,
en la economía de salvación querida por Cristo, manifiesta que la
Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la
potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir
válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la
Última Cena. La
asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita
absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un
sacerdote ordenado que la presida. Por otra parte, la comunidad no está
capacitada para darse por sí sola el ministro ordenado. Éste es un don
que recibe a través de la sucesión episcopal que se remonta a los
Apóstoles. Es el Obispo quien establece un nuevo presbítero,
mediante el sacramento del Orden, otorgándole el poder de consagrar la
Eucaristía. Pues « el Misterio eucarístico no puede ser celebrado en
ninguna comunidad si no es por un sacerdote ordenado, como ha enseñado
expresamente el Concilio Lateranense IV.61 30.
Tanto esta doctrina de la Iglesia católica sobre el ministerio sacerdotal
en relación con la Eucaristía, como la referente al Sacrificio eucarístico,
han sido objeto en las últimas décadas de un provechoso diálogo en
el ámbito de la actividad ecuménica. Hemos de dar gracias a la
Santísima Trinidad porque, a este respecto, se han obtenido
significativos progresos y acercamientos, que nos hacen esperar en un
futuro en que se comparta plenamente la fe. Aún sigue siendo del todo válida
la observación del Concilio sobre las Comunidades eclesiales surgidas
en Occidente desde el siglo XVI en adelante y separadas de la Iglesia católica:
« Las Comunidades eclesiales separadas, aunque les falte la unidad plena
con nosotros que dimana del bautismo, y aunque creamos que, sobre todo
por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia
genuina e íntegra del Misterio eucarístico, sin embargo, al conmemorar
en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en
la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa
».62 Los
fieles católicos, por tanto, aun respetando las convicciones religiosas
de estos hermanos separados, deben abstenerse de participar en la
comunión distribuida en sus celebraciones, para no avalar una ambigüedad
sobre la naturaleza de la Eucaristía y, por consiguiente, faltar al deber
de dar un testimonio claro de la verdad. Eso retardaría el camino hacia
la plena unidad visible. De manera parecida, no se puede pensar en reemplazar
la santa Misa dominical con celebraciones ecuménicas de la Palabra o
con encuentros de oración en común con cristianos miembros de dichas
Comunidades eclesiales, o bien con la participación en su servicio
litúrgico. Estas celebraciones y encuentros, en sí mismos loables en
circunstancias oportunas, preparan a la deseada comunión total, incluso
eucarística, pero no pueden reemplazarla. El
hecho de que el poder de consagrar la Eucaristía haya sido confiado sólo
a los Obispos y a los presbíteros no significa menoscabo alguno para el
resto del Pueblo de Dios, puesto que la comunión del único cuerpo de
Cristo que es la Iglesia es un don que redunda en beneficio de todos. 31.
Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo
es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo,
nuestro Señor, reitero que la Eucaristía « es la principal y central razón
de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el
momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella ».63 Las
actividades pastorales del presbítero son múltiples. Si se piensa además
en las condiciones sociales y culturales del mundo actual, es fácil
entender lo sometido que está al peligro de la dispersión por el
gran número de tareas diferentes. El Concilio Vaticano II ha identificado
en la caridad pastoral el vínculo que da unidad a su vida y a sus
actividades. Ésta –añade el Concilio– « brota, sobre todo, del
sacrificio eucarístico que, por eso, es el centro y raíz de toda la vida
del presbítero ».64 Se entiende, pues, lo importante que es
para la vida espiritual del sacerdote, como para el bien de la Iglesia y
del mundo, que ponga en práctica la recomendación conciliar de
celebrar cotidianamente la Eucaristía, « la cual, aunque no puedan estar
presentes los fieles, es ciertamente una acción de Cristo y de la Iglesia
».65 De este modo, el sacerdote será capaz de sobreponerse
cada día a toda tensión dispersiva, encontrando en el Sacrificio eucarístico,
verdadero centro de su vida y de su ministerio, la energía espiritual
necesaria para afrontar los diversos quehaceres pastorales. Cada jornada
será así verdaderamente eucarística. Del
carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los
sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las
vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las
vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo
sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de
los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de
la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la
Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa
de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de
la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar
en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio. 32.
Toda esto demuestra lo doloroso y fuera de lo normal que resulta la
situación de una comunidad cristiana que, aún pudiendo ser, por número
y variedad de fieles, una parroquia, carece sin embargo de un sacerdote
que la guíe. En efecto, la parroquia es una comunidad de bautizados que
expresan y confirman su identidad principalmente por la celebración del
Sacrificio eucarístico. Pero esto requiere la presencia de un presbítero,
el único a quien compete ofrecer la Eucaristía in persona Christi.
Cuando la comunidad no tiene sacerdote, ciertamente se ha de paliar de
alguna manera, con el fin de que continúen las celebraciones dominicales
y, así, los religiosos y los laicos que animan la oración de sus
hermanos y hermanas ejercen de modo loable el sacerdocio común de todos
los fieles, basado en la gracia del Bautismo. Pero dichas soluciones han
de ser consideradas únicamente provisionales, mientras la comunidad está
a la espera de un sacerdote. El
hecho de que estas celebraciones sean incompletas desde el punto de vista
sacramental ha de impulsar ante todo a toda la comunidad a pedir con mayor
fervor que el Señor « envíe obreros a su mies » (Mt 9, 38); y
debe estimularla también a llevar a cabo una adecuada pastoral
vocacional, sin ceder a la tentación de buscar soluciones que comporten
una reducción de las cualidades morales y formativas requeridas para los
candidatos al sacerdocio. 33.
