EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA POSTSINODAL
SACRAMENTUM CARITATIS
DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
AL EPISCOPADO, AL CLERO,
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA EUCARISTÍA
FUENTE Y CULMEN DE LA VIDA
Y DE LA MISIÓN DE LA IGLESIA
ÍNDICE
Introducción
Alimento de la verdad
Desarrollo del rito eucarístico
Sínodo de los Obispos y Año de la Eucaristía
Objeto de la presente Exhortación
PRIMERA PARTE
EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE CREER
La
fe eucarística de la Iglesia
Santísima
Trinidad y Eucaristía
El pan que baja del cielo
Don gratuito de la Santísima Trinidad
Eucaristía:
Jesús, el verdadero Cordero inmolado
La nueva y eterna alianza en la
sangre del Cordero
Institución de la Eucaristía
Figura transit in veritatem
El
Espíritu Santo y la Eucaristía
Jesús y el Espíritu Santo
Espíritu Santo y Celebración eucarística
Eucaristía
e Iglesia
Eucaristía, principio causal de
la Iglesia
Eucaristía y comunión eclesial
Eucaristía
y Sacramentos
Sacramentalidad de la Iglesia
I.
Eucaristía e iniciación cristiana
Eucaristía, plenitud de la
iniciación cristiana
Orden de los sacramentos de la iniciación
Iniciación, comunidad eclesial y familia
II.
Eucaristía y sacramento de la Reconciliación
Su relación intrínseca
Algunas observaciones pastorales
III.
Eucaristía y Unción de los enfermos
IV.
Eucaristía y sacramento del Orden
In persona Christi capitis
Eucaristía y celibato sacerdotal
Escasez de clero y pastoral vocacional
Gratitud y esperanza
V.
Eucaristía y Matrimonio
Eucaristía, sacramento esponsal
Eucaristía y unidad del matrimonio
Eucaristía e indisolubilidad del matrimonio
Eucaristía
y escatología
Eucaristía: don al hombre en
camino
El banquete escatológico
Oración por los difuntos
Eucaristía
y la Virgen María
SEGUNDA
PARTE
EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE CELEBRAR
Lex orandi y lex
credendi
Belleza y liturgia
La
Celebración eucarística, obra del «Christus totus»
Christus totus in capite et
in corpore
Eucaristía y Cristo resucitado
Ars
celebrandi
El Obispo, liturgo por
excelencia
Respeto de los libros litúrgicos y de la riqueza de los signos
El arte al servicio de la celebración
El canto litúrgico
Estructura
de la celebración eucarística
Unidad intrínseca de la acción
litúrgica
Liturgia de la Palabra
Homilía
Presentación de las ofrendas
Plegaria eucarística
Rito de la paz
Distribución y recepción de la eucaristía
Despedida: « Ite, missa est »
Actuosa
participatio
Auténtica participación
Participación y ministerio sacerdotal
Celebración eucarística e inculturación
Condiciones personales para una « actuosa participatio »
Participación de los cristianos no católicos
Participación a través de los medios de comunicación social
«Actuosa participatio» de los enfermos
Atención a los presos
Los emigrantes y su participación en la Eucaristía
Las grandes concelebraciones
Lengua latina
Celebraciones eucarísticas en pequeños grupos
La
celebración participada interiormente
Catequesis mistagógica
Veneración de la Eucaristía
Adoración
y piedad eucarística
Relación intrínseca entre
celebración y adoración
Práctica de la adoración eucarística
Formas de devoción eucarística
Lugar del sagrario en la iglesia
TERCERA PARTE
EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE VIVIR
Forma
eucarística de la vida cristiana
El culto espiritual – logiké
latreía (Rm 12,1)
Eficacia integradora del culto eucarístico
«Iuxta dominicam viventes» – Vivir según el
domingo
Vivir el precepto dominical
Sentido del descanso y del trabajo
Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote
Una forma eucarística de la existencia cristiana, la
pertenencia eclesial
Espiritualidad y cultura eucarística
Eucaristía y evangelización de las culturas
Eucaristía y fieles laicos
Eucaristía y espiritualidad sacerdotal
Eucaristía y vida consagrada
Eucaristía y transformación moral
Coherencia eucarística
Eucaristía,
misterio que se ha de anunciar
Eucaristía y misión
Eucaristía y testimonio
Jesucristo, único Salvador
Libertad de culto
Eucaristía,
misterio que se ha de ofrecer al mundo
Eucaristía: pan partido para la
vida del mundo
Implicaciones sociales del Misterio eucarístico
El alimento de la verdad y la indigencia del hombre
Doctrina social de la Iglesia
Santificación del mundo y salvaguardia de la creación [
Utilidad de un Compendio eucarístico
Conclusión
INTRODUCCIÓN
1.Sacramento de la caridad,[1]
la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí
mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En
este admirable Sacramento se manifiesta el amor « más grande »,
aquel que impulsa a « dar la vida por los propios amigos » (cf.
Jn 15,13). En efecto, Jesús « los amó hasta el extremo » (Jn
13,1). Con esta expresión, el evangelista presenta el gesto de
infinita humildad de Jesús: antes de morir por nosotros en la
cruz, ciñéndose una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del
mismo modo, en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos
« hasta el extremo », hasta el don de su cuerpo y de su sangre.
¡Qué emoción debió embargar el corazón de los Apóstoles ante
los gestos y palabras del Señor durante aquella Cena! ¡Qué
admiración ha de suscitar también en nuestro corazón el
Misterio eucarístico!
Alimento de la verdad
2. En el Sacramento del altar, el
Señor viene al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza
de Dios (cf. Gn 1,27), acompañándole en su camino. En
efecto, en este Sacramento el Señor se hace comida para el hombre
hambriento de verdad y libertad. Puesto que sólo la verdad nos
hace auténticamente libres (cf. Jn 8,36), Cristo se
convierte para nosotros en alimento de la Verdad. San Agustín,
con un penetrante conocimiento de la realidad humana, puso de
relieve cómo el hombre se mueve espontáneamente, y no por coacción,
cuando se encuentra ante algo que lo atrae y le despierta el
deseo. Así pues, al preguntarse sobre lo que puede mover al
hombre por encima de todo y en lo más íntimo, el santo obispo
exclama: « ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad? ».[2]
En efecto, todo hombre lleva en sí mismo el deseo indeleble de la
verdad última y definitiva. Por eso, el Señor Jesús, « el
camino, la verdad y la vida » (Jn 14,6), se dirige al
corazón anhelante del hombre, que se siente peregrino y sediento,
al corazón que suspira por la fuente de la vida, al corazón que
mendiga la Verdad. En efecto, Jesucristo es la Verdad en Persona,
que atrae el mundo hacia sí. « Jesús es la estrella polar de la
libertad humana: sin él pierde su orientación, puesto que sin el
conocimiento de la verdad, la libertad se desnaturaliza, se aísla
y se reduce a arbitrio estéril. Con él, la libertad se
reencuentra ».[3] En
particular, Jesús nos enseña en el sacramento de la Eucaristía
la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Ésta
es la verdad evangélica que interesa a cada hombre y a todo el
hombre. Por eso la Iglesia, cuyo centro vital es la Eucaristía,
se compromete constantemente a anunciar a todos, « a tiempo y a
destiempo » (2 Tm 4,2) que Dios es amor.[4]
Precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la
Verdad, la Iglesia se dirige al hombre, invitándolo a acoger
libremente el don de Dios.
Desarrollo del rito eucarístico
3. Al observar la historia
bimilenaria de la Iglesia de Dios, guiada por la sabia acción del
Espíritu Santo, admiramos llenos de gratitud cómo se han
desarrollado ordenadamente en el tiempo las formas rituales con
que conmemoramos el acontecimiento de nuestra salvación. Desde
las diversas modalidades de los primeros siglos, que resplandecen
aún en los ritos de las antiguas Iglesias de Oriente, hasta la
difusión del rito romano; desde las indicaciones claras del
Concilio de Trento y del Misal de san Pío V hasta la renovación
litúrgica establecida por el Concilio Vaticano II: en cada etapa
de la historia de la Iglesia, la celebración eucarística, como
fuente y culmen de su vida y misión, resplandece en el rito litúrgico
con toda su riqueza multiforme. La XI Asamblea General Ordinaria
del Sínodo de los Obispos, celebrada del 2 al 23 de octubre de
2005 en el Vaticano, ha manifestado un profundo agradecimiento a
Dios por esta historia, reconociendo en ella la guía del Espíritu
Santo. En particular, los Padres sinodales han constatado y
reafirmado el influjo benéfico que ha tenido para la vida de la
Iglesia la reforma litúrgica puesta en marcha a partir del
Concilio Ecuménico Vaticano II.[5]
El Sínodo de los Obispos ha tenido la posibilidad de valorar cómo
ha sido su recepción después de la cumbre conciliar. Los juicios
positivos han sido muy numerosos. Se han constatado también las
dificultades y algunos abusos cometidos, pero que no oscurecen el
valor y la validez de la renovación litúrgica, la cual tiene aún
riquezas no descubiertas del todo. En concreto, se trata de leer
los cambios indicados por el Concilio dentro de la unidad que
caracteriza el desarrollo histórico del rito mismo, sin
introducir rupturas artificiosas.[6]
Sínodo de los Obispos y Año
de la Eucaristía
4. Además, se ha de poner de
relieve la relación del reciente Sínodo de los Obispos sobre la
Eucaristía con lo ocurrido en los últimos años en la vida de la
Iglesia. Ante todo, hemos de pensar en el Gran Jubileo de 2000,
con el cual mi querido Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo
II, ha introducido la Iglesia en el tercer milenio cristiano. El Año
Jubilar se ha caracterizado indudablemente por un fuerte sentido
eucarístico. No se puede olvidar que el Sínodo de los Obispos ha
estado precedido, y en cierto sentido también preparado, por el Año
de la Eucaristía, establecido con gran amplitud de miras por Juan
Pablo II para toda la Iglesia. Dicho Año, iniciado con el
Congreso Eucarístico Internacional de Guadalajara (México), en
octubre de 2004, se concluyó el 23 de octubre de 2005, al final
de la XI Asamblea Sinodal, con la canonización de cinco Beatos
que se han distinguido especialmente por la piedad eucarística:
el Obispo Józef Bilczewski, los presbíteros Cayetano Catanoso,
Segismundo Gorazdowski, Alberto Hurtado Cruchaga y el religioso
capuchino Félix de Nicosia. Gracias a las enseñanzas expuestas
por Juan Pablo II en la Carta apostólica Mane
nobiscum Domine,[7]
y a las valiosas sugerencias de la Congregación para el Culto
Divino y la Disciplina de los Sacramentos,[8]
las diócesis y las diversas entidades eclesiales han emprendido
numerosas iniciativas para despertar y acrecentar en los creyentes
la fe eucarística, para mejorar la dignidad de las celebraciones
y promover la adoración eucarística, así como para animar una
solidaridad efectiva que, partiendo de la Eucaristía, llegara a
los pobres. Finalmente, es necesario mencionar la importancia de
la última Encíclica de mi venerado Predecesor, Ecclesia
de Eucharistia,[9]
con la que nos ha dejado una segura referencia magisterial sobre
la doctrina eucarística y un último testimonio del lugar central
que este divino Sacramento tenía en su vida.
Objeto de la presente
Exhortación
5. Esta Exhortación apostólica
postsinodal se propone retomar la riqueza multiforme de
reflexiones y propuestas surgidas en la reciente Asamblea General
del Sínodo de los Obispos —desde los Lineamenta hasta
las Propositiones, incluyendo el Instrumentum laboris,
las Relationes ante et post disceptationem, las
intervenciones de los Padres sinodales, de los auditores y
de los hermanos delegados—, con la intención de explicitar
algunas líneas fundamentales de acción orientadas a suscitar en
la Iglesia nuevo impulso y fervor por la Eucaristía. Consciente
del vasto patrimonio doctrinal y disciplinar acumulado a través
de los siglos sobre este Sacramento,[10]
en el presente documento deseo sobre todo recomendar, teniendo en
cuenta el voto de los Padres sinodales,[11]
que el pueblo cristiano profundice en la relación entre el
Misterio eucarístico, el acto litúrgico y el nuevo
culto espiritual que se deriva de la Eucaristía como
sacramento de la caridad. En esta perspectiva, deseo
relacionar la presente Exhortación con mi primera Carta encíclica
Deus
caritas est, en la que he hablado varias veces del
sacramento de la Eucaristía para subrayar su relación con el
amor cristiano, tanto respecto a Dios como al prójimo: « el Dios
encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el
agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía:
en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para
seguir actuando en nosotros y por nosotros ».[12]
PRIMERA PARTE
EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE CREER
«Éste es el trabajo que
Dios quiere:
que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29)
La
fe eucarística de la Iglesia
6. « Este es el Misterio de la
fe ». Con esta expresión, pronunciada inmediatamente después
de las palabras de la consagración, el sacerdote proclama el
misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión
sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor
Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana. En
efecto, la Eucaristía es « misterio de la fe » por excelencia:
« es el compendio y la suma de nuestra fe ».[13]
La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta
de modo particular en la mesa de la Eucaristía. La fe y los
sacramentos son dos aspectos complementarios de la vida eclesial.
La fe que suscita el anuncio de la Palabra de Dios se alimenta y
crece en el encuentro de gracia con el Señor resucitado que se
produce en los sacramentos: « La fe se expresa en el rito y el
rito refuerza y fortalece la fe ».[14]
Por eso, el Sacramento del altar está siempre en el centro de la
vida eclesial; « gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace
siempre de nuevo ».[15]
Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto
más profunda es su participación en la vida eclesial a través
de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a
sus discípulos. La historia misma de la Iglesia es testigo de
ello. Toda gran reforma está vinculada de algún modo al
redescubrimiento de la fe en la presencia eucarística del Señor
en medio de su pueblo.
Santísima
Trinidad y Eucaristía
El pan que baja del cielo
7. La primera realidad de la fe
eucarística es el misterio mismo de Dios, el amor trinitario. En
el diálogo de Jesús con Nicodemo encontramos una expresión
iluminadora a este respecto: « Tanto amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que
creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a
su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se
salve por él » (Jn 3,16-17). Estas palabras muestran la
raíz última del don de Dios. En la Eucaristía, Jesús no da «
algo », sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre.
Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de
este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado
por nosotros. En el Evangelio escuchamos también a Jesús que,
después de haber dado de comer a la multitud con la multiplicación
de los panes y los peces, dice a sus interlocutores que lo habían
seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm: « Es mi Padre el que os
da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que
baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6,32-33); y
llega a identificarse él mismo, la propia carne y la propia
sangre, con ese pan: « Yo soy el pan vivo que ha bajado del
cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que
yo daré es mi carne, para la vida del mundo » (Jn 6,51).
Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno
da a los hombres.
Don gratuito de la Santísima
Trinidad
8. En la Eucaristía se revela el
designio de amor que guía toda la historia de la salvación (cf.
Ef 1,10; 3,8-11). En ella, el Deus Trinitas, que en sí
mismo es amor (cf. 1 Jn 4,7-8), se une plenamente a nuestra
condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia
Cristo se nos entrega en la cena pascual (cf. Lc 22,14-20;
1 Co 11,23-26), nos llega toda la vida divina y se comparte
con nosotros en la forma del Sacramento. Dios es comunión
perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ya
en la creación, el hombre fue llamado a compartir en cierta
medida el aliento vital de Dios (cf. Gn 2,7). Pero es en
Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo
que se nos da sin medida (cf. Jn 3,34), donde nos
convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina.[16]
Jesucristo, pues, « que, en virtud del Espíritu eterno, se ha
ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha » (Hb 9,14),
nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico. Se trata
de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas
de Dios, cumplidas por encima de toda medida. La Iglesia, con
obediencia fiel, acoge, celebra y adora este don. El « misterio
de la fe » es misterio del amor trinitario, en el cual, por
gracia, estamos llamados a participar. Por tanto, también
nosotros hemos de exclamar con san Agustín: « Ves la Trinidad si
ves el amor ».[17]
Eucaristía:
Jesús,
el verdadero Cordero inmolado
La nueva y eterna alianza en
la sangre del Cordero
9. La misión para la que Jesús
vino a nosotros llega a su cumplimiento en el Misterio pascual.
Desde lo alto de la cruz, donde atrae todo hacia sí (cf. Jn
12,32), antes de « entregar el espíritu » dice: « Todo está
cumplido » (Jn 19,30). En el misterio de su obediencia
hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), se ha
cumplido la nueva y eterna alianza. La libertad de Dios y la
libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne
crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También
el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo
de Dios (cf. Hb 7,27; 1 Jn 2,2; 4,10). Como he
tenido ya oportunidad de decir: « En su muerte en la cruz se
realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar
nueva vida al hombre y salvarlo: esto es el amor en su forma más
radical ».[18] En el
Misterio pascual se ha realizado verdaderamente nuestra liberación
del mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía, Jesús
mismo habló de la « nueva y eterna alianza », estipulada en su
sangre derramada (cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc
22,20). Esta meta última de su misión era ya bastante evidente
al comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas del
Jordán Juan Bautista ve venir a Jesús, exclama: « Éste es el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo » (Jn 1,19).
Es significativo que la misma expresión se repita cada vez que
celebramos la santa Misa, con la invitación del sacerdote para
acercarse a comulgar: « Éste es el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor
». Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha
ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros,
realizando así la nueva y eterna alianza. La Eucaristía contiene
en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada
celebración.[19]
Institución de la Eucaristía
10. De este modo llegamos a
reflexionar sobre la institución de la Eucaristía en la última
Cena. Sucedió en el contexto de una cena ritual con la que se
conmemoraba el acontecimiento fundamental del pueblo de Israel: la
liberación de la esclavitud de Egipto. Esta cena ritual,
relacionada con la inmolación de los corderos (Ex 12,1-
28.43-51), era conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo,
también memoria profética, es decir, anuncio de una liberación
futura. En efecto, el pueblo había experimentado que aquella
liberación no había sido definitiva, puesto que su historia
estaba todavía demasiado marcada por la esclavitud y el pecado.
El memorial de la antigua liberación se abría así a la súplica
y a la esperanza de una salvación más profunda, radical,
universal y definitiva. Éste es el contexto en el cual Jesús
introduce la novedad de su don. En la oración de alabanza, la
Berakah, da gracias al Padre no sólo por los grandes
acontecimientos de la historia pasada, sino también por la propia
« exaltación ». Al instituir el sacramento de la Eucaristía,
Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria
de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el
verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre
desde la creación del mundo, como se lee en la primera Carta
de San Pedro (cf. 1,18-20). Situando en este contexto su don,
Jesús manifiesta el sentido salvador de su muerte y resurrección,
misterio que se convierte en el factor renovador de la historia y
de todo el cosmos. En efecto, la institución de la Eucaristía
muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta y absurda, se ha
transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación
definitiva del mal para la humanidad.
Figura transit in veritatem
11. De este modo Jesús inserta su
novum radical dentro de la antigua cena sacrificial judía.
Para nosotros los cristianos, ya no es necesario repetir aquella
cena. Como dicen con precisión los Padres, figura transit in
veritatem: lo que anunciaba realidades futuras, ahora ha dado
paso a la verdad misma. El antiguo rito ya se ha cumplido y ha
sido superado definitivamente por el don de amor del Hijo de Dios
encarnado. El alimento de la verdad, Cristo inmolado por nosotros,
dat... figuris terminum.[20]
Con el mandato « Haced esto en conmemoración mía » (cf.
Lc 22,19; 1 Co 11,25), nos pide corresponder a su don y
representarlo sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con
estas palabras, por decirlo así, la esperanza de que su Iglesia,
nacida de su sacrificio, acoja este don, desarrollando bajo la guía
del Espíritu Santo la forma litúrgica del Sacramento. En efecto,
el memorial de su total entrega no consiste en la simple repetición
de la última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir,
en la novedad radical del culto cristiano. Jesús nos ha
encomendado así la tarea de participar en su « hora ». « La
Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No
recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino
que nos implicamos en la dinámica de su entrega ».[21])
Él « nos atrae hacia sí ».[22]
La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su
sangre introduce en la creación el principio de un cambio
radical, como una forma de « fisión nuclear », por usar una
imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más
íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de
transformación de la realidad, cuyo término último será la
transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será
todo para todos (cf. 1 Co 15,28).
El
Espíritu Santo y la Eucaristía
Jesús y el Espíritu Santo
12. Con su palabra, y con el pan y
el vino, el Señor mismo nos ha ofrecido los elementos esenciales
del culto nuevo. La Iglesia, su Esposa, está llamada a celebrar día
tras día el banquete eucarístico en conmemoración suya.