Cuando, por escasez de sacerdotes, se confía a fieles no ordenados una
participación en el cuidado pastoral de una parroquia, éstos han de
tener presente que, como enseña el Concilio Vaticano II, « no se
construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y
centro la celebración de la sagrada Eucaristía ».66 Por
tanto, considerarán como cometido suyo el mantener viva en la comunidad
una verdadera « hambre » de la Eucaristía, que lleve a no perder ocasión
alguna de tener la celebración de la Misa, incluso aprovechando la
presencia ocasional de un sacerdote que no esté impedido por el derecho
de la Iglesia para celebrarla.
CAPÍTULO
IV EUCARISTÍA Y COMUNIÓN ECLESIAL
34.
En 1985, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos reconoció
en la « eclesiología de comunión » la idea central y fundamental de
los documentos del Concilio Vaticano II.67 La Iglesia, mientras
peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto
la comunión con Dios trinitario como la comunión entre los fieles. Para
ello, cuenta con la Palabra y los Sacramentos, sobre todo la Eucaristía,
de la cual « vive y se desarrolla sin cesar »,68 y en la
cual, al mismo tiempo, se expresa a sí misma. No es casualidad que el término
comunión se haya convertido en uno de los nombres específicos de
este sublime Sacramento. La
Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los
Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre,
mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu
Santo. Un insigne escritor de la tradición bizantina expresó esta verdad
con agudeza de fe: en la Eucaristía, « con preferencia respecto a los
otros sacramentos, el misterio [de la comunión] es tan perfecto que
conduce a la cúspide de todos los bienes: en ella culmina todo deseo
humano, porque aquí llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión
más perfecta ».69 Precisamente por eso, es conveniente
cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico.
De aquí ha nacido la práctica de la « comunión espiritual »,
felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por
Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: «
Cuando [...] no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar
espiritualmente, que es de grandísimo provecho [...], que es mucho lo que
se imprime el amor ansí deste Señor ».70 35.
La celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser el punto de
partida de la comunión, que la presupone previamente, para
consolidarla y llevarla a perfección. El Sacramento expresa este vínculo
de comunión, sea en la dimensión invisible que, en Cristo y
por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros, sea
en la dimensión visible, que implica la comunión en la
doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico.
La íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de la
comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como sacramento de
salvación.71 Sólo en este contexto tiene lugar la celebración
legítima de la Eucaristía y la verdadera participación en la misma.
Por tanto, resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se
celebre en la comunión y, concretamente, en la integridad de todos sus
vínculos. 36.
La comunión invisible, aun siendo por naturaleza un crecimiento, supone
la vida de gracia, por medio de la cual se nos hace « partícipes de la
naturaleza divina » (2 Pe 1, 4), así como la práctica de las
virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, sólo de
este modo se obtiene verdadera comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la gracia
santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia
con el « cuerpo » y con el « corazón »; 72 es decir, hace
falta, por decirlo con palabras de san Pablo, « la fe que actúa por la
caridad » (Ga 5, 6). La
integridad de los vínculos invisibles es un deber moral bien preciso del
cristiano que quiera participar plenamente en la Eucaristía comulgando el
cuerpo y la sangre de Cristo. El mismo Apóstol llama la atención sobre
este deber con la advertencia: « Examínese, pues, cada cual, y coma así
el pan y beba de la copa » (1 Co 11, 28). San Juan Crisóstomo,
con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los fieles: « También yo
alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a
esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto,
en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos
mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo ».73 Precisamente
en este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica establece: «
Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el
sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar ».74
Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la
Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la
severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir
dignamente la Eucaristía, « debe preceder la confesión de los pecados,
cuando uno es consciente de pecado mortal ».75 37.
La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente
vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio
redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de
ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta
personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de
Corinto: « En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! »
(2 Co 5, 20). Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un
pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante
el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena
participación en el Sacrificio eucarístico. El
juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al
interesado, tratándose de una valoración de conciencia. No obstante,
en los casos de un comportamiento ex- terno grave, abierta y establemente
contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen
orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse
indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se
refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la
admisión a la comunión eucarística a los que « obstinadamente
persistan en un manifiesto pecado grave ».76 38.
La comunión eclesial, como antes he recordado, es también visible
y se manifiesta en los lazos vinculantes enumerados por el Concilio
mismo cuando enseña: « Están plenamente incorporados a la sociedad que
es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente
su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y
están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por
medio del Sumo Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos de la
profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la
comunión ».77 La
Eucaristía, siendo la suprema manifestación sacramental de la comunión
en la Iglesia, exige que se celebre en un contexto de integridad de
los vínculos, incluso externos, de comunión. De modo especial, por
ser « como la consumación de la vida espiritual y la finalidad de
todos los sacramentos »,78 requiere que los lazos de la comunión
en los sacramentos sean reales, particularmente en el Bautismo y en el
Orden sacerdotal. No se puede dar la comunión a una persona no
bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico.
Cristo es la verdad y da testimonio de la verdad (cf. Jn 14, 6;
18, 37); el Sacramento de su cuerpo y su sangre no permite ficciones. 39.