Introduce así el sacrificio redentor de su Esposo en la historia
de los hombres y lo hace presente sacramentalmente en todas las
culturas. Este gran misterio se celebra en las formas litúrgicas
que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, desarrolla en el
tiempo y en los diversos lugares.[23]
A este propósito es necesario despertar en nosotros la conciencia
del papel decisivo que desempeña el Espíritu Santo en el
desarrollo de la forma litúrgica y en la profundización de los
divinos misterios. El Paráclito, primer don para los creyentes,[24]
que actúa ya en la creación (cf. Gn 1,2), está
plenamente presente en toda la vida del Verbo encarnado; en
efecto, Jesucristo fue concebido por la Virgen María por obra del
Espíritu Santo (cf. Mt 1,18; Lc 1,35); al comienzo
de su misión pública, a orillas del Jordán, lo ve bajar sobre sí
en forma de paloma (cf. Mt 3,16 y par.); en este mismo Espíritu
actúa, habla y se llena de gozo (cf. Lc 10,21), y por Él
se ofrece a sí mismo (cf. Hb 9,14). En los llamados «
discursos de despedida » recopilados por Juan, Jesús establece
una clara relación entre el don de su vida en el misterio pascual
y el don del Espíritu a los suyos (cf. Jn 16,7). Una vez
resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él
infunde el Espíritu (cf. Jn 20,22), haciendo a los suyos
partícipes de su propia misión (cf. Jn 20,21). Será el
Espíritu quien enseñe después a los discípulos todas las cosas
y les recuerde todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14,26),
porque corresponde a Él, como Espíritu de la verdad (cf. Jn
15,26), guiarlos hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13).
En el relato de los Hechos, el Espíritu desciende sobre
los Apóstoles reunidos en oración con María el día de
Pentecostés (cf. 2,1-4), y los anima a la misión de anunciar a
todos los pueblos la buena noticia. Por tanto, Cristo mismo, en
virtud de la acción del Espíritu, está presente y operante en
su Iglesia, desde su centro vital que es la Eucaristía.
Espíritu Santo y Celebración
eucarística
13. En este horizonte se comprende
el papel decisivo del Espíritu Santo en la Celebración eucarística
y, en particular, en lo que se refiere a la transustanciación.
Todo ello está bien documentado en los Padres de la Iglesia. San
Cirilo de Jerusalén, en sus Catequesis, recuerda que
nosotros « invocamos a Dios misericordioso para que mande su
Santo Espíritu sobre las ofrendas que están ante nosotros, para
que Él convierta el pan en cuerpo de Cristo y el vino en sangre
de Cristo. Lo que toca el Espíritu Santo es santificado y
transformado totalmente ».[25]
También san Juan Crisóstomo hace notar que el sacerdote invoca
el Espíritu Santo cuando celebra el Sacrificio[26]:
como Elías —dice—, el ministro invoca el Espíritu Santo para
que, « descendiendo la gracia sobre la víctima, se enciendan por
ella las almas de todos ».[27]
Es muy necesario para la vida espiritual de los fieles que tomen más
clara conciencia de la riqueza de la anáfora: junto con las
palabras pronunciadas por Cristo en la última Cena, contiene la
epíclesis, como invocación al Padre para que haga descender el
don del Espíritu a fin de que el pan y el vino se conviertan en
el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y para que « toda la
comunidad sea cada vez más cuerpo de Cristo ».[28]
El Espíritu, que invoca el celebrante sobre los dones del pan y
el vino puestos sobre el altar, es el mismo que reúne a los
fieles « en un sólo cuerpo », haciendo de ellos una oferta
espiritual agradable al Padre.[29]
Eucaristía
e Iglesia
Eucaristía, principio
causal de la Iglesia
14. Por el Sacramento eucarístico
Jesús incorpora a los fieles a su propia « hora »; de este modo
nos muestra la unión que ha querido establecer entre Él y
nosotros, entre su persona y la Iglesia. En efecto, Cristo mismo,
en el sacrificio de la cruz, ha engendrado a la Iglesia como su
esposa y su cuerpo. Los Padres de la Iglesia han meditado mucho
sobre la relación entre el origen de Eva del costado de Adán
mientras dormía (cf. Gn 2,21-23) y de la nueva Eva, la
Iglesia, del costado abierto de Cristo, sumido en el sueño de la
muerte: del costado traspasado, dice Juan, salió sangre y agua
(cf. Jn 19,34), símbolo de los sacramentos.[30]
Contemplar « al que atravesaron » (Jn 19,37) nos lleva a
considerar la unión causal entre el sacrificio de Cristo, la
Eucaristía y la Iglesia. En efecto, la Iglesia « vive de la
Eucaristía ».[31]
Ya que en ella se hace presente el sacrificio redentor de Cristo,
se tiene que reconocer ante todo que « hay un influjo causal de
la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia ».[32]
La Eucaristía es Cristo que se nos entrega, edificándonos
continuamente como su cuerpo. Por tanto, en la sugestiva correlación
entre la Eucaristía que edifica la Iglesia y la Iglesia que hace
a su vez la Eucaristía,[33]
la primera afirmación expresa la causa primaria: la Iglesia puede
celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía
precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella
en el sacrificio de la Cruz. La posibilidad que tiene la Iglesia
de « hacer » la Eucaristía tiene su raíz en la donación que
Cristo le ha hecho de sí mismo. Descubrimos también aquí un
aspecto elocuente de la fórmula de san Juan: « Él nos ha amado
primero » (1Jn 4,19). Así, también nosotros confesamos
en cada celebración la primacía del don de Cristo. En
definitiva, el influjo causal de la Eucaristía en el origen de la
Iglesia revela la precedencia no sólo cronológica sino también
ontológica del habernos « amado primero ». Él es quien
eternamente nos ama primero.
Eucaristía y comunión
eclesial
15. La Eucaristía es, pues,
constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia. Por eso la antigüedad
cristiana designó con las mismas palabras Corpus Christi el
Cuerpo nacido de la Virgen María, el Cuerpo eucarístico y el
Cuerpo eclesial de Cristo.[34]
Este dato, muy presente en la tradición, ayuda a aumentar en
nosotros la conciencia de que no se puede separar a Cristo de la
Iglesia. El Señor Jesús, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio
por nosotros, anunció eficazmente en su donación el misterio de
la Iglesia. Es significativo que en la segunda plegaria eucarística,
al invocar al Paráclito, se formule de este modo la oración por
la unidad de la Iglesia: « que el Espíritu Santo congregue en
la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo
». Este pasaje permite comprender bien que la res del
Sacramento eucarístico incluye la unidad de los fieles en la
comunión eclesial. La Eucaristía se muestra así en las raíces
de la Iglesia como misterio de comunión.[35]
Ya en su Encíclica Ecclesia
de Eucharistia, el siervo de Dios Juan Pablo II llamó la
atención sobre la relación entre Eucaristía y communio.
Se refirió al memorial de Cristo como la « suprema manifestación
sacramental de la comunión en la Iglesia ».[36]
La unidad de la comunión eclesial se revela concretamente en las
comunidades cristianas y se renueva en el acto eucarístico que
las une y las diferencia en Iglesias particulares, « in quibus
et ex quibus una et unica Ecclesia catholica exsistit ».[37]
Precisamente la realidad de la única Eucaristía que se celebra
en cada diócesis en torno al propio Obispo nos permite comprender
cómo las mismas Iglesias particulares subsisten in y ex
Ecclesia. En efecto, « la unicidad e indivisibilidad del
Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad de su Cuerpo místico,
que es la Iglesia una e indivisible. Desde el centro eucarístico
surge la necesaria apertura de cada comunidad celebrante, de cada
Iglesia particular: del dejarse atraer por los brazos abiertos del
Señor se sigue la inserción en su Cuerpo, único e indiviso ».[38]
Por este motivo, en la celebración de la Eucaristía cada fiel se
encuentra en su Iglesia, es decir, en la Iglesia de Cristo.
En esta perspectiva eucarística, comprendida adecuadamente, la
comunión eclesial se revela una realidad católica por su propia
naturaleza.[39]
Subrayar esta raíz eucarística de la comunión eclesial puede
contribuir también eficazmente al diálogo ecuménico con las
Iglesias y con las Comunidades eclesiales que no están en plena
comunión con la Sede de Pedro. En efecto, la Eucaristía
establece objetivamente un fuerte vínculo de unidad entre la
Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas que han conservado la
auténtica e íntegra naturaleza del misterio de la Eucaristía.
Al mismo tiempo, el relieve dado al carácter eclesial de la
Eucaristía puede convertirse también en elemento privilegiado en
el diálogo con las Comunidades nacidas de la Reforma.[40]
Eucaristía
y sacramentos
Sacramentalidad de la
Iglesia
16. El Concilio Vaticano II recordó
que « los demás sacramentos, como también todos los ministerios
eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía
y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene
todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo,
nuestra Pascua y Pan vivo que, por su carne vivificada y
vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres.. Así,
los hombres son invitados y llevados a ofrecerse a sí mismos, sus
trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo ».[41]
Esta relación íntima de la Eucaristía con los otros sacramentos
y con la existencia cristiana se comprende en su raíz cuando se
contempla el misterio de la Iglesia como sacramento.[42]
A este propósito, el Concilio Vaticano II afirma que « La
Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de
la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano ».[43] Ella,
como dice san Cipriano, en cuanto « pueblo convocado por el
unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo »,[44]
es sacramento de la comunión trinitaria.
El hecho de que la Iglesia sea «
sacramento universal de salvación »[45]
muestra cómo la « economía » sacramental determina en último
término el modo cómo Cristo, único Salvador, mediante el Espíritu
llega a nuestra existencia en sus circunstancias específicas. La
Iglesia se recibe y al mismo tiempo se expresa en
los siete sacramentos, mediante los cuales la gracia de Dios
influye concretamente en los fieles para que toda su vida,
redimida por Cristo, se convierta en culto agradable a Dios. En
esta perspectiva, deseo subrayar aquí algunos elementos, señalados
por los Padres sinodales, que pueden ayudar a comprender la relación
de todos los sacramentos con el misterio eucarístico.
I. Eucaristía
e iniciación cristiana
Eucaristía, plenitud de la
iniciación cristiana
17. Puesto que la Eucaristía es
verdaderamente fuente y culmen de la vida y de la misión de la
Iglesia, el camino de iniciación cristiana tiene como punto de
referencia la posibilidad de acceder a este sacramento. A este
respecto, como han dicho los Padres sinodales, hemos de
preguntarnos si en nuestras comunidades cristianas se percibe de
manera suficiente el estrecho vínculo que hay entre el Bautismo,
la Confirmación y la Eucaristía.[46]
En efecto, nunca debemos olvidar que somos bautizados y
confirmados en orden a la Eucaristía. Esto requiere el esfuerzo
de favorecer en la acción pastoral una comprensión más unitaria
del proceso de iniciación cristiana. El sacramento del Bautismo,
mediante el cual nos configuramos con Cristo,[47]
nos incorporamos a la Iglesia y nos convertimos en hijos de Dios,
es la puerta para todos los sacramentos. Con él se nos integra en
el único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,13), pueblo
sacerdotal. Sin embargo, la participación en el Sacrificio eucarístico
perfecciona en nosotros lo que nos ha sido dado en el Bautismo.
Los dones del Espíritu se dan también para la edificación del
Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12) y para un mayor testimonio
evangélico en el mundo.[48]
Así pues, la santísima Eucaristía lleva la iniciación
cristiana a su plenitud y es como el centro y el fin de toda la
vida sacramental.[49]
Orden de los sacramentos de
la iniciación
18. A este respeto es necesario
prestar atención al tema del orden de los Sacramentos de la
iniciación. En la Iglesia hay tradiciones diferentes. Esta
diversidad se manifiesta claramente en las costumbres eclesiales
de Oriente,[50] y en
la misma praxis occidental por lo que se refiere a la iniciación
de los adultos,[51] a
diferencia de la de los niños.[52]
Sin embargo, no se trata propiamente de diferencias de orden dogmático,
sino de carácter pastoral. Concretamente, es necesario verificar
qué praxis puede efectivamente ayudar mejor a los fieles a poner
de relieve el sacramento de la Eucaristía como aquello a lo que
tiende toda la iniciación. En estrecha colaboración con los
competentes Dicasterios de la Curia Romana, las Conferencias
Episcopales han de verificar la eficacia de los actuales procesos
de iniciación, para ayudar cada vez más al cristiano a madurar
con la acción educadora de nuestras comunidades, y a asumir en su
vida una impronta auténticamente eucarística, que le haga capaz
de dar razón de su propia esperanza de modo adecuado en nuestra
época (cf. 1 P 3,15).
Iniciación, comunidad
eclesial y familia
19. Se ha de tener siempre
presente que toda la iniciación cristiana es un camino de
conversión, que se debe recorrer con la ayuda de Dios y en
constante referencia a la comunidad eclesial, ya sea cuando es el
adulto mismo quien solicita entrar en la Iglesia, como ocurre en
los lugares de primera evangelización y en muchas zonas
secularizadas, o bien cuando son los padres los que piden los
Sacramentos para sus hijos. A este respecto, deseo llamar la
atención de modo especial sobre la relación que hay entre
iniciación cristiana y familia. En la acción pastoral se tiene
que asociar siempre la familia cristiana al itinerario de iniciación.
Recibir el Bautismo, la Confirmación y acercarse por primera vez
a la Eucaristía, son momentos decisivos no sólo para la persona
que los recibe sino también para toda la familia, la cual ha de
ser ayudada en su tarea educativa por la comunidad eclesial, con
la participación de sus diversos miembros.[53]
Quisiera subrayar aquí la importancia de la primera Comunión.
Para muchos fieles este día queda grabado en la memoria, con razón,
como el primer momento en que, aunque de modo todavía inicial, se
percibe la importancia del encuentro personal con Jesús. La
pastoral parroquial debe valorar adecuadamente esta ocasión tan
significativa.
II. Eucaristía
y sacramento de la Reconciliación
Su relación intrínseca
20. Los Padres sinodales han
afirmado que el amor a la Eucaristía lleva también a apreciar
cada vez más el sacramento de la Reconciliación.[54]
Debido a la relación entre estos sacramentos, una auténtica
catequesis sobre el sentido de la Eucaristía no puede separarse
de la propuesta de un camino penitencial (cf. 1 Co 11,27-29).
Efectivamente, como se constata en la actualidad, los fieles se
encuentran inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido
del pecado,[55]
favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la
necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a
la Comunión sacramental.[56]
En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también
una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor mismo
de Dios. Ayuda mucho a los fieles recordar aquellos elementos que,
dentro del rito de la santa Misa, expresan la conciencia del
propio pecado y al mismo tiempo la misericordia de Dios.[57]
Además, la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación
nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente
individual; siempre comporta también una herida para la comunión
eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo. Por esto
la Reconciliación, como dijeron los Padres de la Iglesia, es
laboriosus quidam baptismus,[58]
subrayando de esta manera que el resultado del camino de conversión
supone el restablecimiento de la plena comunión eclesial,
expresada al acercarse de nuevo a la Eucaristía.[59]
Algunas observaciones
pastorales
21. El Sínodo ha recordado que es
cometido pastoral del Obispo promover en su propia diócesis una
firme recuperación de la pedagogía de la conversión que nace de
la Eucaristía, y fomentar entre los fieles la confesión
frecuente. Todos los sacerdotes deben dedicarse con generosidad,
empeño y competencia a la administración del sacramento de la
Reconciliación.[60]
A este propósito, se debe procurar que los confesionarios de
nuestras iglesias estén bien visibles y sean expresión del
significado de este Sacramento. Pido a los Pastores que vigilen
atentamente sobre la celebración del sacramento de la
Reconciliación, limitando la praxis de la absolución general
exclusivamente a los casos previstos,[61]
siendo la celebración personal la única forma ordinaria.[62]
Frente a la necesidad de redescubrir el perdón sacramental, debe
haber siempre un Penitenciario [63]
en todas las diócesis. En fin, una praxis equilibrada y profunda
de la indulgencia, obtenida para sí o para los difuntos,
puede ser una ayuda válida para una nueva toma de conciencia de
la relación entre Eucaristía y Reconciliación. Con la
indulgencia se gana « la remisión ante Dios de la pena temporal
por los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa ».[64]
El recurso a las indulgencias nos ayuda a comprender que sólo con
nuestras fuerzas no podremos reparar el mal realizado y que los
pecados de cada uno dañan a toda la comunidad; por otra parte, la
práctica de la indulgencia, que, además de la doctrina de los méritos
infinitos de Cristo, implica la de la comunión de los santos,
enseña « la íntima unión con que estamos vinculados a Cristo,
y la gran importancia que tiene para los demás la vida
sobrenatural de cada uno ».[65]
Esta práctica de la indulgencia puede ayudar eficazmente a los
fieles en el camino de conversión y a descubrir el carácter
central de la Eucaristía en la vida cristiana, ya que las
condiciones que prevé su misma forma incluye el acercarse a la
confesión y a la comunión sacramental.
III. Eucaristía
y Unción de los enfermos
22. Jesús no solamente envió a
sus discípulos a curar a los enfermos (cf. Mt 10,8; Lc 9,2;
10,9), sino que instituyó también para ellos un sacramento específico:
la Unción de los enfermos.[66]
La Carta de Santiago atestigua ya la existencia de este
gesto sacramental en la primera comunidad cristiana (cf. St
5,14-16). Si la Eucaristía muestra cómo los sufrimientos y la
muerte de Cristo se han transformado en amor, la Unción de los
enfermos, por su parte, asocia al que sufre al ofrecimiento que
Cristo ha hecho de sí para la salvación de todos, de tal manera
que él también pueda, en el misterio de la comunión de los
santos, participar en la redención del mundo. La relación entre
estos sacramentos se manifiesta, además, en el momento en que se
agrava la enfermedad: « A los que van a dejar esta vida, la
Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía
como viático ».[67]
En el momento de pasar al Padre, la comunión con el Cuerpo y la
Sangre de Cristo se manifiesta como semilla de vida eterna y
potencia de resurrección: « El que come mi carne y bebe mi
sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día
» (Jn 6,54). Puesto que el santo Viático abre al enfermo
la plenitud del misterio pascual, es necesario asegurarle su
recepción.[68]) La
atención y el cuidado pastoral de los enfermos redunda sin duda
en beneficio espiritual de toda la comunidad, sabiendo que lo que
hayamos hecho al más pequeño se lo hemos hecho a Jesús mismo
(cf. Mt 25,40).
IV. Eucaristía
y sacramento del Orden
In persona Christi capitis
23. La relación intrínseca entre
Eucaristía y sacramento del Orden se desprende de las mismas
palabras de Jesús en el Cenáculo: « haced esto en conmemoración
mía » (Lc 22,19). En efecto, la víspera de su muerte,
Jesús instituyó la Eucaristía y fundó al mismo tiempo el
sacerdocio de la nueva Alianza. Él es sacerdote, víctima y
altar: mediador entre Dios Padre y el pueblo (cf. Hb
5,5-10), víctima de expiación (cf. 1 Jn 2,2; 4,10) que se
ofrece a sí mismo en el altar de la cruz. Nadie puede decir «
esto es mi cuerpo » y « éste es el cáliz de mi sangre » si no
es en el nombre y en la persona de Cristo, único sumo sacerdote
de la nueva y eterna Alianza (cf. Hb 8-9). El Sínodo de
los Obispos en otras asambleas trató ya el tema del sacerdocio
ordenado, tanto por lo que se refiere a la identidad del
ministerio[69] como a
la formación de los candidatos.[70]
Ahora, a la luz del diálogo tenido en la última Asamblea
sinodal, creo oportuno recordar algunos valores sobre la relación
entre la Eucaristía y el Orden. Ante todo, se ha de reafirmar que
el vínculo entre el Orden sagrado y la Eucaristía se hace
visible precisamente en la Misa presidida por el Obispo o el presbítero
en la persona de Cristo como cabeza.
La doctrina de la Iglesia
considera la ordenación sacerdotal condición imprescindible para
la celebración válida de la Eucaristía.[71]
En efecto, « en el servicio eclesial del ministerio ordenado es
Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su
cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio
redentor ».[72]
Ciertamente, el ministro ordenado « actúa también en nombre de
toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y
sobre todo cuando ofrece el sacrificio eucarístico ».[73]
Es necesario, por tanto, que los sacerdotes sean conscientes de
que nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer
plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse
a sí mismos como protagonistas de la acción litúrgica
contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote
es servidor y tiene que esforzarse continuamente en ser signo que,
como dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se
expresa particularmente en la humildad con la que el sacerdote
dirige la acción litúrgica, obedeciendo y correspondiendo con el
corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar
precisamente la sensación de un protagonismo suyo inoportuno.
Recomiendo, por tanto, al clero que profundice cada vez más en la
conciencia de su propio ministerio eucarístico como un humilde
servicio a Cristo y a su Iglesia. El sacerdocio, como decía san
Agustín, es amoris officium,[74]
es el oficio del buen pastor, que da la vida por las ovejas (cf.
Jn 10,14-15).
Eucaristía y celibato
sacerdotal
24. Los Padres sinodales han
querido subrayar que el sacerdocio ministerial requiere, mediante
la Ordenación, la plena configuración con Cristo. Respetando la
praxis y las diferentes tradiciones orientales, es necesario
reafirmar el sentido profundo del celibato sacerdotal, considerado
con razón como una riqueza inestimable y confirmado por la praxis
oriental de elegir como obispos sólo entre los que viven el
celibato, y que tiene en gran estima la opción por el celibato
que hacen numerosos presbíteros. En efecto, esta opción del
sacerdote es una expresión peculiar de la entrega que lo
configura con Cristo y de la entrega exclusiva de sí mismo por el
Reino de Dios.[75] El
hecho de que Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión
hasta el sacrificio de la cruz en estado de virginidad es el punto
de referencia seguro para entender el sentido de la tradición de
la Iglesia latina a este respecto. Así pues, no basta con
comprender el celibato sacerdotal en términos meramente
funcionales. En realidad, representa una especial configuración
con el estilo de vida del propio Cristo. Dicha opción es ante
todo esponsal; es una identificación con el corazón de Cristo
Esposo que da la vida por su Esposa. Junto con la gran tradición
eclesial, con el Concilio Vaticano II[76]
y con los Sumos Pontífices predecesores míos,[77]
reafirmo la belleza y la importancia de una vida sacerdotal vivida
en el celibato, como signo que expresa la dedicación total y
exclusiva a Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios, y confirmo
por tanto su carácter obligatorio para la tradición latina. El
celibato sacerdotal, vivido con madurez, alegría y entrega, es
una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad
misma.
Escasez de clero y pastoral
vocacional
25. A propósito del vínculo
entre el sacramento del Orden y la Eucaristía, el Sínodo
reflexionó sobre la preocupación que ocasiona en muchas diócesis
la escasez de sacerdotes. Esto no sólo ocurre en algunas zonas de
primera evangelización, sino también en muchos países de larga
tradición cristiana. Ciertamente, una distribución del clero más
equitativa favorecería la solución del problema. Es preciso,
además, hacer un trabajo de sensibilización capilar. Los Obispos
han de implicar a los Institutos de Vida consagrada y a las nuevas
realidades eclesiales en las necesidades pastorales, respetando su
carisma propio, y pedir a todos los miembros del clero una mayor
disponibilidad para servir a la Iglesia allí dónde sea
necesario, aunque comporte sacrificio.[78]
En el Sínodo se ha discutido también sobre las iniciativas
pastorales que se han de emprender para favorecer, sobre todo en
los jóvenes, la apertura interior a la vocación sacerdotal. Esta
situación no se puede solucionar con simples medidas pragmáticas.
Se ha de evitar que los Obispos, movidos por comprensibles
preocupaciones por la falta de clero, omitan un adecuado
discernimiento vocacional y admitan a la formación específica, y
a la ordenación, candidatos sin los requisitos necesarios para el
servicio sacerdotal.[79]
Un clero no suficientemente formado, admitido a la ordenación sin
el debido discernimiento, difícilmente podrá ofrecer un
testimonio adecuado para suscitar en otros el deseo de
corresponder con generosidad a la llamada de Cristo. La pastoral
vocacional, en realidad, tiene que implicar a toda la comunidad
cristiana en todos sus ámbitos.[80]
Obviamente, en este trabajo pastoral capilar se incluye también
la acción de sensibilización de las familias, a menudo
indiferentes si no contrarias incluso a la hipótesis de la vocación
sacerdotal. Que se abran con generosidad al don de la vida y
eduquen a los hijos a ser disponibles ante la voluntad de Dios. En
síntesis, hace falta sobre todo tener la valentía de proponer a
los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando
su atractivo.
Gratitud y esperanza
26. Es necesario tener mayor fe y
esperanza en la iniciativa divina. Aunque en algunas regiones haya
escasez de clero, nunca debe faltar la confianza en que Cristo
seguirá suscitando hombres que, dejando cualquier otra ocupación,
se dediquen totalmente a la celebración de los sagrados
misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio
pastoral. Deseo aprovechar esta ocasión para dar las gracias, en
nombre de la Iglesia entera, a todos los Obispos y presbíteros
que desempeñan fielmente su propia misión con dedicación y
entrega. Naturalmente, el agradecimiento de la Iglesia se dirige
también a los diáconos, a los cuales se les imponen las manos «
no para el sacerdocio sino para el servicio ».[81]
Como ha recomendado la Asamblea del Sínodo, expreso un
agradecimiento especial a los presbíteros fidei donum, que
con competencia y generosa dedicación, sin escatimar energías en
el servicio a la misión de la Iglesia, edifican la comunidad
anunciando la Palabra de Dios y partiendo el Pan de Vida.[82]
Por último, hay que dar gracias a Dios por tantos sacerdotes que
han sufrido hasta el sacrificio de la propia vida por servir a
Cristo. En ellos se ve de manera elocuente lo que significa ser
sacerdote hasta el fin. Se trata de testimonios conmovedores que
pueden impulsar a muchos jóvenes a seguir a Cristo y a dar su
vida por los demás, encontrando así la vida verdadera.
V. Eucaristía
y Matrimonio
Eucaristía, sacramento
esponsal
27. La Eucaristía, sacramento de
la caridad, muestra una relación particular con el amor entre el
hombre y la mujer unidos en matrimonio. Profundizar en esta relación
es una necesidad propia de nuestro tiempo.[83]
El Papa Juan Pablo II afirmó en numerosas ocasiones el carácter
esponsal de la Eucaristía y su relación peculiar con el
sacramento del Matrimonio: « La Eucaristía es el sacramento de
nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la Esposa ».[84]
Por otra parte, « toda la vida cristiana está marcada por el
amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, que
introduce en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así
decirlo, como el baño de bodas que precede al banquete de bodas,
la Eucaristía ».[85]
La Eucaristía corrobora de manera inagotable la unidad y el amor
indisolubles de cada Matrimonio cristiano. En él, por medio del
sacramento, el vínculo conyugal se encuentra intrínsecamente
ligado a la unidad eucarística entre Cristo esposo y la Iglesia
esposa (cf. Ef 5,31-32). El consentimiento recíproco que
marido y mujer se dan en Cristo, y que los constituye en comunidad
de vida y amor, tiene también una dimensión eucarística. En
efecto, en la teología paulina, el amor esponsal es signo
sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, un amor que alcanza
su punto culminante en la Cruz, expresión de sus « nupcias »
con la humanidad y, al mismo tiempo, origen y centro de la
Eucaristía. Por eso, la Iglesia manifiesta una cercanía
espiritual particular a todos los que han fundado sus familias en
el sacramento del Matrimonio.[86]
La familia —iglesia doméstica[87]—
es un ámbito primario de la vida de la Iglesia, especialmente por
el papel decisivo respecto a la educación cristiana de los hijos.[88]
En este contexto, el Sínodo ha recomendado también destacar la
misión singular de la mujer en la familia y en la sociedad, una
misión que debe ser defendida, salvaguardada y promovida.[89]
Ser esposa y madre es una realidad imprescindible que nunca debe
ser menospreciada.
Eucaristía y unidad del
matrimonio
28. Precisamente a la luz de esta
relación intrínseca entre matrimonio, familia y Eucaristía se
pueden considerar algunos problemas pastorales. El vínculo fiel,
indisoluble y exclusivo que une a Cristo con la Iglesia, y que
tiene su expresión sacramental en la Eucaristía, se corresponde
con el dato antropológico originario según el cual el hombre
debe estar unido de modo definitivo a una sola mujer y viceversa
(cf. Gn 2,24; Mt 19,5). En este orden de ideas, el Sínodo
de los Obispos ha afrontado el tema de la praxis pastoral respecto
a quien, proviniendo de culturas en que se practica la poligamia,
se encuentra con el anuncio del Evangelio. A quienes se hallan en
dicha situación, y se abren a la fe cristiana, se les debe ayudar
a integrar su proyecto humano en la novedad radical de Cristo. En
el proceso del catecumenado, Cristo los asiste en su condición
específica y los llama a la plena verdad del amor a través de
las renuncias necesarias, con vistas a la comunión eclesial
perfecta. La Iglesia los acompaña con una pastoral llena de
comprensión y también de firmeza,[90]
sobre todo enseñándoles la luz de los misterios cristianos que
se refleja en la naturaleza y los afectos humanos.
Eucaristía e
indisolubilidad del matrimonio
29. Puesto que la Eucaristía
expresa el amor irreversible de Dios en Cristo por su Iglesia, se
entiende por qué ella requiere, en relación con el sacramento
del Matrimonio, esa indisolubilidad a la que aspira todo verdadero
amor.[91] Por tanto,
está más que justificada la atención pastoral que el Sínodo ha
dedicado a las situaciones dolorosas en que se encuentran no pocos
fieles que, después de haber celebrado el sacramento del
Matrimonio, se han divorciado y contraído nuevas nupcias. Se
trata de un problema pastoral difícil y complejo, una verdadera
plaga en el contexto social actual, que afecta de manera creciente
incluso a los ambientes católicos. Los Pastores, por amor a la
verdad, están obligados a discernir bien las diversas
situaciones, para ayudar espiritualmente de modo adecuado a los
fieles implicados.[92]
El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia,
fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12), de no
admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo,
porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente
esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se
actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos
a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la
Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de
que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano
mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar,
la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la
oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo
con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega
a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los
hijos.
Donde existan dudas legítimas
sobre la validez del Matrimonio sacramental contraído, se debe
hacer todo lo necesario para averiguar su fundamento. Es preciso
también asegurar, con pleno respeto del derecho canónico,[93]
que haya tribunales eclesiásticos en el territorio, su carácter
pastoral, así como su correcta y pronta actuación.[94]
En cada diócesis ha de haber un número suficiente de personas
preparadas para el adecuado funcionamiento de los tribunales
eclesiásticos. Recuerdo que « es una obligación grave hacer que
la actividad institucional de la Iglesia en los tribunales sea
cada vez más cercana a los fieles ».[95]
Sin embargo, se ha de evitar que la preocupación pastoral sea
interpretada como una contraposición con el derecho. Más bien se
debe partir del presupuesto de que el amor por la verdad es
el punto de encuentro fundamental entre el derecho y la pastoral:
en efecto, la verdad nunca es abstracta, sino que « se integra en
el itinerario humano y cristiano de cada fiel ».[96]
Por esto, cuando no se reconoce la nulidad del vínculo
matrimonial y se dan las condiciones objetivas que hacen la
convivencia irreversible de hecho, la Iglesia anima a estos fieles
a esforzarse por vivir su relación según las exigencias de la
ley de Dios, como amigos, como hermano y hermana; así podrán
acercarse a la mesa eucarística, según las disposiciones
previstas por la praxis eclesial. Para que semejante camino sea
posible y produzca frutos, debe contar con la ayuda de los
pastores y con iniciativas eclesiales apropiadas, evitando en todo
caso la bendición de estas relaciones, para que no surjan
confusiones entre los fieles sobre del valor del matrimonio.[97]
Debido a la complejidad del
contexto cultural en que vive la Iglesia en muchos países, el Sínodo
recomienda tener el máximo cuidado pastoral en la formación de
los novios y en la verificación previa de sus convicciones sobre
los compromisos irrenunciables para la validez del sacramento del
Matrimonio. Un discernimiento serio sobre este punto podrá evitar
que los dos jóvenes, movidos por impulsos emotivos o razones
superficiales, asuman responsabilidades que luego no sabrían
respetar.[98] El bien
que la Iglesia y toda la sociedad esperan del Matrimonio, y de la
familia fundada en él, es demasiado grande como para no ocuparse
a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia
son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de
cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el
daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia
humana como tal.
Eucaristía
y escatología
Eucaristía: don al hombre
en camino
30. Si es cierto que los
sacramentos son una realidad propia de la Iglesia peregrina en el
tiempo[99] hacia la
plena manifestación de la victoria de Cristo resucitado, también
es igualmente cierto que, especialmente en la liturgia eucarística,
se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual
se encamina todo hombre y toda la creación (cf. Rm 8,19
ss.). El hombre ha sido creado para la felicidad eterna y
verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra
libertad herida se perdería si no fuera posible experimentar, ya
desde ahora, algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo
hombre, para poder caminar en la dirección correcta, necesita ser
orientado hacia la meta final. Esta meta última, en realidad, es
el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y la muerte, que se
nos hace presente de modo especial en la Celebración eucarística.
De este modo, aún siendo todavía como « extranjeros y
forasteros » (1 P 2,11) en este mundo, participamos ya por
la fe de la plenitud de la vida resucitada. El banquete eucarístico,
revelando su dimensión fuertemente escatológica, viene en ayuda
de nuestra libertad en camino.
El banquete escatológico
31. Reflexionando sobre este
misterio, podemos decir que, con su venida, Jesús se puso en
relación con la expectativa del pueblo de Israel, de toda la
humanidad y, en el fondo, de la creación misma. Con el don de sí
mismo, inauguró objetivamente el tiempo escatológico. Cristo
vino para congregar al Pueblo de Dios disperso (cf. Jn
11,52), manifestando claramente la intención de reunir la
comunidad de la alianza, para llevar a cumplimiento las promesas
que Dios hizo a los antiguos padres (cf. Jr 23,3; 31,10;
Lc 1,55.70). En la llamada de los Doce, que tiene una clara
relación con las doce tribus de Israel, y en el mandato que les
dio en la última Cena, antes de su Pasión redentora, de celebrar
su memorial, Jesús ha manifestado que quería trasladar a toda la
comunidad fundada por Él la tarea de ser, en la historia, signo e
instrumento de esa reunión escatológica, iniciada en Él. Así
pues, en cada Celebración eucarística se realiza
sacramentalmente la reunión escatológica del Pueblo de Dios. El
banquete eucarístico es para nosotros anticipación real del
banquete final, anunciado por los profetas (cf. Is 25,6-9)
y descrito en el Nuevo Testamento como « las bodas del cordero »
(Ap 19,7-9), que se ha de celebrar en la alegría de la
comunión de los santos.[100]
Oración por los difuntos
32. La Celebración eucarística,
en la que anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su
resurrección, en la espera de su venida, es prenda de la gloria
futura en la que serán glorificados también nuestros cuerpos. La
esperanza de la resurrección de la carne y la posibilidad de
encontrar de nuevo, cara a cara, a quienes nos han precedido en el
signo de la fe, se fortalece en nosotros mediante la celebración
del Memorial de nuestra salvación. En esta perspectiva, junto con
los Padres sinodales, quisiera recordar a todos los fieles la
importancia de la oración de sufragio por los difuntos, y en
particular la celebración de santas Misas por ellos,[101]
para que, una vez purificados, lleguen a la visión beatífica de
Dios. Al descubrir la dimensión escatológica que tiene la
Eucaristía, celebrada y adorada, se nos ayuda en nuestro camino y
se nos conforta con la esperanza de la gloria (cf. Rm 5,2; Tt
2,13).
Eucaristía
y la Virgen María
33. La relación entre la Eucaristía
y cada sacramento, y el significado escatológico de los santos
Misterios, ofrecen en su conjunto el perfil de la vida cristiana,
llamada a ser en todo momento culto espiritual, ofrenda de sí
misma agradable a Dios. Y si bien es cierto que todos nosotros
estamos todavía en camino hacia el pleno cumplimiento de nuestra
esperanza, esto no quita que se pueda reconocer ya ahora, con
gratitud, que todo lo que Dios nos ha dado encuentra realización
perfecta en la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra: su
Asunción al cielo en cuerpo y alma es para nosotros un signo de
esperanza segura, ya que, como peregrinos en el tiempo, nos indica
la meta escatológica que el sacramento de la Eucaristía nos hace
pregustar ya desde ahora.
En María Santísima vemos también
perfectamente realizado el modo sacramental con que Dios, en su
iniciativa salvadora, se acerca e implica a la criatura humana.
María de Nazaret, desde la Anunciación a Pentecostés, aparece
como la persona cuya libertad está totalmente disponible a la
voluntad de Dios. Su Inmaculada Concepción se manifiesta
claramente en la docilidad incondicional a la Palabra divina. La
fe obediente es la forma que asume su vida en cada instante ante
la acción de Dios. La Virgen, siempre a la escucha, vive en plena
sintonía con la voluntad divina; conserva en su corazón las
palabras que le vienen de Dios y, formando con ellas como un
mosaico, aprende a comprenderlas más a fondo (cf. Lc
2,19.51). María es la gran creyente que, llena de confianza, se
pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad.[102]
Este misterio se intensifica hasta a llegar a la total implicación
en la misión redentora de Jesús. Como afirmó el Concilio
Vaticano II, « la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación
de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz.
Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (cf. Jn 19,25),
sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con
corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la
inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo,
agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas
palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo ».[103]
Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquélla que acoge
la Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio
de la muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el
cuerpo entregado, ya exánime, de Aquél que de verdad ha amado a
los suyos « hasta el extremo » (Jn 13,1).
Por esto, cada vez que en la
Liturgia eucarística nos acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo,
nos dirigimos también a Ella que, adhiriéndose plenamente al
sacrificio de Cristo, lo ha acogido para toda la Iglesia. Los
Padres sinodales han afirmado que « María inaugura la
participación de la Iglesia en el sacrificio del Redentor ».[104]
Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios
y, de esa manera, se asocia a la obra de la salvación. María de
Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada
uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de
sí mismo en la Eucaristía.
SEGUNDA
PARTE
EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE CELEBRAR
«Os aseguro que no fue Moisés
quien os dio el pan del cielo,
sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo» (Jn
6,32)
Lex orandi y lex
credendi
34. El Sínodo de los Obispos ha
reflexionado mucho sobre la relación intrínseca entre fe eucarística
y celebración, poniendo de relieve el nexo entre lex orandi y
lex credendi, y subrayando la primacía de la acción
litúrgica. Es necesario vivir la Eucaristía como misterio de
la fe celebrado auténticamente, teniendo conciencia clara de que
« el intellectus fidei está originariamente siempre en
relación con la acción litúrgica de la Iglesia ».[105]
En este ámbito, la reflexión teológica nunca puede prescindir
del orden sacramental instituido por Cristo mismo. Por otra parte,
la acción litúrgica nunca puede ser considerada genéricamente,
prescindiendo del misterio de la fe. En efecto, la fuente de
nuestra fe y de la liturgia eucarística es el mismo
acontecimiento: el don que Cristo ha hecho de sí mismo en el
Misterio pascual.
Belleza y liturgia
35. La relación entre el misterio
creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor
teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia,
como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente
con la belleza: es veritatis splendor. En la liturgia
resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos
atrae hacia sí y nos llama a la comunión. En Jesús, como solía
decir san Buenaventura, contemplamos la belleza y el fulgor de los
orígenes.[106]
Este atributo al que nos referimos no es mero esteticismo sino el
modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del
amor de Dios en Cristo, haciéndonos salir de nosotros mismos y
atrayéndonos así hacia nuestra verdadera vocación: el amor.[107]
Ya en la creación, Dios se deja entrever en la belleza y la armonía
del cosmos (cf. Sb 13,5; Rm 1,19-20). Encontramos
después en el Antiguo Testamento grandes signos del esplendor de
la potencia de Dios, que se manifiesta con su gloria a través de
los prodigios obrados en el pueblo elegido (cf. Ex 14;
16,10; 24,12-18; Nm 14,20-23). En el Nuevo Testamento se
llega definitivamente a esta epifanía de belleza en la revelación
de Dios en Jesucristo.[108]
Él es la plena manifestación de la gloria divina. En la
glorificación del Hijo resplandece y se comunica la gloria del
Padre (cf. Jn 1,14; 8,54; 12,28; 17,1). Sin embargo, esta
belleza no es una simple armonía de formas; « el más bello de
los hombres » (Sal 45[44],33) es también,
misteriosamente, quien no tiene « aspecto atrayente, despreciado
y evitado por los hombres [...], ante el cual se ocultan los
rostros » (Is 53,2). Jesucristo nos enseña cómo la
verdad del amor sabe también transfigurar el misterio oscuro de
la muerte en la luz radiante de la resurrección. Aquí el
resplandor de la gloria de Dios supera toda belleza mundana. La
verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado
definitivamente en el Misterio pascual.
La belleza de la liturgia es parte
de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y,
en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El
memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de
aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro,
Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén,
quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La belleza,
por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica;
es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de
Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de
poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca
según su propia naturaleza.