Además, por el carácter mismo de la comunión eclesial y de la relación
que tiene con ella el sacramento de la Eucaristía, se debe recordar que
« el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad
particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad: ésta, en
efecto, recibiendo la presencia eucarística del Señor, recibe el don
completo de la salvación, y se manifiesta así, a pesar de su permanente
particularidad visible, como imagen y verdadera presencia de la Iglesia
una, santa, católica y apostólica ».79 De esto se deriva que
una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma,
como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con
todas las demás comunidades católicas. La
comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio
Obispo y con el Romano Pontífice. En efecto, el Obispo es el
principio visible y el fundamento de la unidad en su Iglesia particular.80
Sería, por tanto, una gran incongruencia que el Sacramento por excelencia
de la unidad de la Iglesia fuera celebrado sin una verdadera comunión con
el Obispo. San Ignacio de Antioquía escribía: « se considere segura la
Eucaristía que se realiza bajo el Obispo o quien él haya encargado ».81
Asimismo, puesto que « el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es
el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los
obispos como de la muchedumbre de los fieles »,82 la comunión
con él es una exigencia intrínseca de la celebración del Sacrificio
eucarístico. De aquí la gran verdad expresada de varios modos en la
Liturgia: « Toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no
sólo con el propio obispo sino también con el Papa, con el orden
episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida
celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con
Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como en el caso
de las Iglesias cristianas separadas de Roma ».83 40.
La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. San Pablo
escribía a los fieles de Corinto manifestando el gran contraste de sus
divisiones en las asambleas eucarísticas con lo que estaban celebrando,
la Cena del Señor. Consecuentemente, el Apóstol les invitaba a
reflexionar sobre la verdadera realidad de la Eucaristía con el fin de
hacerlos volver al espíritu de comunión fraterna (cf. 1 Co 11,
17-34). San Agustín se hizo eco de esta exigencia de manera elocuente
cuando, al recordar las palabras del Apóstol: « vosotros sois el cuerpo
de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte » (1 Co 12, 27),
observaba: « Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre
la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís
el misterio que sois vosotros ».84 Y, de esta constatación,
concluía: « Cristo el Señor [...] consagró en su mesa el misterio de
nuestra paz y unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no posee el
vínculo de la paz, no recibe un misterio para provecho propio, sino un
testimonio contra sí ».85 41.
Esta peculiar eficacia para promover la comunión, propia de la Eucaristía,
es uno de los motivos de la importancia de la Misa dominical. Sobre ella y
sobre las razones por las que es fundamental para la vida de la Iglesia y
de cada uno de los fieles, me he ocupado en la Carta apostólica sobre la
santificación del domingo Dies
Domini,86 recordando, además, que participar en la
Misa es una obligación para los fieles, a menos que no tengan un
impedimento grave, lo que impone a los Pastores el correspondiente deber
de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir este precepto.87
Más recientemente, en la Carta apostólica Novo
millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la Iglesia a
comienzos del tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la
Eucaristía dominical, subrayando su eficacia creadora de comunión:
Ella –decía– « es el lugar privilegiado donde la comunión es
anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la
participación eucarística, el día del Señor se convierte también
en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera
eficaz su papel de sacramento de unidad ».88 42.
La salvaguardia y promoción de la comunión eclesial es una tarea de
todos los fieles, que encuentran en la Eucaristía, como sacramento de
la unidad de la Iglesia, un campo de especial aplicación. Más en
concreto, este cometido atañe con particular responsabilidad a los
Pastores de la Iglesia, cada uno en el propio grado y según el propio
oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia ha dado normas que se
orientan a favorecer la participación frecuente y fructuosa de los
fieles en la Mesa eucarística y, al mismo tiempo, a determinar las condiciones
objetivas en las que no debe administrar la comunión. El esmero en
procurar una fiel observancia de dichas normas se convierte en expresión
efectiva de amor hacia la Eucaristía y hacia la Iglesia. 43.
Al considerar la Eucaristía como Sacramento de la comunión eclesial, hay
un argumento que, por su importancia, no puede omitirse: me refiero a
su relación con el compromiso ecuménico. Todos nosotros hemos de
agradecer a la Santísima Trinidad que, en estas últimas décadas,
muchos fieles en todas las partes del mundo se hayan sentido atraídos por
el deseo ardiente de la unidad entre todos los cristianos. El Concilio
Vaticano II, al comienzo del Decreto sobre el ecumenismo, reconoce en
ello un don especial de Dios.89 Ha sido una gracia eficaz, que
ha hecho emprender el camino del ecumenismo tanto a los hijos de la
Iglesia católica como a nuestros hermanos de las otras Iglesias y
Comunidades eclesiales. La
aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a dirigir la mirada a la
Eucaristía, que es el supremo Sacramento de la unidad del Pueblo de
Dios, al ser su expresión apropiada y su fuente insuperable.90
En la celebración del Sacrificio eucarístico la Iglesia eleva su
plegaria a Dios, Padre de misericordia, para que conceda a sus hijos la
plenitud del Espíritu Santo, de modo que lleguen a ser en Cristo un sólo
un cuerpo y un sólo espíritu.91 Presentando esta súplica al
Padre de la luz, de quien proviene « toda dádiva buena y todo don perfecto
» (St 1, 17), la Iglesia cree en su eficacia, pues ora en unión
con Cristo, su cabeza y esposo, que hace suya la súplica de la esposa uniéndola
a la de su sacrificio redentor. 44.
Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la Eucaristía realiza
mediante el sacrificio y la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor,
exige inderogablemente la completa comunión en los vínculos de la profesión
de fe, de los sacramentos y del gobierno eclesiástico, no es posible
concelebrar la misma liturgia eucarística hasta que no se restablezca
la integridad de dichos vínculos. Una concelebración sin estas
condiciones no sería un medio válido, y podría revelarse más bien
un obstáculo a la consecución de la plena comunión, encubriendo el
sentido de la distancia que queda hasta llegar a la meta e introduciendo o
respaldando ambigüedades sobre una u otra verdad de fe. El camino hacia
la plena unidad no puede hacerse si no es en la verdad. En este punto,
la prohibición contenida en la ley de la Iglesia no deja espacio a
incertidumbres,92 en obediencia a la norma moral proclamada por
el Concilio Vaticano II.93 De
todos modos, quisiera reiterar lo que añadía en la Carta encíclica Ut
unum sint, tras haber afirmado la imposibilidad de compartir la
Eucaristía: « Sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos
la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común,
una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada
vez más “con un mismo corazón” ».94 45.