La
celebración eucarística,
obra del «Christus totus»
Christus totus in capite et
in corpore
36. La belleza intrínseca de la
liturgia tiene como sujeto propio a Cristo resucitado y
glorificado en el Espíritu Santo que, en su actuación, incluye a
la Iglesia.[109] En
esta perspectiva, es muy sugestivo recordar las palabras de san
Agustín que describen elocuentemente esta dinámica de fe propia
de la Eucaristía. El gran santo de Hipona, refiriéndose
precisamente al Misterio eucarístico, pone de relieve cómo
Cristo mismo nos asimila a sí: « Este pan que vosotros veis
sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo
de Cristo. Este cáliz, mejor dicho, lo que contiene el cáliz,
santificado por la palabra de Dios, es sangre de Cristo. Por medio
de estas cosas quiso el Señor dejarnos su cuerpo y sangre, que
derramó para la remisión de nuestros pecados. Si lo habéis
recibido dignamente, vosotros sois eso mismo que habéis recibido
».[110] Por lo
tanto, « no sólo nos hemos convertido en cristianos, sino en
Cristo mismo ».[111]
Así podemos contemplar la acción misteriosa de Dios que comporta
la unidad profunda entre nosotros y el Señor Jesús: « En
efecto, no se ha de creer que Cristo esté en la cabeza sin estar
también en el cuerpo, sino que está enteramente en la cabeza y
en el cuerpo ».[112]
Eucaristía y Cristo
resucitado
37. Puesto que la liturgia eucarística
es esencialmente actio Dei que nos une a Jesús a través
del Espíritu, su fundamento no está sometido a nuestro arbitrio
ni puede ceder a la presión de la moda del momento. En esto también
es válida la afirmación indiscutible de san Pablo: « Nadie
puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo
» (1 Co 3,11). El Apóstol de los gentiles nos asegura
además que, por lo que se refiere a la Eucaristía, no nos
transmite su doctrina personal, sino lo que él, a su vez, recibió
(cf. 1 Co 11,23). En efecto, la celebración de la Eucaristía
implica la Tradición viva. A partir de la experiencia del
Resucitado y de la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia
celebra el Sacrificio eucarístico obedeciendo el mandato de
Cristo. Por este motivo, al inicio, la comunidad cristiana se reúne
el día del Señor para la fractio panis. El día en que
Cristo resucitó de entre los muertos, el domingo, es también el
primer día de la semana, el día que según la tradición
veterotestamentaria representaba el principio de la creación.
Ahora, el día de la creación se ha convertido en el día de la
« nueva creación », el día de nuestra liberación en el que
conmemoramos a Cristo muerto y resucitado.[113]
Ars
celebrandi
38. En los trabajos sinodales se
ha insistido varias veces en la necesidad de superar cualquier
posible separación entre el ars celebrandi, es decir, el
arte de celebrar rectamente, y la participación plena, activa y
fructuosa de todos los fieles. Efectivamente, el primer modo con
el que se favorece la participación del Pueblo de Dios en el Rito
sagrado es la adecuada celebración del Rito mismo. El ars
celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio.[114]
El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las
normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo
de celebrar lo que asegura desde hace dos mil años la vida de fe
de todos los creyentes, los cuales están llamados a vivir la
celebración como Pueblo de Dios, sacerdocio real, nación santa
(cf. 1 P 2,4-5.9).[115]
El Obispo, liturgo por
excelencia
39. Si bien es cierto que todo el
Pueblo de Dios participa en la Liturgia eucarística, en el
correcto ars celebrandi desempeñan un papel imprescindible
los que han recibido el sacramento del Orden. Obispos, sacerdotes
y diáconos, cada uno según su propio grado, han de considerar la
celebración como su deber principal.[116]
En primer lugar el Obispo diocesano: en efecto, él, como «
primer dispensador de los misterios de Dios en la Iglesia
particular a él confiada, es el guía, el promotor y custodio de
toda la vida litúrgica ».[117]
Todo esto es decisivo para la vida de la Iglesia particular, no sólo
porque la comunión con el Obispo es la condición para que toda
celebración en su territorio sea legítima, sino también porque
él mismo es por excelencia el liturgo de su propia Iglesia.[118]
A él corresponde salvaguardar la unidad concorde de las
celebraciones en su diócesis. Por tanto, ha de ser un «
compromiso del Obispo hacer que los presbíteros, diáconos y los
fieles comprendan cada vez mejor el sentido auténtico de los
ritos y los textos litúrgicos, y así se les guíe hacia una
celebración de la Eucaristía activa y fructuosa ».[119]
En particular, exhorto a cumplir todo lo necesario para que las
celebraciones litúrgicas oficiadas por el Obispo en la iglesia
Catedral respeten plenamente el ars celebrandi, de modo que
puedan ser consideradas como modelo para todas las iglesias de su
territorio.[120]
Respeto de los libros litúrgicos
y de la riqueza de los signos
40. Por consiguiente, al subrayar
la importancia del ars celebrandi, se pone de relieve el
valor de las normas litúrgicas.[121]
El ars celebrandi ha de favorecer el sentido de lo sagrado
y el uso de las formas exteriores que educan para ello, como, por
ejemplo, la armonía del rito, los ornamentos litúrgicos, la
decoración y el lugar sagrado. Favorece la celebración eucarística
que los sacerdotes y los responsables de la pastoral litúrgica se
esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las
respectivas normas, resaltando las grandes riquezas de la Ordenación
General del Misal Romano y de la Ordenación de las
Lecturas de la Misa. En las comunidades eclesiales se da quizás
por descontado que se conocen y aprecian, pero a menudo no es así.
En realidad, son textos que contienen riquezas que custodian y
expresan la fe, así como el camino del Pueblo de Dios a lo largo
de dos milenios de historia. Para una adecuada ars celebrandi
es igualmente importante la atención a todas las formas de
lenguaje previstas por la liturgia: palabra y canto, gestos y
silencios, movimiento del cuerpo, colores litúrgicos de los
ornamentos. En efecto, la liturgia tiene por su naturaleza una
variedad de formas de comunicación que abarcan todo el ser
humano. La sencillez de los gestos y la sobriedad de los signos,
realizados en el orden y en los tiempos previstos, comunican y
atraen más que la artificiosidad de añadiduras inoportunas. La
atención y la obediencia de la estructura propia del ritual, a la
vez que manifiestan el reconocimiento del carácter de la Eucaristía
como don, expresan la disposición del ministro para acoger con dócil
gratitud dicho don inefable.
El arte al servicio de la
celebración
41. La relación profunda entre la
belleza y la liturgia nos lleva a considerar con atención todas
las expresiones artísticas que se ponen al servicio de la
celebración.[122]
Un elemento importante del arte sacro es ciertamente la
arquitectura de las iglesias,[123]
en las que debe resaltar la unidad entre los elementos propios del
presbiterio: altar, crucifijo, tabernáculo, ambón, sede. A este
respecto, se ha de tener presente que el objetivo de la
arquitectura sacra es ofrecer a la Iglesia, que celebra los
misterios de la fe, en particular la Eucaristía, el espacio más
apto para el desarrollo adecuado de su acción litúrgica.[124]
En efecto, la naturaleza del templo cristiano se define por la
acción litúrgica misma, que implica la reunión de los fieles (ecclesia),
los cuales son las piedras vivas del templo (cf. 1 P 2,5).
El mismo principio vale para todo
el arte sacro, especialmente la pintura y la escultura, en los que
la iconografía religiosa se ha de orientar a la mistagogía
sacramental. Un conocimiento profundo de las formas que el arte
sacro ha producido a lo largo de los siglos puede ser de gran
ayuda para los que tienen la responsabilidad de encomendar a
arquitectos y artistas obras relacionadas con la acción litúrgica.
Por tanto, es indispensable que en la formación de los
seminaristas y de los sacerdotes se incluya la historia del arte
como materia importante, con especial referencia a los edificios
de culto, según las normas litúrgicas. Es necesario que en todo
lo que concierne a la Eucaristía haya gusto por la belleza. También
hay respetar y cuidar los ornamentos, la decoración, los vasos
sagrados, para que, dispuestos de modo orgánico y ordenado entre
sí, fomenten el asombro ante el misterio de Dios, manifiesten la
unidad de la fe y refuercen la devoción.[125]
El canto litúrgico
42. En el ars celebrandi
desempeña un papel importante el canto litúrgico.[126]
Con razón afirma san Agustín en un famoso sermón: « El hombre
nuevo conoce el cántico nuevo. El cantar es expresión de alegría
y, si lo consideramos atentamente, expresión de amor ».[127]
El Pueblo de Dios reunido para la celebración canta las alabanzas
de Dios. La Iglesia, en su historia bimilenaria, ha compuesto y
sigue componiendo música y cantos que son un patrimonio de fe y
de amor que no se ha de perder. Ciertamente, no podemos decir que
en la liturgia sirva cualquier canto. A este respecto, se ha de
evitar la fácil improvisación o la introducción de géneros
musicales no respetuosos del sentido de la liturgia. Como elemento
litúrgico, el canto debe estar en consonancia con la identidad
propia de la celebración.[128]
Por consiguiente, todo —el texto, la melodía, la ejecución—
ha de corresponder al sentido del misterio celebrado, a las partes
del rito y a los tiempos litúrgicos.[129]
Finalmente, si bien se han de tener en cuenta las diversas
tendencias y tradiciones muy loables, deseo, como han pedido los
Padres sinodales, que se valore adecuadamente el canto gregoriano[130]
como canto propio de la liturgia romana.[131]
Estructura
de la celebración eucarística
43. Después de haber recordado
los elementos básicos del ars celebrandi puestos de
relieve en los trabajos sinodales, quisiera llamar la atención de
modo más concreto sobre algunas partes de la estructura de la
celebración eucarística que requieren un cuidado especial en
nuestro tiempo, para ser fieles a la intención profunda de la
renovación litúrgica deseada por el Concilio Vaticano II, en
continuidad con toda la gran tradición eclesial.
Unidad intrínseca de la
acción litúrgica
44. Ante todo, hay que considerar
la unidad intrínseca del rito de la santa Misa. Se ha de evitar
que, tanto en la catequesis como en el modo de la celebración, se
dé lugar a una visión yuxtapuesta de las dos partes del rito. La
liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística —además de
los ritos de introducción y conclusión— « están
estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto ».[132]
En efecto, la Palabra de Dios y la Eucaristía están intrínsecamente
unidas. Escuchando la Palabra de Dios nace o se fortalece la fe
(cf. Rm 10,17); en la Eucaristía, el Verbo hecho carne se
nos da como alimento espiritual.[133]
Así pues, « la Iglesia recibe y ofrece a los fieles el Pan de
vida en las dos mesas de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo
».[134] Por tanto,
se ha de tener constantemente presente que la Palabra de Dios, que
la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la Eucaristía
como a su fin connatural.
Liturgia de la Palabra
45. Junto con el Sínodo, pido que
la liturgia de la Palabra se prepare y se viva siempre de manera
adecuada. Por tanto, recomiendo vivamente que en la liturgia se
ponga gran atención a la proclamación de la Palabra de Dios por
parte de lectores bien instruidos. Nunca olvidemos que « cuando
se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a
su Pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio
».[135] Si las
circunstancias lo aconsejan, se puede pensar en unas breves
moniciones que ayuden a los fieles a una mejor disposición. Para
comprenderla bien, la Palabra de Dios ha de ser escuchada y
acogida con espíritu eclesial y siendo conscientes de su unidad
con el Sacramento eucarístico. En efecto, la Palabra que
anunciamos y escuchamos es el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14),
y hace referencia intrínseca a la persona de Cristo y a su
permanencia de manera sacramental. Cristo no habla en el pasado,
sino en nuestro presente, ya que Él mismo está presente en la
acción litúrgica. En esta perspectiva sacramental de la revelación
cristiana,[136] el
conocimiento y el estudio de la Palabra de Dios nos permite
apreciar, celebrar y vivir mejor la Eucaristía. A este respecto,
se aprecia también en toda su verdad la afirmación, según la
cual « desconocer la Escritura es desconocer a Cristo ».[137]
Para lograr todo esto es necesario
ayudar a los fieles a apreciar los tesoros de la Sagrada Escritura
en el leccionario, mediante iniciativas pastorales, celebraciones
de la Palabra y la lectura meditada (lectio divina).
Tampoco se ha de olvidar promover las formas de oración
conservadas en la tradición, la Liturgia de las Horas, sobre todo
Laudes, Vísperas, Completas y también las celebraciones de
vigilias. El rezo de los Salmos, las lecturas bíblicas y las de
la gran tradición del Oficio divino pueden llevar a una
experiencia profunda del acontecimiento de Cristo y de la economía
de la salvación, que a su vez puede enriquecer la comprensión y
la participación en la celebración eucarística.[138]
Homilía
46. La necesidad de mejorar la
calidad de la homilía está en relación con la importancia de la
Palabra de Dios. En efecto, ésta « es parte de la acción litúrgica
»; [139] tiene
como finalidad favorecer una mejor comprensión y eficacia de la
Palabra de Dios en la vida de los fieles. Por eso los ministros
ordenados han de « preparar la homilía con esmero, basándose en
un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura ».[140]
Han de evitarse homilías genéricas o abstractas. En particular,
pido a los ministros un esfuerzo para que la homilía ponga la
Palabra de Dios proclamada en estrecha relación con la celebración
sacramental[141] y
con la vida de la comunidad, de modo que la Palabra de Dios sea
realmente sustento y vigor de la Iglesia.[142]
Se ha de tener presente, por tanto, la finalidad catequética y
exhortativa de la homilía. Es conveniente que, partiendo del
leccionario trienal, se prediquen a los fieles homilías temáticas
que, a lo largo del año litúrgico, traten los grandes temas de
la fe cristiana, según lo que el Magisterio propone en los cuatro
« pilares » del Catecismo
de la Iglesia Católica y en su reciente Compendio:
la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la
vida en Cristo y la oración cristiana.[143]
Presentación de las
ofrendas
47. Los Padres sinodales han
puesto también su atención en la presentación de las ofrendas.
Ésta no es sólo como un « intervalo » entre la liturgia de la
Palabra y la eucarística. Entre otras razones, porque eso haría
perder el sentido de un único rito con dos partes
interrelacionadas. En realidad, este gesto humilde y sencillo
tiene un sentido muy grande: en el pan y el vino que llevamos al
altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser
transformada y presentada al Padre.[144]
En este sentido, llevamos también al altar todo el sufrimiento y
el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos
de Dios. Este gesto, para ser vivido en su auténtico significado,
no necesita enfatizarse con añadiduras superfluas. Permite
valorar la colaboración originaria que Dios pide al hombre para
realizar en él la obra divina y dar así pleno sentido al trabajo
humano, que mediante la celebración eucarística se une al
sacrificio redentor de Cristo.
Plegaria eucarística
48. La Plegaria eucarística es «
el centro y la cumbre de toda la celebración ».[145]
Su importancia merece ser subrayada adecuadamente. Las diversas
Plegarias eucarísticas que hay en el Misal nos han sido
transmitidas por la tradición viva de la Iglesia y se
caracterizan por una riqueza teológica y espiritual inagotable.
Se ha de procurar que los fieles las aprecien. La Ordenación
General del Misal Romano nos ayuda en esto, recordándonos los
elementos fundamentales de toda Plegaria eucarística: acción de
gracias, aclamación, epíclesis, relato de la institución y
consagración, anámnesis, oblación, intercesión y doxología
conclusiva.[146] En
particular, la espiritualidad eucarística y la reflexión teológica
se iluminan al contemplar la profunda unidad de la anáfora, entre
la invocación del Espíritu Santo y el relato de la institución,[147]
en la que « se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó
en la última Cena ».[148]
En efecto, « la Iglesia, por medio de determinadas invocaciones,
implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han
presentado los hombres queden consagrados, es decir, se conviertan
en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada
que se va a recibir en la Comunión sea para la salvación de
quienes la reciben ».[149]
Rito de la paz
49. La Eucaristía es por su
naturaleza sacramento de paz. Esta dimensión del Misterio eucarístico
se expresa en la celebración litúrgica de manera específica con
el rito de la paz. Se trata indudablemente de un signo de gran
valor (cf. Jn 14,27). En nuestro tiempo, tan lleno de
conflictos, este gesto adquiere, también desde el punto de vista
de la sensibilidad común, un relieve especial, ya que la Iglesia
siente cada vez más como tarea propia pedir a Dios el don de la
paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana. La
paz es ciertamente un anhelo indeleble en el corazón de cada uno.
La Iglesia se hace portavoz de la petición de paz y reconciliación
que surge del alma de toda persona de buena voluntad, dirigiéndola
a Aquel que « es nuestra paz » (Ef 2,14), y que puede
pacificar a los pueblos y personas aun cuando fracasen las
iniciativas humanas. Por ello se comprende la intensidad con que
se vive frecuentemente el rito de la paz en la celebración litúrgica.
A este propósito, sin embargo, durante el Sínodo de los Obispos
se ha visto la conveniencia de moderar este gesto, que puede
adquirir expresiones exageradas, provocando cierta confusión en
la asamblea precisamente antes de la Comunión. Sería bueno
recordar que el alto valor del gesto no queda mermado por la
sobriedad necesaria para mantener un clima adecuado a la celebración,
limitando por ejemplo el intercambio de la paz a los más
cercanos.[150]
Distribución y recepción
de la Eucaristía
50. Otro momento de la celebración,
al que es necesario hacer referencia, es la distribución y
recepción de la santa Comunión. Pido a todos, en particular a
los ministros ordenados y a los que, debidamente preparados, están
autorizados para el ministerio de distribuir la Eucaristía en
caso de necesidad real, que hagan lo posible para que el gesto, en
su sencillez, corresponda a su valor de encuentro personal con el
Señor Jesús en el Sacramento. Respecto a las prescripciones para
una praxis correcta, me remito a los documentos emanados
recientemente.[151]
Todas las comunidades cristianas han de atenerse fielmente a las
normas vigentes, viendo en ellas la expresión de la fe y el amor
que todos han de tener respecto a este sublime Sacramento. Tampoco
se descuide el tiempo precioso de acción de gracias después de
la Comunión: además de un canto oportuno, puede ser también muy
útil permanecer recogidos en silencio.[152]
A este propósito, quisiera llamar
la atención sobre un problema pastoral con el que nos encontramos
frecuentemente en nuestro tiempo. Me refiero al hecho de que en
algunas circunstancias, como por ejemplo en las santas Misas
celebradas con ocasión de bodas, funerales o acontecimientos análogos,
además de fieles practicantes, asisten también a la celebración
otros que tal vez no se acercan al altar desde hace años, o quizás
están en una situación de vida que no les permite recibir los
sacramentos. Otras veces sucede que están presentes personas de
otras confesiones cristianas o incluso de otras religiones.
Situaciones similares se producen también en iglesias que son
meta de visitantes, sobre todo en las grandes ciudades de en las
que abunda el arte. En estos casos, se ve la necesidad de usar
expresiones breves y eficaces para hacer presente a todos el
sentido de la Comunión sacramental y las condiciones para
recibirla. Donde se den situaciones en las que no sea posible
garantizar la debida claridad sobre el sentido de la Eucaristía,
se ha de considerar la conveniencia de sustituir la Eucaristía
con una celebración de la Palabra de Dios.[153]
Despedida: « Ite, missa est
»
51. Quisiera detenerme ahora en lo
que los Padres sinodales han dicho sobre el saludo de despedida al
final de la Celebración eucarística. Después de la bendición,
el diácono o el sacerdote despide al pueblo con las palabras: Ite,
missa est. En este saludo podemos apreciar la relación entre
la Misa celebrada y la misión cristiana en el mundo. En la antigüedad,
« missa » significaba simplemente « terminada ». Sin
embargo, en el uso cristiano ha adquirido un sentido cada vez más
profundo. La expresión « missa » se transforma, en realidad, en
« misión ». Este saludo expresa sintéticamente la naturaleza
misionera de la Iglesia. Por tanto, conviene ayudar al Pueblo de
Dios a que, apoyándose en la liturgia, profundice en esta dimensión
constitutiva de la vida eclesial. En este sentido, sería útil
disponer de textos debidamente aprobados para la oración sobre el
pueblo y la bendición final que expresen dicha relación.[154]
Actuosa
participatio
Auténtica participación
52. El Concilio Vaticano II puso
un énfasis particular en la participación activa, plena y
fructuosa de todo el Pueblo de Dios en la celebración eucarística.[155]
Ciertamente, la renovación llevada a cabo en estos años ha
favorecido notables progresos en la dirección deseada por los
Padres conciliares. Pero no hemos de ocultar el hecho de que, a
veces, ha surgido alguna incomprensión precisamente sobre el
sentido de esta participación. Por tanto, conviene dejar claro
que con esta palabra no se quiere hacer referencia a una simple
actividad externa durante la celebración. En realidad, la
participación activa deseada por el Concilio se ha de comprender
en términos más sustanciales, partiendo de una mayor toma de
conciencia del misterio que se celebra y de su relación con la
vida cotidiana. Sigue siendo totalmente válida la recomendación
de la Constitución conciliar Sacrosanctum
Concilium, que exhorta a los fieles a no asistir a la
liturgia eucarística « como espectadores mudos o extraños »,
sino a participar « consciente, piadosa y activamente en la acción
sagrada ».[156] El
Concilio prosigue la reflexión: los fieles, « instruidos por la
Palabra de Dios, reparen sus fuerzas en el banquete del Cuerpo del
Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al
ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote,
sino también juntamente con él, y se perfeccionen día a día,
por Cristo Mediador, en la unidad con Dios y entre sí ».[157]
Participación y ministerio
sacerdotal
53. La belleza y armonía de la
acción litúrgica se manifiestan de manera significativa en el
orden con el cual cada uno está llamado a participar activamente.
Eso comporta el reconocimiento de las diversas funciones jerárquicas
implicadas en la celebración misma. Es útil recordar que, de por
sí, la participación activa no es lo mismo que desempeñar un
ministerio particular. Sobre todo, no ayuda a la participación
activa de los fieles una confusión ocasionada por la incapacidad
de distinguir las diversas funciones que corresponden a cada uno
en la comunión eclesial.[158]
En particular, es preciso que haya claridad sobre las tareas específicas
del sacerdote. Éste es, como atestigua la tradición de la
Iglesia, quien preside de modo insustituible toda la celebración
eucarística, desde el saludo inicial a la bendición final. En
virtud del Orden sagrado que ha recibido, él representa a
Jesucristo, Cabeza de la Iglesia y, de la manera que le es propia,
también a la Iglesia misma.[159]
En efecto, toda celebración de la Eucaristía está dirigida por
el Obispo, « ya sea personalmente, ya por los presbíteros, sus
colaboradores ».[160]
Es ayudado por el diácono, que tiene algunas funciones específicas
en la celebración: preparar el altar y prestar servicio al
sacerdote, proclamar el Evangelio, predicar eventualmente la homilía,
enunciar las intenciones en la oración universal, distribuir la
Eucaristía a los fieles.[161]
En relación con estos ministerios vinculados al sacramento del
Orden, hay también otros ministerios para el servicio litúrgico,
que desempeñan religiosos y laicos preparados, lo que es de
alabar.[162]
Celebración eucarística e
inculturación
54. A partir de las afirmaciones
fundamentales del Concilio Vaticano II, se ha subrayado varias
veces la importancia de la participación activa de los fieles en
el Sacrificio eucarístico. Para favorecerla se pueden permitir
algunas adaptaciones apropiadas a los diversos contextos y
culturas.[163] El
hecho de que haya habido algunos abusos no disminuye la claridad
de este principio, que se debe mantener de acuerdo con las
necesidades reales de la Iglesia, que vive y celebra el mismo
misterio de Cristo en situaciones culturales diferentes. En
efecto, el Señor Jesús, precisamente en el misterio de la
Encarnación, naciendo de mujer como hombre perfecto (cf. Ga
4,4), no sólo está en relación directa con las expectativas
expresadas en el Antiguo Testamento, sino también con las de
todos los pueblos. Con eso, Él ha manifestado que Dios quiere
encontrarse con nosotros en nuestro contexto vital. Por tanto,
para una participación más eficaz de los fieles en los santos
Misterios, es útil proseguir el proceso de inculturación en el
ámbito de la celebración eucarística, teniendo en cuenta las
posibilidades de adaptación que ofrece la Ordenación General
del Misal Romano,[164]
interpretadas a la luz de los criterios fijados por la IV
Instrucción de la Congregación para el Culto divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Varietates legitimae, del 25
de enero de 1994,[165]
y de las directrices dadas por el Papa Juan Pablo II en las
Exhortaciones apostólicas postsinodales Ecclesia
in Africa, Ecclesia
in America, Ecclesia
in Asia, Ecclesia in Oceania, Ecclesia
in Europa.[166]
Para lograr este objetivo, recomiendo a las Conferencias
Episcopales que favorezcan el adecuado equilibrio entre los
criterios y normas ya publicadas y las nuevas adaptaciones,[167]
siempre de acuerdo con la Sede Apostólica.
Condiciones personales para
una « actuosa participatio »
55. Al considerar el tema de la actuosa
participatio de los fieles en el rito sagrado, los Padres
sinodales han resaltado también las condiciones personales de
cada uno para una fructuosa participación.[168]
Una de ellas es ciertamente el espíritu de conversión continua
que ha de caracterizar la vida de cada fiel. No se puede esperar
una participación activa en la liturgia eucarística cuando se
asiste superficialmente, sin antes examinar la propia vida.
Favorece dicha disposición interior, por ejemplo, el recogimiento
y el silencio, al menos unos instantes antes de comenzar la
liturgia, el ayuno y, cuando sea necesario, la confesión
sacramental. Un corazón reconciliado con Dios permite la
verdadera participación. En particular, es preciso persuadir a
los fieles de que no puede haber una actuosa participatio
en los santos Misterios si no se toma al mismo tiempo parte activa
en la vida eclesial en su totalidad, la cual comprende también el
compromiso misionero de llevar el amor de Cristo a la sociedad.
Sin duda, la plena participación
en la Eucaristía se da cuando nos acercamos también
personalmente al altar para recibir la Comunión.[169]
No obstante, se ha de poner atención para que esta afirmación
correcta no induzca a un cierto automatismo entre los fieles, como
si por el solo hecho de encontrarse en la iglesia durante la
liturgia se tenga ya el derecho o quizás incluso el deber de
acercarse a la Mesa eucarística. Aun cuando no es posible
acercarse a la Comunión sacramental, la participación en la
santa Misa sigue siendo necesaria, válida, significativa y
fructuosa. En estas circunstancias, es bueno cultivar el deseo de
la plena unión con Cristo, practicando, por ejemplo, la comunión
espiritual, recordada por Juan Pablo II[170]
y recomendada por los Santos maestros de la vida espiritual.[171]
Participación de los
cristianos no católicos
56. Al tratar el tema de la
participación nos encontramos inevitablemente con el de los
cristianos pertenecientes a Iglesias o Comunidades eclesiales que
no están en plena comunión con la Iglesia Católica. A este
respecto, se ha de decir que la unión intrínseca que se da entre
Eucaristía y unidad de la Iglesia nos lleva a desear
ardientemente, por un lado, el día en que podamos celebrar junto
con todos los creyentes en Cristo la divina Eucaristía y expresar
así visiblemente la plenitud de la unidad que Cristo ha querido
para sus discípulos (cf. Jn 17,21). Por otro lado, el
respeto que debemos al sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo
nos impide hacer de él un simple « medio » que se usa
indiscriminadamente para alcanzar esta misma unidad.[172]
En efecto, la Eucaristía no sólo manifiesta nuestra comunión
personal con Jesucristo, sino que también implica la plena
communio con la Iglesia. Este es, pues, el motivo por el cual,
con dolor pero no sin esperanza, pedimos a los cristianos no católicos
que comprendan y respeten nuestra convicción, basada en la Biblia
y en la Tradición. Nosotros sostenemos que la Comunión eucarística
y la comunión eclesial están tan íntimamente unidas que por lo
general resulta imposible que los cristianos no católicos
participen en una sin tener la otra. Menos sentido tendría aún
una verdadera concelebración con ministros de Iglesias o
Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la
Iglesia Católica. No obstante, es verdad que, de cara a la
salvación, existe la posibilidad de admitir individualmente a
cristianos no católicos a la Eucaristía, al sacramento de la
Penitencia y a la Unción de los enfermos. Pero eso sólo en
situaciones determinadas y excepcionales, caracterizadas por
condiciones bien precisas.[173]
Éstas están indicadas claramente en el Catecismo
de la Iglesia Católica [174]
y en su Compendio.[175]
Todos tienen el deber de atenerse fielmente a ellas.
Participación a través de
los medios de comunicación social
57. Debido al gran desarrollo de
los medios de comunicación social, la palabra « participación
» ha adquirido en las últimas décadas un sentido más amplio
que en el pasado. Todos reconocemos con satisfacción que estos
instrumentos ofrecen también nuevas posibilidades en lo que se
refiere a la Celebración eucarística.[176]
Eso exige a los agentes pastorales del sector una preparación
específica y un acentuado sentido de responsabilidad. En efecto,
la santa Misa que se transmite por televisión adquiere
inevitablemente una cierta ejemplaridad. Por tanto, se ha de poner
una especial atención en que la celebración, además de hacerse
en lugares dignos y bien preparados, respete las normas litúrgicas.
Por lo que se refiere al valor de
la participación en la santa Misa que los medios de comunicación
hacen posible, quien ve y oye dichas transmisiones ha de saber
que, en condiciones normales, no cumple con el precepto dominical.
En efecto, el lenguaje de la imagen representa la realidad, pero
no la reproduce en sí misma.[177]
Si es loable que ancianos y enfermos participen en la santa Misa
festiva a través de las transmisiones radiotelevisivas, no puede
decirse lo mismo de quien, mediante tales transmisiones, quisiera
dispensarse de ir al templo para la celebración eucarística en
la asamblea de la Iglesia viva.
« Actuosa participatio »
de los enfermos
58. Teniendo presente la condición
de los que no pueden ir a los lugares de culto por motivos de
salud o edad, quisiera llamar la atención de toda la comunidad
eclesial sobre la necesidad pastoral de asegurar la asistencia
espiritual a los enfermos, tanto a los que están en su casa como
a los que están hospitalizados. En el Sínodo de los Obispos se
ha hecho referencia a ellos varias veces. Se ha de procurar que
estos hermanos y hermanas nuestros puedan recibir con frecuencia
la Comunión sacramental. Al reforzar así la relación con Cristo
crucificado y resucitado, podrán sentir su propia vida integrada
plenamente en la vida y la misión de la Iglesia mediante la
ofrenda del propio sufrimiento en unión con el sacrificio de
nuestro Señor. Se ha de reservar una atención particular a los
discapacitados; si lo permite su condición, la comunidad
cristiana ha de favorecer su participación en la celebración en
un lugar de culto. A este respecto, se ha de procurar que los
edificios sagrados no tengan obstáculos arquitectónicos que
impidan el acceso de los minusválidos. Se ha de dar también la
Comunión eucarística, cuando sea posible, a los discapacitados
mentales, bautizados y confirmados: ellos reciben la Eucaristía
también en la fe de la familia o de la comunidad que los acompaña.[178]
Atención pastoral a los
presos
59. La tradición espiritual de la
Iglesia, siguiendo una indicación específica de Cristo (cf.
Mt 25,36), ha reconocido en la visita a los presos una de las
obras de misericordia corporal. Los que se encuentran en esta
situación tienen una necesidad especial de ser visitados por el
Señor mismo en el sacramento de la Eucaristía. Sentir la cercanía
de la comunidad eclesial, participar en la Eucaristía y recibir
la sagrada Comunión en un período de la vida tan particular y
doloroso puede ayudar sin duda en el propio camino de fe y
favorecer la plena reinserción social de la persona.
Interpretando los deseos manifestados en la asamblea sinodal pido
a las diócesis que, en la medida de lo posible, pongan los medios
adecuados para una actividad pastoral que se ocupe de atender
espiritualmente a los presos.[179]
Los emigrantes y su
participación en la Eucaristía
60. Al plantearse el problema de
los que se ven obligados a dejar la propia tierra por diversos
motivos, el Sínodo ha expresado particular gratitud a los que se
dedican a la atención pastoral de los emigrantes. En este
contexto, se ha de prestar una atención especial a los emigrantes
que pertenecen a las Iglesias católicas orientales y a los que,
lejos de su propia casa, tienen dificultades para participar en la
liturgia eucarística según su propio rito de pertenencia. Por
eso, donde sea posible, concédaseles que puedan ser asistidos por
sacerdotes de su rito. En todo caso, pido a los Obispos que acojan
en la caridad de Cristo a estos hermanos. El encuentro entre los
fieles de diversos ritos puede convertirse también en ocasión de
enriquecimiento recíproco. Pienso particularmente en el beneficio
que puede aportar, sobre todo para el clero, el conocimiento de
las diversas tradiciones.[180]
Las grandes concelebraciones
61. La asamblea sinodal ha
considerado la calidad de la participación en las grandes
celebraciones que tienen lugar en circunstancias particulares, en
las que, además de un gran número de fieles, concelebran muchos
sacerdotes.[181]
Por un lado, es fácil reconocer el valor de estos momentos,
especialmente cuando el Obispo preside rodeado de su presbiterio y
de los diáconos. Por otro, en estas circunstancias se pueden
producir problemas por lo que se refiere a la expresión sensible
de la unidad del presbiterio, especialmente en la Plegaria eucarística
y en la distribución de la santa Comunión. Se ha de evitar que
estas grandes concelebraciones produzcan dispersión. Para ello,
se han de prever modos adecuados de coordinación y disponer el
lugar de culto de manera que permita a los presbíteros y a los
fieles una participación plena y real. En todo caso, se ha de
tener presente que se trata de concelebraciones de carácter
excepcional y limitadas a situaciones extraordinarias.
Lengua latina
62. Lo dicho anteriormente, sin
embargo, no debe ofuscar el valor de estas grandes liturgias. En
particular, pienso en las celebraciones que tienen lugar durante
encuentros internacionales, hoy cada vez más frecuentes. Se las
debe valorar debidamente. Para expresar mejor la unidad y
universalidad de la Iglesia, quisiera recomendar lo que ha
sugerido el Sínodo de los Obispos, en sintonía con las normas
del Concilio Vaticano II: [182]
exceptuadas las lecturas, la homilía y la oración de los fieles,
sería bueno que dichas celebraciones fueran en latín; también
se podrían rezar en latín las oraciones más conocidas[183]
de la tradición de la Iglesia y, eventualmente, cantar algunas
partes en canto gregoriano. Más en general, pido que los futuros
sacerdotes, desde el tiempo del seminario, se preparen para
comprender y celebrar la santa Misa en latín, además de utilizar
textos latinos y cantar en gregoriano; y se ha de procurar que los
mismos fieles conozcan las oraciones más comunes en latín y que
canten en gregoriano algunas partes de la liturgia.[184]
Celebraciones eucarísticas
en pequeños grupos
63. Una situación muy distinta es
la que se da en algunas circunstancias pastorales en las que,
precisamente para lograr una participación más consciente,
activa y fructuosa, se favorecen las celebraciones en pequeños
grupos. Aun reconociendo el valor formativo que tienen estas
iniciativas, conviene precisar que han de estar en armonía con el
conjunto del proyecto pastoral de la diócesis. En efecto, dichas
experiencias perderían su carácter pedagógico si se las
considerara como antagonistas o paralelas con respecto a la vida
de la Iglesia particular. A este propósito, el Sínodo ha
subrayado algunos criterios a los que es preciso atenerse: los
grupos pequeños han de servir para unificar la comunidad
parroquial, no para fragmentarla; esto se debe evaluar en la
praxis concreta; estos grupos tienen que favorecer la participación
fructuosa de toda la asamblea y preservar en lo posible la unidad
de la vida litúrgica de cada familia.[185]
La
celebración participada interiormente
Catequesis mistagógica
64. La gran tradición litúrgica
de la Iglesia nos enseña que, para una participación fructuosa,
es necesario esforzarse por corresponder personalmente al misterio
que se celebra mediante el ofrecimiento a Dios de la propia vida,
en unión con el sacrificio de Cristo por la salvación del mundo
entero. Por este motivo, el Sínodo de los Obispos ha recomendado
que los fieles tengan una actitud coherente entre las
disposiciones interiores y los gestos y las palabras. Si faltara
ésta, nuestras celebraciones, por muy animadas que fueren, correrían
el riesgo de caer en el ritualismo. Así pues, se ha de promover
una educación en la fe eucarística que disponga a los fieles a
vivir personalmente lo que se celebra. Ante la importancia
esencial de esta participatio personal y consciente, ¿cuáles
pueden ser los instrumentos formativos idóneos? A este respecto,
los Padres sinodales han propuesto unánimemente una catequesis de
carácter mistagógico que lleve a los fieles a adentrarse cada
vez más en los misterios celebrados.[186]
En particular, por lo que se refiere a la relación entre el
ars celebrandi y la actuosa participatio, se ha de
afirmar ante todo que « la mejor catequesis sobre la Eucaristía
es la Eucaristía misma bien celebrada ».[187]
En efecto, por su propia naturaleza, la liturgia tiene una
eficacia propia para introducir a los fieles en el conocimiento
del misterio celebrado. Precisamente por ello, el itinerario
formativo del cristiano en la tradición más antigua de la
Iglesia, aun sin descuidar la comprensión sistemática de los
contenidos de la fe, tuvo siempre un carácter de experiencia, en
el cual era determinante el encuentro vivo y persuasivo con
Cristo, anunciado por auténticos testigos. En este sentido, el
que introduce en los misterios es ante todo el testigo. Dicho
encuentro ahonda en la catequesis y tiene su fuente y su culmen en
la celebración de la Eucaristía. De esta estructura fundamental
de la experiencia cristiana nace la exigencia de un itinerario
mistagógico, en el cual se han de tener siempre presentes tres
elementos:
a) Ante todo, la interpretación
de los ritos a la luz de los acontecimientos salvíficos, según
la tradición viva de la Iglesia. Efectivamente, la celebración
de la Eucaristía contiene en su infinita riqueza continuas
referencias a la historia de la salvación. En Cristo crucificado
y resucitado podemos celebrar verdaderamente el centro que
recapitula toda la realidad (cf. Ef 1,10). Desde el
principio, la comunidad cristiana ha leído los acontecimientos de
la vida de Jesús, y en particular el misterio pascual, en relación
con todo el itinerario veterotestamentario.
b) Además, la catequesis
mistagógica ha de introducir en el significado de los signos
contenidos en los ritos. Este cometido es particularmente
urgente en una época como la actual, tan imbuida por la tecnología,
en la cual se corre el riesgo de perder la capacidad perceptiva de
los signos y símbolos. Más que informar, la catequesis mistagógica
debe despertar y educar la sensibilidad de los fieles ante el
lenguaje de los signos y gestos que, unidos a la palabra,
constituyen el rito.
c) Finalmente, la
catequesis mistagógica ha de enseñar el significado de los
ritos en relación con la vida cristiana en todas sus facetas,
como el trabajo y los compromisos, el pensamiento y el afecto, la
actividad y el descanso. Forma parte del itinerario mistagógico
subrayar la relación entre los misterios celebrados en el rito y
la responsabilidad misionera de los fieles. En este sentido, el
resultado final de la mistagogía es tomar conciencia de que la
propia vida se transforma progresivamente por los santos misterios
que se celebran. Por otra parte, toda la educación cristiana
tiene como objetivo formar al fiel como « hombre nuevo », con
una fe adulta, que lo haga capaz de testimoniar en su propio
ambiente la esperanza cristiana que lo anima.
Para realizar en nuestras
comunidades eclesiales esta tarea educativa, hay que contar con
formadores bien preparados. Ciertamente, todo el Pueblo de Dios ha
de sentirse comprometido en esta formación. Cada comunidad
cristiana está llamada a ser ámbito pedagógico que introduce en
los misterios que se celebran en la fe. A este respecto, durante
el Sínodo los Padres han subrayado la conveniencia de una mayor
participación de las comunidades de vida consagrada, de los
movimientos y demás grupos que, por sus propios carismas, pueden
aportar un renovado impulso a la formación cristiana.[188]
También en nuestro tiempo el Espíritu Santo prodiga la efusión
de sus dones para sostener la misión apostólica de la Iglesia, a
la cual corresponde difundir la fe y educarla hasta su madurez.[189]
Veneración de la Eucaristía
65. Un signo convincente de la
eficacia que la catequesis eucarística tiene en los fieles es sin
duda el crecimiento en ellos del sentido del misterio de Dios
presente entre nosotros. Eso se puede comprobar a través de
manifestaciones específicas de veneración de la Eucaristía,
hacia la cual el itinerario mistagógico debe introducir a los
fieles.[190]
Pienso, en general, en la importancia de los gestos y de la
postura, como arrodillarse durante los momentos principales de la
Plegaria eucarística. Para adecuarse a la legítima diversidad de
los signos que se usan en el contexto de las diferentes culturas,
cada uno ha de vivir y expresar que es consciente de encontrarse
en toda celebración ante la majestad infinita de Dios, que llega
a nosotros de manera humilde en los signos sacramentales.
Adoración
y piedad eucarística
Relación intrínseca entre
celebración y adoración
66. Uno de los momentos más
intensos del Sínodo fue cuando, junto con muchos fieles, nos
desplazamos a la Basílica de San Pedro para la adoración eucarística.