Si en ningún caso es legítima la concelebración si falta la plena
comunión, no ocurre lo mismo con respecto a la administración de la
Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas
pertenecientes a Iglesias o a Comunidades eclesiales que no están en
plena comunión con la Iglesia católica. En efecto, en este caso el
objetivo es satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación
eterna de los fieles, singularmente considerados, pero no realizar una
intercomunión, que no es posible mientras no se hayan restablecido
del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial. En
este sentido se orientó el Concilio Vaticano II, fijando el
comportamiento que se ha de tener con los Orientales que, encontrándose
de buena fe separados de la Iglesia católica, están bien dispuestos y
piden espontáneamente recibir la eucaristía del ministro católico.95
Este modo de actuar ha sido ratificado después por ambos Códigos, en los
que también se contempla, con las oportunas adaptaciones, el caso de
los otros cristianos no orientales que no están en plena comunión con
la Iglesia católica.96 46.
En la Encíclica Ut
unum sint, yo mismo he manifestado aprecio por esta normativa, que
permite atender a la salvación de las almas con el discernimiento
oportuno: « Es motivo de alegría recordar que los ministros católicos
pueden, en determinados casos particulares, administrar los sacramentos de
la Eucaristía, de la Penitencia, de la Unción de enfermos a otros
cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero
que desean vivamente recibirlos, los piden libremente, y manifiestan la fe
que la Iglesia católica confiesa en estos Sacramentos. Recíprocamente,
en determinados casos y por circunstancias particulares, también los
católicos pueden solicitar los mismos Sacramentos a los ministros de
aquellas Iglesias en que sean válidos ».97 Es
necesario fijarse bien en estas condiciones, que son inderogables, aún
tratándose de casos particulares y determinados, puesto que el
rechazo de una o más verdades de fe sobre estos sacramentos y, entre
ellas, lo referente a la necesidad del sacerdocio ministerial para que
sean válidos, hace que el solicitante no esté debidamente dispuesto
para que le sean legítimamente administrados. Y también a la inversa, un
fiel católico no puede comulgar en una comunidad que carece del válido
sacramento del Orden.98 La
fiel observancia del conjunto de las normas establecidas en esta materia99
es manifestación y, al mismo tiempo, garantía de amor, sea a
Jesucristo en el Santísimo Sacramento, sea a los hermanos de otra confesión
cristiana, a los que se les debe el testimonio de la verdad, como también
a la causa misma de la promoción de la unidad.
CAPÍTULO
V DECORO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
47.
Quien lee el relato de la institución eucarística en los Evangelios sinópticos
queda impresionado por la sencillez y, al mismo tiempo, la « gravedad »,
con la cual Jesús, la tarde de la Última Cena, instituye el gran
Sacramento. Hay un episodio que, en cierto sentido, hace de preludio: la
unción de Betania. Una mujer, que Juan identifica con María, hermana
de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso,
provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26,
8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de protesta, como si
este gesto fuera un « derroche » intolerable, considerando las
exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente.
Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se
han de dedicar siempre los discípulos –« pobres tendréis siempre
con vosotros » (Mt 26, 11; Mc 14, 7; cf. Jn 12,
8)–, Él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura,
y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su
cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente
unido al misterio de su persona. En
los Evangelios sinópticos, el relato continúa con el encargo que Jesús
da a los discípulos de preparar cuidadosamente la « sala grande
», necesaria para celebrar la cena pascual (cf. Mc 14, 15;
Lc 22, 12), y con la narración de la institución de la Eucaristía.
Dejando entrever, al menos en parte, el esquema de los ritos hebreos
de la cena pascual hasta el canto del Hallel (cf. Mt 26, 30; Mc
14, 26), el relato, aún con las variantes de las diversas tradiciones,
muestra de manera tan concisa como solemne las palabras pronunciadas por
Cristo sobre el pan y sobre el vino, asumidos por Él como expresión
concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Todos estos
detalles son recordados por los evangelistas a la luz de una praxis de la
« fracción del pan » bien consolidada ya en la Iglesia primitiva. Pero
el acontecimiento del Jueves Santo, desde la historia misma que Jesús
vivió, deja ver los rasgos de una « sensibilidad » litúrgica,
articulada sobre la tradición veterotestamentaria y preparada para
remodelarse en la celebración cristiana, en sintonía con el nuevo
contenido de la Pascua. 48.
Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo
de « derrochar », dedicando sus mejores recursos para expresar su
reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No
menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la «
sala grande », la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los
siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto
digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en
continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la
herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para
expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo
divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de
todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por
todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles.
Aunque la lógica del « convite » inspire familiaridad, la Iglesia
no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta « cordialidad »
con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el « banquete
» sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial,
marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete eucarístico
es verdaderamente un banquete « sagrado », en el que la sencillez de
los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: « O Sacrum
convivium, in quo Christus sumitur! » El pan que se parte en nuestros
altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las
sendas del mundo, es « panis angelorum », pan de los ángeles,
al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión
del Evangelio: « Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo » (Mt
8, 8; Lc 7, 6). 49.