Con este gesto de oración, la asamblea de los Obispos quiso
llamar la atención, no sólo con palabras, sobre la importancia
de la relación intrínseca entre celebración eucarística y
adoración. En este aspecto significativo de la fe de la Iglesia
se encuentra uno de los elementos decisivos del camino eclesial
realizado tras la renovación litúrgica querida por el Concilio
Vaticano II. Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces
no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca
entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una
objeción difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la
observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para
ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la
experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se
mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: « nemo
autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; [...]
peccemus non adorando –
Nadie come de esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si
no la adoráramos ».[191]
En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro
encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no
es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la
cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la
Iglesia.[192]
Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos.
Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él
y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la
liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga
e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica.
En efecto, « sólo en la adoración puede madurar una acogida
profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de
encuentro con el Señor madura luego también la misión social
contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo
entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las
barreras que nos separan a los unos de los otros ».[193]
Práctica de la adoración
eucarística
67. Por tanto, juntamente con la
asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la
Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística,
tanto personal como comunitaria.[194]
A este respecto, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la
que se explique a los fieles la importancia de este acto de culto
que permite vivir más profundamente y con mayor fruto la
celebración litúrgica. Además, cuando sea posible, sobre todo
en los lugares más poblados, será conveniente indicar las
iglesias u oratorios que se pueden dedicar a la adoración
perpetua. Recomiendo también que en la formación catequética,
sobre todo en el ciclo de preparación para la Primera Comunión,
se inicie a los niños en el significado y belleza de estar con
Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía.
Además, quisiera expresar
admiración y apoyo a los Institutos de vida consagrada cuyos
miembros dedican una parte importante de su tiempo a la adoración
eucarística. De este modo ofrecen a todos el ejemplo de personas
que se dejan plasmar por la presencia real del Señor. Al mismo
tiempo, deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a las
Cofradías, que tienen esta práctica como un compromiso especial,
siendo así fermento de contemplación para toda la Iglesia y
llamada a la centralidad de Cristo para la vida de los individuos
y de las comunidades.
Formas de devoción eucarística
68. La relación personal que cada
fiel establece con Jesús, presente en la Eucaristía, lo pone
siempre en contacto con toda la comunión eclesial, haciendo que
tome conciencia de su pertenencia al Cuerpo de Cristo. Por eso,
además de invitar a los fieles a encontrar personalmente tiempo
para estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las
parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan momentos de
adoración comunitaria. Obviamente, conservan todo su valor las
formas de devoción eucarística ya existentes. Pienso, por
ejemplo, en las procesiones eucarísticas, sobre todo la procesión
tradicional en la solemnidad del Corpus Christi, en la práctica
piadosa de las Cuarenta Horas, en los Congresos eucarísticos
locales, nacionales e internacionales, y en otras iniciativas análogas.
Estas formas de devoción, debidamente actualizadas y adaptadas a
las diversas circunstancias, merecen ser cultivadas también hoy.[195]
Lugar del sagrario en la
iglesia
69. Sobre la importancia de la
reserva eucarística y de la adoración y veneración del
sacramento del sacrificio de Cristo, el Sínodo de los Obispos ha
reflexionado sobre la adecuada colocación del sagrario en
nuestras iglesias.[196]
En efecto, esto ayuda a reconocer la presencia real de Cristo en
el Santísimo Sacramento. Por tanto, es necesario que el lugar en
que se conservan las especies eucarísticas sea identificado fácilmente
por cualquiera que entre en la iglesia, también gracias a la
lamparilla encendida. Para ello, se ha de tener en cuenta la
estructura arquitectónica del edificio sacro: en las iglesias
donde no hay capilla del Santísimo Sacramento, y el sagrario está
en el altar mayor, conviene seguir usando dicha estructura para la
conservación y adoración de la Eucaristía, evitando poner
delante la sede del celebrante. En las iglesias nuevas conviene
prever que la capilla del Santísimo esté cerca del presbiterio;
si esto no fuera posible, es preferible poner el sagrario en el
presbiterio, suficientemente alto, en el centro del ábside, o
bien en otro punto donde resulte bien visible. Todos estos
detalles ayudan a dar dignidad al sagrario, cuyo aspecto artístico
también debe cuidarse. Obviamente, se ha tener en cuenta lo que
dice a este respecto la Ordenación General del Misal Romano.[197]
En todo caso, el juicio último en esta materia corresponde al
Obispo diocesano.
TERCERA PARTE
EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE VIVIR
«El Padre que vive me ha
enviado y yo vivo por el Padre;
del mismo modo, el que come, vivirá por mí» (Jn 6,57)
Forma
eucarística de la vida cristiana
El culto espiritual –
logiké latreía (Rm 12,1)
70. El Señor Jesús, que por
nosotros se ha hecho alimento de verdad y de amor, hablando del
don de su vida nos asegura que « quien coma de este pan vivirá
para siempre » (Jn 6,51). Pero esta « vida eterna » se
inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don
eucarístico realiza en nosotros: « El que me come vivirá por mí
» (Jn 6,57). Estas palabras de Jesús nos permiten
comprender cómo el misterio « creído » y « celebrado »
contiene en sí un dinamismo que lo convierte en principio de vida
nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. En efecto,
comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes
de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente. Análogamente
a lo que san Agustín dice en las Confesiones sobre el
Logos eterno, alimento del alma, poniendo de relieve su carácter
paradójico, el santo Doctor imagina que se le dice: « Soy el
manjar de los grandes: crece, y me comerás, sin que por eso me
transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te
transformarás en mí ».[198]
En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en
nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos
por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos
a él; « nos atrae hacia sí ».[199]
La Celebración eucarística
aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la
existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el
inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké
latreía.[200]
A este respecto, las palabras de san Pablo a los Romanos son la
formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma
toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios: « Os
exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos
como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto
razonable » (Rm 12,1). En esta exhortación se ve la
imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en
comunión con toda la Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre
la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción humana de un
culto que no es para nada desencarnado. A este propósito, el
santo de Hipona nos sigue recordando que « éste es el sacrificio
de los cristianos: es decir, el llegar a ser muchos en un solo
cuerpo en Cristo. La Iglesia celebra este misterio con el
sacramento del altar, que los fieles conocen bien, y en el que se
les muestra claramente que en lo que se ofrece ella misma es
ofrecida ».[201]
En efecto, la doctrina católica afirma que la Eucaristía, como
sacrificio de Cristo, es también sacrificio de la Iglesia, y por
tanto de los fieles.[202]
La insistencia sobre el sacrificio —« hacer sagrado »—
expresa aquí toda la densidad existencial que se encuentra
implicada en la transformación de nuestra realidad humana ganada
por Cristo (cf. Flp 3,12).
Eficacia integradora del
culto eucarístico
71. El nuevo culto cristiano
abarca todos los aspectos de la vida, transfigurándola: « Cuando
comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para
gloria de Dios » (1 Co 10,31). El cristiano está llamado
a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. De
aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la
vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad humana
concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración
progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de
Dios (cf. Rm 8,29 s.). Todo lo que hay de auténticamente
humano —pensamientos y afectos, palabras y obras— encuentra en
el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido
en plenitud. Aparece aquí todo el valor antropológico de la
novedad radical traída por Cristo con la Eucaristía: el culto a
Dios en la vida humana no puede quedar relegado a un momento
particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende a
impregnar todos los aspectos de la realidad del individuo. El
culto agradable a Dios se convierte así en un nuevo modo de vivir
todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle
queda exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y
como ofrenda a Dios. La gloria de Dios es el hombre viviente (cf.
1 Co 10,31). Y la vida del hombre es la visión de Dios.[203]
« Iuxta dominicam viventes
» – Vivir según el domingo
72. Esta novedad radical que la
Eucaristía introduce en la vida del hombre ha estado presente en
la conciencia cristiana desde el principio. Los fieles percibieron
en seguida el influjo profundo que la Celebración eucarística
ejercía sobre su estilo de vida. San Ignacio de Antioquía
expresaba esta verdad definiendo a los cristianos como « los que
han llegado a la nueva esperanza », y los presentaba como los que
viven « según el domingo » (iuxta dominicam viventes).[204]
Esta fórmula del gran mártir antioqueno pone claramente de
relieve la relación entre la realidad eucarística y la vida
cristiana en su cotidianidad. La costumbre característica de los
cristianos de reunirse el primer día después del sábado para
celebrar la resurrección de Cristo —según el relato de san
Justino mártir[205]—
es el hecho que define también la forma de la existencia renovada
por el encuentro con Cristo. La fórmula de san Ignacio —«
vivir según el domingo »— subraya también el valor paradigmático
que este día santo posee con respecto a cualquier otro día de la
semana. En efecto, su diferencia no está simplemente en dejar las
actividades habituales, como una especie de paréntesis dentro del
ritmo normal de los días. Los cristianos siempre han vivido este
día como el primero de la semana, porque en él se hace memoria
de la radical novedad traída por Cristo. Así pues, el domingo es
el día en que el cristiano encuentra aquella forma eucarística
de su existencia que está llamado a vivir constantemente. «
Vivir según el domingo » quiere decir vivir conscientes de la
liberación traída por Cristo y desarrollar la propia vida como
ofrenda de sí mismos a Dios, para que su victoria se manifieste
plenamente a todos los hombres a través de una conducta renovada
íntimamente.
Vivir el precepto dominical
73. Los Padres sinodales,
conscientes de este nuevo principio de vida que la Eucaristía
pone en el cristiano, han reafirmado la importancia del precepto
dominical para todos los fieles, como fuente de libertad auténtica,
para poder vivir cada día según lo que han celebrado en el « día
del Señor ». En efecto, la vida de fe peligra cuando ya no se
siente el deseo de participar en la Celebración eucarística, en
que se hace memoria de la victoria pascual. Participar en la
asamblea litúrgica dominical, junto con todos los hermanos y
hermanas con los que se forma un solo cuerpo en Jesucristo, es
algo que la conciencia cristiana reclama y que al mismo tiempo la
forma. Perder el sentido del domingo, como día del Señor para
santificar, es síntoma de una pérdida del sentido auténtico de
la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios.[206]
A este respecto, son hermosas las observaciones de mi venerado
predecesor Juan Pablo II en la Carta apostólica Dies
Domini.[207]
a propósito de las diversas dimensiones del domingo para los
cristianos: es dies Domini, con referencia a la obra de la
creación; dies Christi como día de la nueva creación y
del don del Espíritu Santo que hace el Señor Resucitado; dies
Ecclesiae como día en que la comunidad cristiana se congrega
para la celebración; dies hominis como día de alegría,
descanso y caridad fraterna.
Por tanto, este día se manifiesta
como fiesta primordial en la que cada fiel, en el ambiente en que
vive, puede ser anunciador y custodio del sentido del tiempo. En
efecto, de este día brota el sentido cristiano de la existencia y
un nuevo modo de vivir el tiempo, las relaciones, el trabajo, la
vida y la muerte. Por eso, convienes que en el día del Señor los
grupos eclesiales organicen en torno a la Celebración eucarística
dominical manifestaciones propias de la comunidad cristiana:
encuentros de amistad, iniciativas para formar la fe de niños, jóvenes
y adultos, peregrinaciones, obras de caridad y diversos momentos
de oración. Ante estos valores tan importantes —aun cuando el sábado
por la tarde, desde las primeras Vísperas, ya pertenezca al
domingo y esté permitido cumplir el precepto dominical— es
preciso recordar que el domingo merece ser santificado en sí
mismo, para que no termine siendo un día « vacío de Dios ».[208]
Sentido del descanso y del
trabajo
74. Es particularmente urgente en
nuestro tiempo recordar que el día del Señor es también el día
de descanso del trabajo. Esperamos con gran interés que la
sociedad civil lo reconozca también así, a fin de que sea
posible liberarse de las actividades laborales sin sufrir por ello
perjuicio alguno. En efecto, los cristianos, en cierta relación
con el sentido del sábado en la tradición judía, han
considerado el día del Señor también como el día del descanso
del trabajo cotidiano. Esto tiene un significado propio, al ser
una relativización del trabajo, que debe estar orientado
al hombre: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el
trabajo. Es fácil intuir cómo así se protege al hombre en
cuanto se emancipa de una posible forma de esclavitud. Como he
afirmado, « el trabajo reviste una importancia primaria para la
realización del hombre y el desarrollo de la sociedad, y por eso
es preciso que se organice y desarrolle siempre en el pleno
respeto de la dignidad humana y al servicio del bien común. Al
mismo tiempo, es indispensable que el hombre no se deje dominar
por el trabajo, que no lo idolatre, pretendiendo encontrar en él
el sentido último y definitivo de la vida ».[209]
En el día consagrado a Dios es donde el hombre comprende el
sentido de su vida y también de la actividad laboral.[210]
Asambleas dominicales en
ausencia de sacerdote
75. Al profundizar en el sentido
de la Celebración dominical para la vida del cristiano, se
plantea espontáneamente el problema de las comunidades cristianas
en las que falta el sacerdote y donde, por consiguiente, no es
posible celebrar la santa Misa en el día del Señor. A este
respecto, se ha de reconocer que nos encontramos ante situaciones
bastante diferentes entre sí. El Sínodo, ante todo, ha
recomendado a los fieles acercarse a una de las iglesias de la diócesis
en que esté garantizada la presencia del sacerdote, aun cuando
eso requiera un cierto sacrificio.[211]
En cambio, allí donde las grandes distancias hacen prácticamente
imposible la participación en la Eucaristía dominical, es
importante que las comunidades cristianas se reúnan igualmente
para alabar al Señor y hacer memoria del día dedicado a Él. Sin
embargo, esto debe realizarse en el contexto de una adecuada
instrucción acerca de la diferencia entre la santa Misa y las
asambleas dominicales en ausencia de sacerdote. La atención
pastoral de la Iglesia se expresa en este caso vigilando para que
la liturgia de la Palabra, organizada bajo la dirección de un diácono
o de un responsable de la comunidad, al que le haya sido confiado
debidamente este ministerio por la autoridad competente, se cumpla
según un ritual específico elaborado por las Conferencias
episcopales y aprobado por ellas para este fin.[212]
Recuerdo que corresponde a los Ordinarios conceder la facultad de
distribuir la comunión en dichas liturgias, valorando
cuidadosamente la conveniencia de la opción. Además, se ha de
evitar que dichas asambleas provoquen confusión sobre el papel
central del sacerdote y la dimensión sacramental en la vida de la
Iglesia. La importancia del papel de los laicos, a los que se ha
de agradecer su generosidad al servicio de las comunidades
cristianas, nunca ha de ocultar el ministerio insustituible de los
sacerdotes para la vida de la Iglesia.[213]
Así pues, se ha de vigilar atentamente para que las asambleas en
ausencia de sacerdote no den lugar a puntos de vista eclesiológicos
en contraste con la verdad del Evangelio y la tradición de la
Iglesia. Es más, deberían ser ocasiones privilegiadas para pedir
a Dios que mande sacerdotes santos según su corazón. A este
respecto, es conmovedor lo que escribía el Papa Juan Pablo II en
la Carta
a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979, recordando
aquellos lugares en los que la gente, privada del sacerdote por
parte del régimen dictatorial, se reunía en una iglesia o
santuario, ponía sobre el altar la estola que conservaba todavía
y recitaba las oraciones de la liturgia eucarística, haciendo
silencio « en el momento que corresponde a la transustanciación
», dando así testimonio del ardor con que « desean escuchar las
palabras, que sólo los labios de un sacerdote pueden pronunciar
eficazmente ».[214]
Precisamente en esta perspectiva, teniendo en cuenta el bien
incomparable que se deriva de la celebración del Sacrificio eucarístico,
pido a todos los sacerdotes una activa y concreta disponibilidad
para visitar lo más a menudo posible las comunidades confiadas a
su atención pastoral, para que no permanezcan demasiado tiempo
sin el Sacramento de la caridad.
Una forma eucarística de la
vida cristiana,
la pertenencia eclesial
76. La importancia del domingo
como dies Ecclesiae nos remite a la relación intrínseca
entre la victoria de Jesús sobre el mal y sobre la muerte y
nuestra pertenencia a su Cuerpo eclesial. En efecto, en el Día
del Señor todo cristiano descubre también la dimensión
comunitaria de su propia existencia redimida. Participar en la
acción litúrgica, comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo
quiere decir, al mismo tiempo, hacer cada vez más íntima y
profunda la propia pertenencia a Él, que murió por nosotros (cf.
1 Co 6,19 s.; 7,23). Verdaderamente, quién se alimenta de
Cristo vive por Él. El sentido profundo de la communio
sanctorum se entiende en relación con el Misterio eucarístico.
La comunión tiene siempre y de modo inseparable una connotación
vertical y una horizontal: comunión con Dios y comunión con los
hermanos y hermanas. Las dos dimensiones se encuentran
misteriosamente en el don eucarístico. « Donde se destruye la
comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y
con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el
manantial de la comunión con nosotros. Y donde no se vive la
comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión
con el Dios Trinitario ».[215]
Así pues, llamados a ser miembros de Cristo y, por tanto,
miembros los unos de los otros (cf. 1 Co 12,27), formamos
una realidad fundada ontológicamente en el Bautismo y alimentada
por la Eucaristía, una realidad que requiere una respuesta
sensible en la vida de nuestras comunidades.
La forma eucarística de la vida
cristiana es sin duda una forma eclesial y comunitaria. El modo
concreto en que cada fiel puede experimentar su pertenencia al
Cuerpo de Cristo se realiza a través de la diócesis y las
parroquias, como estructuras fundamentales de la Iglesia en un
territorio particular. Las asociaciones, los movimientos
eclesiales y las nuevas comunidades —con la vitalidad de sus
carismas concedidos por el Espíritu Santo para nuestro tiempo—,
así como también los Institutos de vida consagrada, tienen el
deber de dar su contribución específica para favorecer en los
fieles la percepción de pertenecer al Señor (cf. Rm
14,8). El fenómeno de la secularización, que comporta aspectos
marcadamente individualistas, ocasiona sus efectos deletéreos
sobre todo en las personas que se aíslan, y por el escaso sentido
de pertenencia. El cristianismo, desde sus comienzos, supone
siempre una compañía, una red de relaciones vivificadas
continuamente por la escucha de la Palabra, la Celebración eucarística
y animadas por el Espíritu Santo.
Espiritualidad y cultura
eucarística
77. Es significativo que los
Padres sinodales hayan afirmado que « los fieles cristianos
necesitan comprender más profundamente las relaciones entre la
Eucaristía y la vida cotidiana. La espiritualidad eucarística no
es solamente participación en la Misa y devoción al Santísimo
Sacramento. Abarca la vida entera ».[216]
Esta consideración tiene hoy un significado particular para
todos nosotros. Se ha de reconocer que uno de los efectos más
graves de la secularización, mencionada antes, consiste en haber
relegado la fe cristiana al margen de la existencia, como si fuera
algo inútil con respecto al desarrollo concreto de la vida de los
hombres. El fracaso de este modo de vivir « como si Dios no
existiera » está ahora a la vista de todos. Hoy se necesita
redescubrir que Jesucristo no es una simple convicción privada o
una doctrina abstracta, sino una persona real cuya entrada en la
historia es capaz de renovar la vida de todos. Por eso la Eucaristía,
como fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, se
tiene que traducir en espiritualidad, en vida « según el Espíritu
» (cf. Rm 8,4 s.; Ga 5,16.25). Resulta
significativo que san Pablo, en el pasaje de la Carta a los
Romanos en que invita a vivir el nuevo culto espiritual, mencione
al mismo tiempo la necesidad de cambiar el propio modo de vivir y
pensar: « Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por
la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es
la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto »
(12,2). De esta manera, el Apóstol de los gentiles subraya la
relación entre el verdadero culto espiritual y la necesidad de
entender de un modo nuevo la vida y vivirla. La renovación de la
mentalidad es parte integrante de la forma eucarística de la vida
cristiana, « para que ya no seamos niños sacudidos por las olas
y llevados al retortero por todo viento de doctrina » (Ef
4,14).
Eucaristía y evangelización
de las culturas
78. De todo lo expuesto se
desprende que el Misterio eucarístico nos hace entrar en diálogo
con las diferentes culturas, aunque en cierto sentido también
las desafía.[217]
Se ha de reconocer el carácter intercultural de este nuevo culto,
de esta logiké latreía. La presencia de Jesucristo y la
efusión del Espíritu Santo son acontecimientos que pueden
confrontarse siempre con cada realidad cultural, para fermentarla
evangélicamente. Por consiguiente, esto comporta el compromiso de
promover con convicción la evangelización de las culturas, con
la conciencia de que el mismo Cristo es la verdad de todo hombre y
de toda la historia humana. La Eucaristía se convierte en
criterio de valorización de todo lo que el cristiano encuentra en
las diferentes expresiones culturales. En este importante proceso
podemos escuchar las muy significativas palabras de san Pablo que,
en su primera Carta a los Tesalonicenses, exhorta: « examinadlo
todo, quedándoos con lo bueno » (5,21).