En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la
fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la
historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción,
sino también a través de una serie de expresiones externas,
orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se
celebra. De aquí nace el proceso que ha llevado progresivamente a
establecer una especial reglamentación de la liturgia eucarística,
en el respeto de las diversas tradiciones eclesiales legítimamente
constituidas. También sobre esta base se ha ido creando un rico
patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música,
dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía,
directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración. Así
ha ocurrido, por ejemplo, con la arquitectura, que, de las primeras sedes
eucarísticas en las « domus » de las familias cristianas, ha
dado paso, en cuanto el contexto histórico lo ha permitido, a las
solemnes basílicas de los primeros siglos, a las imponentes catedrales
de la Edad Media, hasta las iglesias, pequeñas o grandes, que han
constelado poco a poco las tierras donde ha llegado el cristianismo. Las
formas de los altares y tabernáculos se han desarrollado dentro de los
espacios de las sedes litúrgicas siguiendo en cada caso, no sólo motivos
de inspiración estética, sino también las exigencias de una apropiada
comprensión del Misterio. Igualmente se puede decir de la música
sacra, y basta pensar para ello en las inspiradas melodías
gregorianas y en los numerosos, y a menudo insignes, autores que se han
afirmado con los textos litúrgicos de la Santa Misa. Y, ¿acaso no se
observa una enorme cantidad de producciones artísticas, desde el
fruto de una buena artesanía hasta verdaderas obras de arte, en el sector
de los objetos y ornamentos utilizados para la celebración eucarística? Se
puede decir así que la Eucaristía, a la vez que ha plasmado la Iglesia y
la espiritualidad, ha tenido una fuerte incidencia en la « cultura »,
especialmente en el ámbito estético. 50.
En este esfuerzo de adoración del Misterio, desde el punto de vista
ritual y estético, los cristianos de Occidente y de Oriente, en cierto
sentido, se han hecho mutuamente la « competencia ». ¿Cómo no dar
gracias al Señor, en particular, por la contribución que al arte
cristiano han dado las grandes obras arquitectónicas y pictóricas de la
tradición greco-bizantina y de todo el ámbito geográfico y cultural
eslavo? En Oriente, el arte sagrado ha conservado un sentido especialmente
intenso del misterio, impulsando a los artistas a concebir su afán de
producir belleza, no sólo como manifestación de su propio genio, sino
también como auténtico servicio a la fe. Yendo mucho más allá
de la mera habilidad técnica, han sabido abrirse con docilidad al soplo
del Espíritu de Dios. El
esplendor de la arquitectura y de los mosaicos en el Oriente y Occidente
cristianos son un patrimonio universal de los creyentes, y llevan en sí
mismos una esperanza y una prenda, diría, de la deseada plenitud de
comunión en la fe y en la celebración. Eso supone y exige, como en la célebre
pintura de la Trinidad de Rublëv, una Iglesia profundamente « eucarística
» en la cual, la acción de compartir el misterio de Cristo en el pan
partido está como inmersa en la inefable unidad de las tres Personas
divinas, haciendo de la Iglesia misma un « icono » de la Trinidad. En
esta perspectiva de un arte orientado a expresar en todos sus elementos el
sentido de la Eucaristía según la enseñanza de la Iglesia, es preciso
prestar suma atención a las normas que regulan la construcción y
decoración de los edificios sagrados. La Iglesia ha dejado
siempre a los artistas un amplio margen creativo, como demuestra la
historia y yo mismo he subrayado en la Carta a los artistas.100
Pero el arte sagrado ha de distinguirse por su capacidad de expresar
adecuadamente el Misterio, tomado en la plenitud de la fe de la Iglesia
y según las indicaciones pastorales oportunamente expresadas por la
autoridad competente. Ésta es una consideración que vale tanto para
las artes figurativas como para la música sacra. 51.
A propósito del arte sagrado y la disciplina litúrgica, lo que se ha
producido en tierras de antigua cristianización está ocurriendo también
en los continentes donde el cristianismo es más joven. Este fenómeno
ha sido objeto de atención por parte del Concilio Vaticano II al tratar
sobre la exigencia de una sana y, al mismo tiempo, obligada « inculturación
». En mis numerosos viajes pastorales he tenido oportunidad de observar
en todas las partes del mundo cuánta vitalidad puede despertar la
celebración eucarística en contacto con las formas, los estilos y las
sensibilidades de las diversas culturas. Adaptándose a las mudables
condiciones de tiempo y espacio, la Eucaristía ofrece alimento, no
solamente a las personas, sino a los pueblos mismos, plasmando culturas
cristianamente inspiradas. No
obstante, es necesario que este importante trabajo de adaptación se lleve
a cabo siendo conscientes siempre del inefable Misterio, con el cual
cada generación está llamada confrontarse. El « tesoro » es demasiado
grande y precioso como para arriesgarse a que se empobrezca o hipoteque
por experimentos o prácticas llevadas a cabo sin una atenta comprobación
por parte de las autoridades eclesiásticas competentes. Además, la
centralidad del Misterio eucarístico es de una magnitud tal que requiere
una verificación realizada en estrecha relación con la Santa Sede.
Como escribí en la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in
Asia, « esa colaboración es esencial, porque la sagrada liturgia
expresa y celebra la única fe profesada por todos y, dado que constituye
la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por las Iglesias
locales aisladas de la Iglesia universal ».101 52.
De todo lo dicho se comprende la gran responsabilidad que en la celebración
eucarística tienen principalmente los sacerdotes, a quienes compete
presidirla in persona Christi, dando un testimonio y un servicio de
comunión, no sólo a la comunidad que participa directamente en la
celebración, sino también a la Iglesia universal, a la cual la Eucaristía
hace siempre referencia. Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a
partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un
malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan
faltado abusos, que para muchos han sido causa de malestar. Una cierta
reacción al « formalismo » ha llevado a algunos, especialmente en
ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las « formas »
adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su Magisterio,
y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo
inconvenientes. Por
tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para
que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la
celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica
eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La
liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de
la comunidad en que se celebran los Misterios. El apóstol Pablo tuvo que
dirigir duras palabras a la comunidad de Corinto a causa de faltas graves
en su celebración eucarística, que llevaron a divisiones (skísmata)
y a la formación de facciones (airéseis) (cf. 1 Co 11,
17-34). También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas
debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la
Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la
Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las
normas litúrgicas y la comunidad que se adecúa a ellas, demuestran
de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia. Precisamente
para reforzar este sentido profundo de las normas litúrgicas, he
solicitado a los Dicasterios competentes de la Curia Romana que preparen
un documento más específico, incluso con rasgos de carácter jurídico,
sobre este tema de gran importancia. A nadie le está permitido infravalorar
el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que
alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no
respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.
CAPÍTULO
VI EN LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER «EUCARÍSTICA»
53.
Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une
Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de
la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium
Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra
en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios
de la luz también la institución de la Eucaristía.102
Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento
porque tiene una relación profunda con él. A
primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la
institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se
sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, « concordes en la
oración » (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida
después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia
suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los
fieles de la primera generación cristiana, asiduos « en la fracción
del pan » (Hch 2, 42). Pero,
más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación
de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de
su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su
vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también
en su relación con este santísimo Misterio. 54.
Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que
supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro
abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía
en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena,
en cumplimiento de su mandato: « ¡Haced esto en conmemoración mía! »,
se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a
obedecerle sin titubeos: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5).
Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece
decirnos: « no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue
capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan
y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este
misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida”
». 55.
En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes
incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber
ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La
Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al
mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la
anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y
su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente
en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo
y la sangre del Señor. Hay,
pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por
María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia
cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien
concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios »
(cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el
Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios
e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las
especies del pan y del vino. «
Feliz la que ha creído » (Lc 1, 45): María ha anticipado también
en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia.
Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se
convierte de algún modo en « tabernáculo » –el primer « tabernáculo
» de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos
de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando »
su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de
María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo
en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de
inspirarse cada comunión eucarística? 56.
María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario,
hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando
llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para presentarle al Señor
» (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño
sería « señal de contradicción » y también que una « espada »
traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así
el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el «
stabat Mater » de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día
para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada
» se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y
ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se
manifestará después, en el período postpascual, en su participación en
la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como «
memorial » de la pasión. ¿Cómo
imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan,
Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: « Éste
es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22, 19)? Aquel
cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales,
¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía
significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón
que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había
experimentado en primera persona al pie de la Cruz. 57.
« Haced esto en recuerdo mío » (Lc 22, 19). En el « memorial »
del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su
pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también
con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo
predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: « !He aquí a tu
hijo¡ ». Igualmente dice también a todos nosotros: « ¡He aquí a tu
madre! » (cf. Jn 19, 26.27). Vivir
en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también
recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a
ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa
asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo,
aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está
presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras
celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un
binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía.
Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime,
ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente. 58.
En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su
sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se
puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística.
La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo
alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama « mi alma engrandece
al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador », lleva a Jesús en
su seno. Alaba al Padre « por » Jesús, pero también lo alaba « en »
Jesús y « con » Jesús. Esto es precisamente la verdadera « actitud
eucarística ». Al
mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la
historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf.
Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora.
En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica
de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la « pobreza
» de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el
germen de la nueva historia, en la que se « derriba del trono a los
poderosos » y se « enaltece a los humildes » (cf. Lc 1, 52). María
canta el « cielo nuevo » y la « tierra nueva » que se anticipan en
la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático.
Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada
nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad.
¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María,
toda ella un magnificat!
CONCLUSIÓN
59.
« Ave, verum corpus natum de Maria Virgine! ». Hace pocos años
he celebrado el cincuentenario de mi sacerdocio. Hoy experimento la gracia
de ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía, en el Jueves
Santo de mi vigésimo quinto año de ministerio petrino. Lo hago
con el corazón henchido de gratitud. Desde hace más de medio siglo, cada
día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera
Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia,
mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto
modo, el tiempo y el espacio se han « concentrado » y se ha
representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su
misteriosa « contemporaneidad ». Cada día, mi fe ha podido reconocer
en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso
al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y
el corazón a la esperanza (cf. Lc 24, 3.35). Dejadme,
mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra
compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima
Eucaristía. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in
cruce pro homine! ». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda
del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Misterio
grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de
nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros
sentidos –« visus, tactus, gustus in te fallitur », se dice en
el himno Adoro te devote–, pero nos basta sólo la fe, enraizada
en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido.
Dejadme que, como Pedro al final del discurso eucarístico en el Evangelio
de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre
de todos vosotros: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes
palabras de vida eterna » (Jn 6, 68). 60.
En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia,
estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso.
Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no
se trata de « inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de
siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en
definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para
vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su
perfeccionamiento en la Jerusalén celeste ».103 La realización
de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la
Eucaristía. Todo
compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la
Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del
Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a
su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio
redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo,
tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos
la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia? 61.
El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete –no
consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en
su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con
Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística
fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia
y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica;
pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por
el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente
estructurada. La
vía que la Iglesia recorre en estos primeros años del tercer milenio es
también la de un renovado compromiso ecuménico. Los últimos
decenios del segundo milenio, culminados en el Gran Jubileo, nos han llevado
en esa dirección, llamando a todos los bautizados a corresponder a la
oración de Jesús « ut unum sint » (Jn 17, 11). Es un
camino largo, plagado de obstáculos que superan la capacidad humana; pero
tenemos la Eucaristía y, ante ella, podemos sentir en lo profundo del
corazón, como dirigidas a nosotros, las mismas palabras que oyó el
profeta Elías: « Levántate y come, porque el camino es demasiado largo
para ti » (1 Re 19, 7). El tesoro eucarístico que el Señor ha
puesto a nuestra disposición nos alienta hacia la meta de compartirlo
plenamente con todos los hermanos con quienes nos une el mismo Bautismo.