Eucaristía y fieles laicos
79. En Cristo, Cabeza de la
Iglesia que es su Cuerpo, todos los cristianos forman « una raza
elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo
adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó
a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa » (1 P
2,9). La Eucaristía, como misterio que se ha de vivir, se
ofrece a cada persona en la condición en que se encuentra,
haciendo que viva diariamente la novedad cristiana en su situación
existencial. Puesto que el Sacrificio eucarístico alimenta y
acrecienta en nosotros lo que ya se nos ha dado en el Bautismo,
por el cual todos estamos llamados a la santidad,[218]
esto debería aflorar y manifestarse también en las situaciones o
estados de vida en que se encuentra cada cristiano. Este, viviendo
la propia vida como vocación, se convierte día tras día en
culto agradable a Dios. Ya desde la reunión litúrgica, el
Sacramento de la Eucaristía nos compromete en la realidad
cotidiana para que todo se haga para gloria de Dios.
Puesto que el mundo es « el campo
» (Mt 13,38) en el que Dios pone a sus hijos como buena
semilla, los laicos cristianos, en virtud del Bautismo y de la
Confirmación, y fortalecidos por la Eucaristía, están llamados
a vivir la novedad radical traída por Cristo precisamente en las
condiciones comunes de la vida.[219]
Han de cultivar el deseo de que la Eucaristía influya cada vez más
profundamente en su vida cotidiana, convirtiéndolos en testigos
visibles en su propio ambiente de trabajo y en toda la sociedad.[220]
Animo en especial a las familias para que este Sacramento sea
fuente de fuerza e inspiración. El amor entre el hombre y la
mujer, la acogida de la vida y la tarea educativa son ámbitos
privilegiados en los que la Eucaristía puede mostrar su capacidad
de transformar la existencia y llenarla de sentido.[221]
Los Pastores siempre han de apoyar, educar y animar a los fieles
laicos a vivir plenamente su propia vocación a la santidad en el
mundo, al que Dios ha amado tanto que le ha entregado a su Hijo
para que se salve por Él (cf. Jn 3,16).
Eucaristía y espiritualidad
sacerdotal
80. Indudablemente, la forma eucarística
de la existencia cristiana se manifiesta de modo particular en el
estado de vida sacerdotal. La espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente
eucarística. La semilla de esta espiritualidad ya se
encuentra en las palabras que el Obispo pronuncia en la liturgia
de la Ordenación: « Recibe la ofrenda del pueblo santo para
presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que
conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor
».[222] El
sacerdote, para dar a su vida una forma eucarística cada vez más
plena, ya en el período de formación y luego en los años
sucesivos, ha de dedicar tiempo a la vida espiritual.[223]
Está llamado a ser siempre un auténtico buscador de Dios,
permaneciendo al mismo tiempo cercano a las preocupaciones de los
hombres. Una vida espiritual intensa le permitirá entrar más
profundamente en comunión con el Señor y le ayudará a dejarse
ganar por el amor de Dios, siendo su testigo en todas las
circunstancias, aunque sean difíciles y sombrías. Por esto,
junto con los Padres del Sínodo, recomiendo a los sacerdotes «
la celebración diaria de la santa Misa, aun cuando no hubiera
participación de fieles ».[224]
Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor
objetivamente infinito de cada Celebración eucarística; y, además,
está motivado por su singular eficacia espiritual, porque si la
santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el
sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración
con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación.
Eucaristía y vida
consagrada
81. En el contexto de la relación
entre la Eucaristía y las diversas vocaciones eclesiales
resplandece de modo particular « el testimonio profético de las
consagradas y de los consagrados, que encuentran en la Celebración
eucarística y en la adoración la fuerza para el seguimiento
radical de Cristo obediente, pobre y casto ».[225]
Los consagrados y las consagradas, incluso desempeñando muchos
servicios en el campo de la formación humana y en la atención a
los pobres, en la enseñanza o en la asistencia a los enfermos,
saben que el objetivo principal de su vida es « la contemplación
de las cosas divinas y la unión asidua con Dios ».[226]
La contribución esencial que la Iglesia espera de la vida
consagrada es más en el orden del ser que en el del hacer. En
este contexto, quisiera subrayar la importancia del testimonio
virginal precisamente en relación con el misterio de la Eucaristía.
En efecto, además de la relación con el celibato sacerdotal, el
Misterio eucarístico manifiesta una relación intrínseca con la
virginidad consagrada, ya que es expresión de la consagración
exclusiva de la Iglesia a Cristo, que ella con fidelidad radical y
fecunda acoge como a su Esposo.[227]
La virginidad consagrada encuentra en la Eucaristía inspiración
y alimento para su entrega total a Cristo. Además, en la Eucaristía
obtiene consuelo e impulso para ser, también en nuestro tiempo,
signo del amor gratuito y fecundo de Dios a la humanidad. A través
de su testimonio específico, la vida consagrada se convierte
objetivamente en referencia y anticipación de las « bodas del
Cordero » (Ap 19,7-9), meta de toda la historia de la
salvación. En este sentido, es una llamada eficaz al horizonte
escatológico que todo hombre necesita para poder orientar sus
propias opciones y decisiones de vida.
Eucaristía y transformación
moral
82. Descubrir la belleza de la
forma eucarística de la vida cristiana nos lleva a reflexionar
también sobre la fuerza moral que dicha forma produce para
defender la auténtica libertad de los hijos de Dios. Con esto
deseo recordar una temática surgida en el Sínodo sobre la relación
entre forma eucarística de la vida y transformación moral.
El Papa Juan Pablo II afirmaba que la vida moral « posee el valor
de un ‘‘culto espiritual'' (Rm 12,1; cf. Flp
3,3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de
santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos,
especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el
sacrificio de la Cruz, el cristiano comulga con el amor de donación
de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en
todas sus actitudes y comportamientos de vida ».[228]
En definitiva, « en el ‘‘culto'' mismo, en la comunión eucarística,
está incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros. Una
Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es
fragmentaria en sí misma ».[229]
Esta referencia al valor moral del
culto espiritual no se ha de interpretar en clave moralista. Es
ante todo el gozoso descubrimiento del dinamismo del amor en el
corazón que acoge el don del Señor, se abandona a Él y
encuentra la verdadera libertad. La transformación moral que
comporta el nuevo culto instituido por Cristo, es una tensión y
un deseo cordial de corresponder al amor del Señor con todo el
propio ser, a pesar de la conciencia de la propia fragilidad. Todo
esto está bien reflejado en el relato evangélico de Zaqueo (cf.
Lc 19,1-10). Después de haber hospedado a Jesús en su casa,
el publicano se ve completamente transformado: decide dar la mitad
de sus bienes a los pobres y devuelve cuatro veces más a quienes
había robado. El impulso moral, que nace de acoger a Jesús en
nuestra vida, brota de la gratitud por haber experimentado la
inmerecida cercanía del Señor.
Coherencia eucarística
83. Es importante notar lo que los
Padres sinodales han denominado coherencia eucarística, a
la cual está llamada objetivamente nuestra vida. En efecto, el
culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin
consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige
el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para
todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para
quienes, por la posición social o política que ocupan, han de
tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la
defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin
natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer,
la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien
común en todas sus formas.[230]
Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los
legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad
social, deben sentirse particularmente interpelados por su
conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes
inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana.[231]
Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1
Co 11,27-29). Los Obispos han de llamar constantemente la
atención sobre estos valores. Ello es parte de su responsabilidad
para con la grey que se les ha confiado.[232]
Eucaristía,
misterio que se ha de anunciar
Eucaristía y misión
84. En la homilía
durante la Celebración eucarística con la que he iniciado
solemnemente mi ministerio en la Cátedra de Pedro, decía: «
Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por
el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y
comunicar a los otros la amistad con él ».[233]
Esta afirmación asume una mayor intensidad si pensamos en el
Misterio eucarístico. En efecto, no podemos guardar para nosotros
el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su
naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es
el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la
Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia;
lo es también de su misión: « Una Iglesia auténticamente eucarística
es una Iglesia misionera ».[234]
También nosotros podemos decir a nuestros hermanos con convicción:
« Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis
unidos con nosotros » (1 Jn 1,3). Verdaderamente, nada hay
más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a todos. Además,
la institución misma de la Eucaristía anticipa lo que es el
centro de la misión de Jesús: Él es el enviado del Padre para
la redención del mundo (cf. Jn 3,16-17; Rm 8,32).
En la última Cena Jesús confía a sus discípulos el Sacramento
que actualiza el sacrificio que Él ha hecho de sí mismo en
obediencia al Padre para la salvación de todos nosotros. No
podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por
ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de
Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso
misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la
vida cristiana.
Eucaristía y testimonio
85. La misión primera y
fundamental que recibimos de los santos Misterios que celebramos
es la de dar testimonio con nuestra vida. El asombro por el don
que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en nuestra vida un
dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos
convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y
modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el
testimonio es el medio como la verdad del amor de Dios llega al
hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta
novedad radical. En el testimonio Dios, por así decir, se expone
al riesgo de la libertad del hombre. Jesús mismo es el testigo
fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14); vino para dar testimonio
de la verdad (cf. Jn 18,37). Con estas reflexiones deseo
recordar un concepto muy querido por los primeros cristianos, pero
que también nos afecta a nosotros, cristianos de hoy: el
testimonio hasta el don de sí mismos, hasta el martirio, ha sido
considerado siempre en la historia de la Iglesia como la cumbre
del nuevo culto espiritual: « Ofreced vuestros cuerpos » (Rm
12,1). Se puede recordar, por ejemplo, el relato del martirio de
san Policarpo de Esmirna, discípulo de san Juan: todo el
acontecimiento dramático es descrito como una liturgia, más aún
como si el mártir mismo se convirtiera en Eucaristía.[235]
Pensemos también en la conciencia eucarística que san Ignacio de
Antioquía expresa ante su martirio: él se considera « trigo de
Dios » y desea llegar a ser en el martirio « pan puro de Cristo
».[236] El
cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión
con la Pascua de Jesucristo y así se convierte con Él en
Eucaristía. Tampoco faltan hoy en la Iglesia mártires en los que
se manifiesta de modo supremo el amor de Dios. Sin embargo, aun
cuando no se requiera la prueba del martirio, sabemos que el culto
agradable a Dios implica también interiormente esta
disponibilidad,[237]
y se manifiesta en el testimonio alegre y convencido ante el mundo
de una vida cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a
anunciarlo.
Jesucristo, único Salvador
86. Subrayar la relación intrínseca
entre Eucaristía y misión nos ayuda a redescubrir también el
contenido último de nuestro anuncio. Cuanto más vivo sea el amor
por la Eucaristía en el corazón del pueblo cristiano, tanto más
clara tendrá la tarea de la misión: llevar a Cristo. No
es sólo una idea o una ética inspirada en Él, sino el don de su
misma Persona. Quien no comunica la verdad del Amor al hermano no
ha dado todavía bastante. La Eucaristía, como sacramento de
nuestra salvación, nos lleva a considerar de modo ineludible la
unicidad de Cristo y de la salvación realizada por Él a precio
de su sangre. Por tanto, la exigencia de educar constantemente a
todos al trabajo misionero, cuyo centro es el anuncio de Jesús,
único Salvador, surge del Misterio eucarístico, creído y
celebrado.[238] Así
se evitará que se reduzca a una interpretación meramente sociológica
la decisiva obra de promoción humana que comporta siempre todo
auténtico proceso de evangelización.
Libertad de culto
87. En este contexto, deseo hablar
de lo que los Padres han afirmado durante la asamblea sinodal
sobre las graves dificultades que afectan a la misión de aquellas
comunidades cristianas que viven en condiciones de minoría o
incluso privadas de la libertad religiosa.[239]
Realmente debemos dar gracias al Señor por todos los Obispos,
sacerdotes, personas consagradas y laicos, que se dedican a
anunciar el Evangelio y viven su fe arriesgando la propia vida. En
muchas regiones del mundo el mero hecho de ir a la Iglesia es un
testimonio heroico que expone a las personas a la marginación y a
la violencia. En esta ocasión, deseo confirmar también la
solidaridad de toda la Iglesia con los que sufren por la falta de
libertad de culto. Como sabemos, donde falta la libertad
religiosa, falta en definitiva la libertad más significativa, ya
que en la fe el hombre expresa su íntima convicción sobre el
sentido último de su vida. Pidamos, pues, que aumenten los
espacios de libertad religiosa en todos los Estados, para que los
cristianos, así como también los miembros de otras religiones,
puedan vivir personal y comunitariamente sus convicciones
libremente.
Eucaristía,
misterio que se ha de ofrecer al mundo
Eucaristía: pan partido
para la vida del mundo
88. « El pan que yo daré es mi
carne para la vida del mundo » (Jn 6,51). Con estas
palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de su
propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima
compasión que Él tiene por cada persona. En efecto, los
Evangelios nos narran muchas veces los sentimientos de Jesús por
los hombres, de modo especial por los que sufren y los pecadores
(cf. Mt 20,34; Mc 6,54; Lc 9,41). Mediante un
sentimiento profundamente humano, Él expresa la intención
salvadora de Dios para todos los hombres, a fin de que lleguen a
la vida verdadera. Cada celebración eucarística actualiza
sacramentalmente el don de su propia vida que Jesús hizo en la
Cruz por nosotros y por el mundo entero. Al mismo tiempo, en la
Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por
cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico,
el servicio de la caridad para con el prójimo, que « consiste
precisamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona
que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse
a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que
se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el
sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo
con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de
Jesucristo ».[240]
De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos y
hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos « hasta
el extremo » (Jn 13,1). Por consiguiente, nuestras
comunidades, cuando celebran la Eucaristía, han de ser cada vez más
conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que,
por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a
hacerse « pan partido » para los demás y, por tanto, a trabajar
por un mundo más justo y fraterno. Pensando en la multiplicación
de los panes y los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue
exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en
primera persona: « dadles vosotros de comer » (Mt 14,16).
En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser,
junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo.
Implicaciones sociales del
Misterio eucarístico
89. La unión con Cristo que se
realiza en el Sacramento nos capacita también para nuevos tipos
de relaciones sociales: « la "mística'' del Sacramento
tiene un carácter social ». En efecto, « la unión con Cristo
es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se
entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo
pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán »[241]
A este respecto, hay que explicitar la relación entre Misterio
eucarístico y compromiso social. La Eucaristía es sacramento de
comunión entre hermanos y hermanas que aceptan reconciliarse en
Cristo, el cual ha hecho de judíos y paganos un pueblo solo,
derribando el muro de enemistad que los separaba (cf. Ef
2,14). Sólo esta constante tensión hacia la reconciliación
permite comulgar dignamente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo
(cf. Mt 5,23- 24).[242]
Cristo, por el memorial de su sacrificio, refuerza la comunión
entre los hermanos y, de modo particular, apremia a los que están
enfrentados para que aceleren su reconciliación abriéndose al diálogo
y al compromiso por la justicia. No cabe duda de que las
condiciones para establecer una paz verdadera son la restauración
de la justicia, la reconciliación y el perdón.[243]
De esta toma de conciencia nace la voluntad de transformar también
las estructuras injustas para restablecer el respeto de la
dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. La
Eucaristía, a través de la puesta en práctica de este
compromiso, transforma en vida lo que ella significa en la
celebración. Como he afirmado, la Iglesia no tiene como tarea
propia emprender una batalla política para realizar la sociedad más
justa posible; sin embargo, tampoco puede ni debe quedarse al
margen de la lucha por la justicia. La Iglesia « debe insertarse
en ella a través de la argumentación racional y debe despertar
las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre
exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar ».[244]
En la perspectiva de la
responsabilidad social de todos los cristianos, los Padres
sinodales han recordado que el sacrificio de Cristo es misterio de
liberación que nos interpela y provoca continuamente. Dirijo por
tanto una llamada a todos los fieles para que sean realmente
operadores de paz y de justicia: « En efecto, quien participa en
la Eucaristía ha de comprometerse en construir la paz en nuestro
mundo marcado por tantas violencias y guerras, y de modo
particular hoy, por el terrorismo, la corrupción económica y la
explotación sexual ».[245]
Todos estos problemas, que a su vez engendran otros fenómenos
degradantes, son los que despiertan viva preocupación. Sabemos
que estas situaciones no se pueden afrontar de un manera
superficial. Precisamente, gracias al Misterio que celebramos,
deben denunciarse las circunstancias que van contra la dignidad
del hombre, por el cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando
así el alto valor de cada persona.
El alimento de la verdad y
la indigencia del hombre
90. No podemos permanecer pasivos
ante ciertos procesos de globalización que con frecuencia hacen
crecer desmesuradamente en todo el mundo la diferencia entre ricos
y pobres. Debemos denunciar a quien derrocha las riquezas de la
tierra, provocando desigualdades que claman al cielo (cf. St
5,4). Por ejemplo, es imposible permanecer callados ante « las imágenes
sobrecogedoras de los grandes campos de prófugos o de refugiados
—en muchas partes del mundo— concentrados en precarias
condiciones para librarse de una suerte peor, pero necesitados de
todo. Estos seres humanos, ¿no son nuestros hermanos y hermanas?
¿Acaso sus hijos no vienen al mundo con las mismas esperanzas legítimas
de felicidad que los demás? ».[246]
El Señor Jesús, Pan de vida eterna, nos apremia y nos hace estar
atentos a las situaciones de pobreza en que se halla todavía gran
parte de la humanidad: son situaciones cuya causa implica a menudo
un clara e inquietante responsabilidad por parte de los hombres.
En efecto, « sobre la base de datos estadísticos disponibles, se
puede afirmar que menos de la mitad de las ingentes sumas
destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para
sacar de manera estable de la indigencia al inmenso ejército de
los pobres. Esto interpela a la conciencia humana. Nuestro común
compromiso por la verdad puede y tiene que dar nueva esperanza a
estas poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza, mucho más
a causa de situaciones que dependen de las relaciones
internacionales políticas, comerciales y culturales, que a causa
de circunstancias incontroladas ».[247]
El alimento de la verdad nos
impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre, en las
que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta
de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin
descanso en la construcción de la civilización del amor. Los
cristianos han procurado desde el principio compartir sus bienes
(cf. Hch 4,32) y ayudar a los pobres (cf. Rm 15,26).
La colecta en las asambleas litúrgicas no sólo nos lo recuerda
expresamente, sino que es también una necesidad muy actual. Las
instituciones eclesiales de beneficencia, en particular Caritas
en sus diversos ámbitos, prestan el precioso servicio de
ayudar a las personas necesitadas, sobre todo a los más pobres.
Estas instituciones, inspirándose en la Eucaristía, que es el
sacramento de la caridad, se convierten en su expresión concreta;
por ello merecen todo encomio y estímulo por su compromiso
solidario en el mundo.
Doctrina social de la
Iglesia
91. El misterio de la Eucaristía
nos capacita e impulsa a un trabajo audaz en las estructuras de
este mundo para llevarles aquel tipo de relaciones nuevas, que
tiene su fuente inagotable en el don de Dios. La oración que
repetimos en cada santa Misa: « Danos hoy nuestro pan de cada día
», nos obliga a hacer todo lo posible, en colaboración con las
instituciones internacionales, estatales o privadas, para que cese
o al menos disminuya en el mundo el escándalo del hambre y de la
desnutrición que sufren tantos millones de personas,
especialmente en los países en vías de desarrollo. El cristiano
laico en particular, formado en la escuela de la Eucaristía, está
llamado a asumir directamente su propia responsabilidad política
y social. Para que pueda desempeñar adecuadamente sus cometidos
hay que prepararlo mediante una educación concreta para la
caridad y la justicia. Por eso, como ha pedido el Sínodo, es
necesario promover la doctrina social de la Iglesia y darla a
conocer en las diócesis y en las comunidades cristianas.[248]
En este precioso patrimonio, procedente de la más antigua tradición
eclesial, encontramos los elementos que orientan con profunda
sabiduría el comportamiento de los cristianos ante las cuestiones
sociales candentes. Esta doctrina, madurada durante toda la
historia de la Iglesia, se caracteriza por el realismo y el
equilibrio, ayudando así a evitar compromisos equívocos o utopías
ilusorias.