Sin embargo, para no desperdiciar dicho tesoro se han de respetar las
exigencias que se derivan de ser Sacramento de comunión en la fe y en la
sucesión apostólica. Al
dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en
no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente
conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición
incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad
cristiana celosa en custodiar este « tesoro ». Impulsada por el amor,
la Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones
cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el
Misterio eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de
este Misterio, porque « en este Sacramento se resume todo el misterio de
nuestra salvación ».104 62.
Sigamos, queridos hermanos y hermanas, la enseñanza de los Santos,
grandes intérpretes de la verdadera piedad eucarística. Con ellos la
teología de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de la experiencia
vivida, nos « contagia » y, por así decir, nos « enciende ».Pongámonos,
sobre todo, a la escucha de María Santísima, en quien el
Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro, como
misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la fuerza
trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo
renovado por el amor. Al contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo
vemos un resquicio del « cielo nuevo » y de la « tierra nueva » que
se abrirán ante nuestros ojos con la segunda venida de Cristo. La
Eucaristía es ya aquí, en la tierra, su prenda y, en cierto modo, su
anticipación: « Veni, Domine Iesu! » (Ap 22, 20). En
el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su
sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático
y nos convierte en testigos de esperanza para todos. Si ante este Misterio
la razón experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la
gracia del Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose
en la adoración y en un amor sin límites. Hagamos
nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al
mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que
nuestro ánimo se abra también en esperanza a la contemplación de la
meta, a la cual aspira el corazón, sediento como está de alegría y de
paz: « Bone pastor, panis vere, “Buen pastor, pan verdadero, Tú que todo lo sabes y puedes, Roma, junto a San Pedro, 17 de abril, Jueves Santo,
del año 2003, vigésimo
quinto de mi Pontificado y Año del Rosario. IOANNES PAULUS II 1Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11. 2Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum
Ordinis,
sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5. 3Cf.
Carta ap. Rosarium Virginis Mariae (16 octubre 2002), 21: AAS
95 (2003), 19. 4Éste
es el título que he querido dar a un testimonio autobiográfico con ocasión
del quincuagésimo aniversario de mi sacerdocio. 5Leonis
XXIII Acta(1903),
115-136. 6AAS
39
(1947), 521-595. 7AAS
57
(1965), 753-774. 8AAS
72
(1980), 113-148. 9Cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 47: «
Salvator noster [...] Sacrificium Eucharisticum Corporis et Sanguinis sui
instituit, quo Sacrificium Crucis in saecula, donec veniret,
perpetuaret... ». 10Catecismo
de la Iglesia Católica,
1085. 11Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 3. 12Cf.
Pablo VI, El « credo » del Pueblo de Dios (30 junio 1968), 24:
AAS 60 (1968), 442; Juan Pablo II, Carta ap. Dominicae Cenae
(24 febrero 1980), 9: AAS 72 (1980). 13Catecismo
de la Iglesia Católica,
1382. 14Catecismo
de la Iglesia Católica,
1367. 15Homilías
sobre la carta a los Hebreos,
17, 3: PG 63, 131. 16Cf.
Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XXII, Doctrina de ss. Missae sacrificio,
cap. 2: DS 1743: « En efecto, se trata de una sola e idéntica víctima
y el mismo Jesús la ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, Él
que un día se ofreció a sí mismo en la cruz: sólo es diverso el modo
de ofrecerse ». 17Cf.
Pío XII, Carta enc. Mediator Dei (20 noviembre 1947): AAS 39
(1947), 548. 18Carta
enc. Redemptor hominis (15 marzo 1979), 20: AAS 71 (1979),
310. 19Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11. 20De
sacramentis,
V, 4, 26: CSEL 73, 70. 21Sobre
el Evangelio de Juan,
XII, 20: PG 74, 726. 22Carta.
enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965),
764. 23Ses.
XIII, Decr. de ss. Eucharistia, cap. 4: DS 1642. 24Catequesis mistagógicas, IV, 6: SCh 126, 138. 25Cf.Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum,
sobre la divina revelación, 8. 26El
« credo » del Pueblo de Dios
(30 junio 1968), 25: AAS 60 (1968), 442-443. 27Homilía
IV para la Semana Santa: CSCO 413/
Syr. 182, 55. 28Anáfora. 29Plegaria
Eucarística III. 30Solemnidad
del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, antífona al Magnificat
de las II Vísperas. 31Misal
Romano,
Embolismo después del Padre nuestro. 32Carta
a los Efesios,
20: PG 5, 661. 33Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 39. 34«
¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo
encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con
lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque
el mismo que dijo: “esto es mi cuerpo”, y con su palabra llevó a
realidad lo que decía, afirmó también: “Tuve hambre y no me disteis
de comer”, y más adelante: “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de
estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer” [...].¿De
qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo
Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo
que te sobre, adornarás la mesa de Cristo »: San Juan Crisóstomo,
Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58, 508-509;
cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987): AAS 80 (1988), 553-556. 35Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 3. 36Ibíd. 37Conc.
Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la
Iglesia, 5. 38«
Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Ésta
es la sangre de la Alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas
estas palabras” » (Ex 24, 8). 39Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 1. 40Cf.
ibíd., n. 9. 41Cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los
presbíteros, 5. El mismo Decreto dice en el n. 6: « No se construye
ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene su raíz y centro en la
celebración de la sagrada Eucaristía ». 42Homilías
sobre la 1 Carta a los Corintios,
24, 2: PG 61, 200; cf. Didaché, IX, 5: F.X. Funk, I, 22;
San Cipriano, Ep. LXIII, 13: PL 4, 384. 43PO
26, 206. 44Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 1. 45Cf.
Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XIII, Decretum de ss. Eucharistia,
can. 4: DS 1654. 46Cf.
Rituale Romanum: De sacra communione et de cultu mysterii eucharistici
extra Missam, 36 (n. 80). 47Cf.
ibíd., 38-39 (nn. 86-90). 48Carta
ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 32: AAS 93
(2001), 288. 49«
Durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo
Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo con el máximo
honor en las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita
es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo
Nuestro Señor, allí presente »: Pablo VI, Carta enc. Mysterium fidei
(3 septiembre 1965): AAS 57 (1965), 771. 50Visite
al SS. Sacramento ed a Maria Santissima, Introduzione: Opere ascetiche, IV, Avelino 2000, 295. 51N.
857. 52Ibíd.
53Ibíd.
54Cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale
(6 agosto 1983), III.2: AAS 75 (1983), 1005. 55Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 10. 56Ibíd. 57Cf. Institutio generalis: Editio typica
tertia, n. 147. 58Cf. Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 10 y 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el
ministerio y vida de los presbíteros, 2. 59«
El ministro del altar actúa en la persona de Cristo en cuanto cabeza, que
ofrece en nombre de todos los miembros »: Pío XII, Carta enc. Mediator
Dei 20 noviembre 1947: AAS 39 (1947), 556; cf. Pío X, Exhort.
ap. Haerent animo (4 agosto 1908): Pii X Acta, IV, 16; Carta
enc. Ad catholici sacerdotii (20 diciembre 1935): AAS 28
(1936), 20. 60Carta
ap. Dominicae Cenae, 24 febrero 1980, 8: AAS 72 (1980),
128-129. 61Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale (6 agosto
1983), III. 4: AAS 75 (1983), 1006; cf. Conc. Ecum. Lateranense IV,
cap. 1. Const. sobre la fe católica Firmiter credimus: DS
802. 62Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis
redintegratio,
sobre el ecumenismo, 22. 63Carta
ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 2: AAS 72 (1980),
115. 64Decr.
Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros
14. 65Ibíd.,
13; cf. Código de Derecho Canónico, can. 904; Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, can. 378. 66Decr.
Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros,
6. 67Cf.
Relación final, II. C.1: L'Osservatore Romano (10 diciembre 1985),
7. 68Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 26. 69Nicolás
Cabasilas, La vida en Cristo, IV, 10: Sch 355, 270. 70Camino
de perfección,
c. 35, 1. 71Cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28
mayo 1992), 4: AAS 85 (1993), 839-840. 72Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 14. 73Homilías
sobre Isaías6,
3: PG 56, 139. 74N.
1385; cf. Código de Derecho Canónico, can. 916; Código de los
Cánones de las Iglesias Orientales, can. 711. 75Discurso
a la Sacra Penitenciaría Apostólica y a los penitenciarios de las Basílicas
Patriarcales romanas (30 enero 1981): AAS 73 (1981), 203. Cf. Conc.
Ecum. Tridentino, Ses. XIII, Decretum de ss. Eucharistia, cap. 7 et can. 11: DS 1647, 1661. 76Can.915;
cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 712. 77Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 14. 78Santo
Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 73, a. 3c. 79Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo 1992),
11: AAS 85 (1993), 844. 80Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 23. 81Carta
a los Esmirniotas,
8: PG 5, 713. 82Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 23. 83Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo 1992),
14: AAS 85 (1993), 847. 84Sermón
272:
PL 38, 1247. 85Ibíd.,
1248. 86Cf. nn. 31-51: AAS 90 (1998), 731-746. 87Cf.
ibíd., nn. 48-49: AAS 90 (1998), 744. 88N.
36: AAS 93 (2001), 291-292. 89Cf.Decr.
Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 1. 90Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 11. 91«
Haz que nosotros, que participamos al único pan y al único cáliz,
estemos unidos con los otros en la comunión del único Espíritu Santo
»: Anáfora de la Liturgia de san Basilio. 92Cf.
Código de Derecho Canónico, can. 908; Código de los Cánones de
las Iglesias Orientales, can. 702; Consejo Pontificio para la Promoción
de la Unidad de los Cristianos, Directorio para el ecumenismo (25
marzo 1993), 122-125, 129-131: AAS 85 (1993), 1086-1089; Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta Ad exsequendam (18 mayo 2001): AAS
93 (2001), 786. 93«
La comunicación en las cosas sagradas que daña a la unidad de la Iglesia
o lleva consigo adhesión formal al error o peligro de desviación en la
fe, de escándalo o indiferentismo, está prohibido por la ley divina »:
Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas,
26. 94N.
45: AAS 87 (1995), 948. 95Cf.
Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas,
27. 96Cf.
Código de Derecho Canónico, can. 844 §§ 3-4; Código de los
Cánones de las Iglesias Orientales, can. 671 §§ 3-4. 97N.
46: AAS 87 (1995), 948. 98Cf.Conc.
Ecum. Vat. II, Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 22. 99Cf.
Código de Derecho Canónico, can. 844; Código de los Cánones de
las Iglesias Orientales, can. 671. 100Cf.
AAS 91 (1999), 1155-1172. 101N.
22: AAS 92 (2000), 485. 102Cf.
n. 21: AAS 95 (2003), 20. 103N.
29: AAS 93 (2001), 285. 104Santo
Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 83, a. 4 c.
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