Santificación del mundo y
salvaguardia de la creación
92. Para desarrollar una profunda
espiritualidad eucarística que pueda influir también de manera
significativa en el campo social, se requiere que el pueblo
cristiano tenga conciencia de que, al dar gracias por medio de la
Eucaristía, lo hace en nombre de toda la creación, aspirando así
a la santificación del mundo y trabajando intensamente para tal
fin.[249] La
Eucaristía misma proyecta una luz intensa sobre la historia
humana y sobre todo el cosmos. En esta perspectiva sacramental
aprendemos, día a día, que todo acontecimiento eclesial tiene
carácter de signo, mediante el cual Dios se comunica a sí mismo
y nos interpela. De esta manera, la forma eucarística de la vida
puede favorecer verdaderamente un auténtico cambio de mentalidad
en el modo de ver la historia y el mundo. La liturgia misma nos
educa para todo esto cuando, durante la presentación de las
ofrendas, el sacerdote dirige a Dios una oración de bendición y
de petición sobre el pan y el vino, « fruto de la tierra », «
de la vid » y del « trabajo del hombre ». Con estas palabras,
además de incluir en la ofrenda a Dios toda la actividad y el
esfuerzo humano, el rito nos lleva a considerar la tierra como
creación de Dios, que produce todo lo necesario para nuestro
sustento. La creación no es una realidad neutral, mera materia
que se puede utilizar indiferentemente siguiendo el instinto
humano. Más bien forma parte del plan bondadoso de Dios, por el
que todos nosotros estamos llamados a ser hijos e hijas en el Hijo
unigénito de Dios, Jesucristo (cf. Ef 1,4-12). La fundada
preocupación por las condiciones ecológicas en que se halla la
creación en muchas partes del mundo encuentra motivos de consuelo
en la perspectiva de la esperanza cristiana, que nos compromete a
actuar responsablemente en defensa de la creación.[250]
En efecto, en la relación entre la Eucaristía y el universo
descubrimos la unidad del plan de Dios y se nos invita a descubrir
la relación profunda entre la creación y la « nueva creación
», inaugurada con la resurrección de Cristo, nuevo Adán. En
ella participamos ya desde ahora en virtud del Bautismo (cf.
Col 2,12 s.), y así se le abre a nuestra vida cristiana,
alimentada por la Eucaristía, la perspectiva del mundo nuevo, del
nuevo cielo y de la nueva tierra, donde la nueva Jerusalén baja
del cielo, desde Dios, « ataviada como una novia que se adorna
para su esposo » (Ap 21,2).
Utilidad de un Compendio
eucarístico
93. Al final de estas reflexiones,
en las que he querido fijarme en las orientaciones surgidas en el
Sínodo, deseo acoger también una petición que hicieron los
Padres para ayudar al pueblo cristiano a creer, celebrar y vivir
cada vez mejor el Misterio eucarístico. Preparado por los
Dicasterios competentes se publicará un Compendio que
recogerá textos del Catecismo de la Iglesia Católica, oraciones
y explicaciones de las Plegarias Eucarísticas del Misal, así
como todo lo que pueda ser útil para la correcta comprensión,
celebración y adoración del Sacramento del altar.[251]
Espero que este instrumento ayude a que el memorial de la Pascua
del Señor se convierta cada vez más en fuente y culmen de la
vida y de la misión de la Iglesia. Esto impulsará a cada fiel a
hacer de su propia vida un verdadero culto espiritual.
CONCLUSIÓN
94. Queridos hermanos y hermanas,
la Eucaristía es el origen de toda forma de santidad, y todos
nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espíritu
Santo. ¡Cuántos santos han hecho auténtica su propia vida
gracias a su piedad eucarística! De san Ignacio de Antioquía a
san Agustín, de san Antonio abad a san Benito, de san Francisco
de Asís a santo Tomás de Aquino, de santa Clara de Asís a santa
Catalina de Siena, de san Pascual Bailón a san Pedro Julián
Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de
Foucauld, de san Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux, de
san Pío de Pietrelcina a la beata Teresa de Calcuta, del beato
Piergiorgio Frassati al beato Iván Merz, sólo por citar algunos
de los numerosos nombres, la santidad ha tenido siempre su centro
en el sacramento de la Eucaristía.
Por eso, es necesario que en la
Iglesia se crea realmente, se celebre con devoción y se viva
intensamente este santo Misterio. El don de sí mismo que Jesús
hace en el Sacramento memorial de su pasión, nos asegura que el
culmen de nuestra vida está en la participación en la vida
trinitaria, que en él se nos ofrece de manera definitiva y
eficaz. La celebración y adoración de la Eucaristía nos
permiten acercarnos al amor de Dios y adherirnos personalmente a
él hasta unirnos con el Señor amado. El ofrecimiento de nuestra
vida, la comunión con toda la comunidad de los creyentes y la
solidaridad con cada hombre, son aspectos imprescindibles de la logiké
latreía, del culto espiritual, santo y agradable a Dios (cf.
Rm 12,1), en el que toda nuestra realidad humana concreta se
transforma para su gloria. Invito, pues, a todos los pastores a
poner la máxima atención en la promoción de una espiritualidad
cristiana auténticamente eucarística. Que los presbíteros, los
diáconos y todos los que desempeñan un ministerio eucarístico,
reciban siempre de estos mismos servicios, realizados con esmero y
preparación constante, fuerza y estímulo para el propio camino
personal y comunitario de santificación. Exhorto a todos los
laicos, en particular a las familias, a encontrar continuamente en
el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para transformar la
propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor
resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que
manifiesten con su propia vida eucarística el esplendor y la
belleza de pertenecer totalmente al Señor.
95. A principios del siglo IV, el
culto cristiano estaba todavía prohibido por las autoridades
imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían
en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la
prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les
era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine
dominico non possumus.[252]
Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos
que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan
por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo
resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el
Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta dominicam
viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día
del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación
definitiva. ¿Qué tiene de extraño que deseemos vivir cada día
según la novedad introducida por Cristo con el misterio de la
Eucaristía?
96. Que María Santísima, Virgen
inmaculada, arca de la nueva y eterna alianza, nos acompañe en
este camino al encuentro del Señor que viene. En Ella encontramos
la esencia de la Iglesia realizada del modo más perfecto. La
Iglesia ve en María, « Mujer eucarística » —como la llamó
el Siervo de Dios Juan Pablo II [253]—,
su icono más logrado, y la contempla como modelo insustituible de
vida eucarística. Por eso, disponiéndose a acoger sobre el altar
el « verum Corpus natum de Maria Virgine », el sacerdote,
en nombre de la asamblea litúrgica, afirma con las palabras del
canon: « Veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre
Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor ».[254]
Su santo nombre se invoca y venera también en los cánones de las
tradiciones cristianas orientales. Los fieles, por su parte, «
encomiendan a María, Madre de la Iglesia, su vida y su trabajo.
Esforzándose por tener los mismos sentimientos de María, ayudan
a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al Padre
».[255] Ella es la
Tota pulchra, Toda hermosa, ya que en Ella brilla el
resplandor de la gloria de Dios. La belleza de la liturgia
celestial, que debe reflejarse también en nuestras asambleas,
tiene un fiel espejo en Ella. De Ella hemos de aprender a
convertirnos en personas eucarísticas y eclesiales para poder
presentarnos también nosotros, según la expresión de san Pablo,
« inmaculados » ante el Señor, tal como Él nos ha querido
desde el principio (cf. Col 1,21; Ef 1,4).[256]
97. Que el Espíritu Santo, por
intercesión de la Santísima Virgen María, encienda en nosotros
el mismo ardor que sintieron los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35),
y renueve en nuestra vida el asombro eucarístico por el
resplandor y la belleza que brillan en el rito litúrgico, signo
eficaz de la belleza infinita propia del misterio santo de Dios.
Aquellos discípulos se levantaron y volvieron de prisa a Jerusalén
para compartir la alegría con los hermanos y hermanas en la fe.
En efecto, la verdadera alegría está en reconocer que el Señor
se queda entre nosotros, compañero fiel de nuestro camino. La
Eucaristía nos hace descubrir que Cristo muerto y resucitado, se
hace contemporáneo nuestro en el misterio de la Iglesia, su
Cuerpo. Hemos sido hechos testigos de este misterio de amor.
Deseemos ir llenos de alegría y admiración al encuentro de la
santa Eucaristía, para experimentar y anunciar a los demás la
verdad de la palabra con la que Jesús se despidió de sus discípulos:
« Yo estoy con vosotros todos los días, hasta al fin del mundo
» (Mt 28,20).
En Roma, junto a san Pedro, el
22 de Febrero, fiesta de la Cátedra del Apóstol san Pedro, del año
2007, segundo de mi Pontificado.
Notas
[1]
Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 73, a.
3.
[2]
In Iohannis Evangelium Tractatus, 26,5: PL 35, 1609.
[3]
A
los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para
la Doctrina de la Fe (10 febrero 2006): AAS 98
(2006), 255.
[4]
Discurso
a los participantes en la III reunión del XI Consejo Ordinario
del Sínodo de los Obispos (1 junio 2006): L'Osservatore
Romano, ed. en lengua española (9 junio 2006), p. 18.
[5]
Cf. Propositio 2.
[6]
Me refiero a la necesidad de una hermenéutica de la continuidad
con referencia también a una correcta lectura del desarrollo litúrgico
después del Concilio Vaticano II: cf. Discurso
a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98
(2006), 44-45.
[7]
Cf. AAS 97(2005), 337-352.
[8]
Cf. Año
de la Eucaristía. Sugerencias y propuestas (14 octubre
2004): L'Osservatore Romano (15 octubre 2004), Suplemento.
[9]
Cf. AAS 95(2003), 433-475. Recuérdese también la
Instrucción de la Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Redemptionis
Sacramentum (25 marzo 2004): AAS 96 (2004),
549-601, querida expresamente por Juan Pablo II.
[10]
Por recordar sólo los principales: Conc. Ecum. de Trento, Doctrina
et canones de ss. Missae sacrificio, DS 1738-1759; León
XIII, Carta enc. Mirae Caritatis (28 mayo 1902): ASS
(1903), 115- 136, 115-136; Pío XII, Carta enc. Mediator Dei (20
noviembre 1947): AAS 39 (1947), 521-595; Pablo VI, Carta
enc. Mysterium Fidei (3 septiembre 1965): AAS 57
(1965), 753-774; Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia
de Eucharistia (17 abril 2003): AAS 95(2003),
433-475; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Instr. Eucharisticum mysterium (25 mayo 1967):
AAS 59 (1967), 539-573; Instr. Liturgiam authenticam
(28 marzo 2001): AAS 93 (2001), 685-726.
[11]
Cf. Propositio 1.
[12]
N. 14: AAS 98 (2006), 229.
[13]
Catecismo
de la Iglesia Católica, 1327.
[14]
Propositio 16.
[15]
Homilía
en la Misa de toma de posesión de la Cátedra de Roma (7
mayo 2005): AAS 97 (2005), 752.
[16]
Cf. Propositio 4.
[17]
De Trinitate, VIII, 8, 12: CCL 50, 287.
[18]
Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 12: AAS 98 (2006),
228.
[19]
Cf. Propositio 3.
[20]
Breviario Romano, Himno en el Oficio de lectura de la
solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
[21]
Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 13: AAS 98 (2006),
228.
[22]
Homilía
en la explanada de Marienfeld (21 agosto 2005): AAS
97 (2005), 891-892.
[23]
Cf. Propositio 3.
[24]
Cf. Misal Romano, Plegaria Eucarística IV.
[25]
Catequesis XXIII, 7: PG 33, 1114s.
[26]
Cf. Sobre el sacerdocio, VI, 4: PG 48, 681.
[27]
Ibíd., III, 4: PG 48, 642.
[28]
Propositio 22.
[29]
Cf. Propositio 42: « Este encuentro eucarístico se
realiza en el Espíritu Santo que nos transforma y santifica. Él
despierta en el discípulo la decidida voluntad de anunciar con
audacia a los demás lo que se ha escuchado y vivido, para acompañarlos
al mismo encuentro con Cristo. De este modo, el discípulo,
enviado por la Iglesia, se abre a una misión sin fronteras ».
[30]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 3; véase, por ejemplo, S. Juan
Crisóstomo, Catequesis 3,13-19: SC 50,174-177.
[31]
Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia
de Eucharistia (17 abril 2003), 1: AAS 95(2003)
433.
[32]
Ibíd.,
21: AAS 95 (2003), 447.
[33]
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor
hominis (4 marzo 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316;
Carta ap. Dominicae
Cenae (24 febrero 1980), 4: AAS 72 (1980), 119-121.
[34]
Cf. Propositio 5.
[35]
Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 80, a.
4.
[36]
N. 38: AAS 95 (2003), 458.
[37]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 23.
[38]
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis
notio, sobre algunos aspectos de la Iglesia como comunión
(28 mayo 1992), 11: AAS 85 (1993), 844-845.
[39]
Propositio 5: « El término “católico” expresa la
universalidad que proviene de la unidad que la Eucaristía, que se
celebra en cada Iglesia, favorece y edifica. En la Eucaristía,
las Iglesias particulares tienen el papel de hacer visible en la
Iglesia universal su propia unidad y su diversidad. Esta relación
de amor fraterno deja entrever la comunión trinitaria. Los
concilios y los sínodos expresan en la historia este aspecto
fraterno de la Iglesia ».
[40]
Cf. ibíd.
[41]
Decr. Presbyterorum
Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros,
5.
[42]
Cf. Propositio 14.
[43]
Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 1.
[44]
De Orat. Dom., 23: PL 4, 553.
[45]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 48; cf. también ibíd.,
9.
[46]
Cf. Propositio 13.
[47]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 7.
[48]
Cf. ibíd., 11; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad
gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 9.13.
[49]
Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dominicae
Cenae (24 febrero 1980), 7: AAS 72 (1980), 124-127;
Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum
Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros,
5.
[50]
Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales,
can. 710.
[51]
Cf. Rito de la iniciación cristiana de los adultos,
Introd. gen., nn. 34-36.
[52]
Cf. Rito del Bautismo de los niños, Introd. nn. 18-19.
[53]
Cf. Propositio 15.
[54]
Cf. Propositio 7. Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia
de Eucharistia (17 abril 2003), 36: AAS 95 (2003),
457-458.
[55]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio
et paenitentia (2 diciembre 1984), 18: AAS 77
(1985), 224-228.
[56]
Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 1385.
[57]
A este respecto, se puede pensar en el Confiteor o en las
palabras del sacerdote y de la asamblea antes de acercarse al
altar: « Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero
una palabra tuya bastará para sanarme ». La liturgia prevé
justamente algunas oraciones muy bellas para el sacerdote,
transmitidas por la tradición y que le recuerdan la necesidad de
ser perdonado, como, por ejemplo, las que se pronuncian en voz
baja antes de invitar a los fieles a la comunión sacramental: « líbrame,
por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas
y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás
permitas que me separe de ti ».
[58]
Cf. S. Juan Damasceno, Sobre la recta fe, IV, 9: PG 94,
1124C; S. Gregorio Nacianceno, Discurso 39, 17: PG 36,
356A; Conc. Ecum. de Trento, Doctrina de sacramento
paenitentiae, cap. 2: DS 1672.
[59]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 11; Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Reconciliatio
et paenitentia (2 diciembre 1984), 30: AAS 77
(1985), 256-257.
[60]
Cf. Propositio 7.
[61]Cf.
Juan Pablo II, Motu proprio Misericordia
Dei (7 abril 2002): AAS 94 (2002), 452-459.
[62]
Junto con los Padres sinodales, recuerdo que las celebraciones
penitenciales no sacramentales, mencionadas en el ritual del
sacramento de la Reconciliación, pueden ser útiles para aumentar
el espíritu de conversión y de comunión en las comunidades
cristianas, preparando así los corazones a la celebración del
sacramento: cf. Propositio 7.
[63]
Cf. Código
de Derecho Canónico, can. 508.
[64]
Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina (1 enero
1967), Normae, n. 1: AAS 59 (1967), 21.
[65]
Ibíd., 9: AAS 59 (1967), 18-19.
[66]
Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 1499-1531.
[67]
Ibíd.,
1524.
[68]
Cf. Propositio 44.
[69]
Cf. Sínodo de los Obispos, II Asamblea General, Documento sobre
el sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 noviembre
1971): AAS 63 (1971), 898-942.
[70]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores
dabo vobis (25 marzo 1992), 42-69: AAS 84 (1992),
729-778.
[71]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 10; Congregación para la
Doctrina de la Fe, Carta sobre algunas cuestiones concernientes al
ministro de la Eucaristía Sacerdotium ministeriale (6
agosto 1983): AAS 75 (1983), 1001-1009.
[72]
Catecismo
de la Iglesia Católica, 1548.
[73]
Ibíd.,
1552.
[74]
Cf. In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5: PL 35,
1967.
[75]
Cf. Propositio 11.
[76]
Cf. Decr. Presbyterorum
Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros,
16.
[77]
Cf. Juan XXIII, Carta enc. Sacerdotii nostri primordia (1
agosto 1959): AAS 51 (1959), 545-579; Pablo VI, Carta enc.
Sacerdotalis coelibatus (24 junio 1967): AAS 59
(1967), 657-697; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores
dabo vobis (25 marzo 1992), 29: AAS 84 (1992),
703-705; Benedicto XVI, Discurso
a la Curia Romana ( 22 diciembre 2006): L'Osservatore
Romano, ed. en lengua española (29 diciembre 2006), p. 7.
[78]
Cf. Propositio 11.
[79]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam
totius, sobre la formación sacerdotal, 6; Código de
Derecho Canónico, can. 241, § 1 y can. 1029; Código de
los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 342, § 1 y can.
758; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores
dabo vobis (25 marzo 1992) 11.34.50: AAS 84 (1992),
673-675; 712-714; 746-748; Congregación para el Clero, Directorio
para el ministerio y la vida de los presbíteros Dives
Ecclesiae (31 marzo 1994), 58: LEV, 1994, pp.
56-58; Congregación para la Educación Católica, Instrucción
sobre los criterios de discernimiento vocacional sobre las
personas con tendencias homosexuales con vistas a su admisión al
Seminario y a las Órdenes sagradas (4 noviembre 2005): AAS
97 (2005), 1007-1013.
[80]
Cf. Propositio 12; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores
dabo vobis (25 marzo 1992) 41: AAS 84 (1992),
726-729.
[81]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 29.
[82]
Cf. Propositio 38.
[83]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 57: AAS 74 (1982),
149-150.
[84]
Carta ap. Mulieris
dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988),
1715-1716.
[85]
Catecismo
de la Iglesia Católica, 1617.
[86]
Cf. Propositio 8.
[87]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 11.
[88]Cf.
Propositio 8.
[89]
Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris
dignitatem (15 agosto 1988): AAS 80 (1988),
1653-1729; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta
a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del
hombre y de la mujer en la Iglesia y en el mundo (31 mayo
2004): AAS 96 (2004), 671-687.
[90]
Cf. Propositio 9.
[91]
Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 1640.
[92]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 84: AAS 74 (1982),
184-186; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta
a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la
comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y
vueltos a casar Annus Internationalis Familiae (14
septiembre 1994): AAS 86 (1994), 974-979.
[93]
Cf. Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, Instrucción
sobre las normas que han de observarse en los tribunales eclesiásticos
en las causas matrimoniales Dignitas
connubii (25 enero 2005), Ciudad del Vaticano, 2005.
[94]
Cf. Propositio 40.
[95]
Discurso
al Tribunal de la Rota Romana con ocasión de la inauguración del
año judicial (28
enero 2006): AAS 98 (2006), 138.
[96]
Cf. Propositio 40.
[97]
Cf. ibíd.
[98]
Cf. ibíd.
[99]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 48.
[100]
Cf. Propositio 3.
[101]
A este propósito, quisiera recordar las palabras llenas de
esperanza y de consuelo de la Plegaria eucarística II: «
Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la
esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu
misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro ».
[102]
Cf. Homilía
(8 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 15-16.
[103]
Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 58.
[104]
Propositio 4.
[105]
Relatio post disceptationem, 4: L'Osservatore Romano
(14 octubre 2005), p. 5.
[106]
Cf. Serm. 1, 7; 11, 10; 22, 7; 29, 76: Sermones
dominicales ad fidem codicum nunc denuo editi, Grottaferrata,
1977, pp.135, 209 s., 292 s., 337; Benedicto XVI, Mensaje
a los Movimientos Eclesiales y a las Nuevas Comunidades (22
mayo 2006): AAS 98 (2006), 463.
[107]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[108]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina revelación, 2.4.
[109]
Propositio 33.
[110]
Sermo 227, 1: PL 38, 1099.
[111]
S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 21, 8: PL
35, 1568.
[112]
Ibíd., 28,1: PL 35, 1622.
[113]
Cf. Propositio 30. La santa Misa que la Iglesia celebra
durante la semana, y a la que se invita a los fieles a participar,
tiene también su paradigma en el día del Señor, el día de la
resurrección de Cristo; Propositio 43.
[114]
Cf. Propositio 2.
[115]
Cf. Propositio 25.
[116]
Cf. Propositio 19. La Propositio 25 especifica: «
Una auténtica acción litúrgica expresa la sacralidad del
Misterio eucarístico. Ésta debería reflejarse en las palabras y
las acciones del sacerdote celebrante mientras intercede ante
Dios, tanto con los fieles como por ellos ».
[117]
Ordenación General del Misal Romano, 22; cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41; Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr.
Redemptionis
Sacramentum (25 marzo 2004), 19-25: AAS 96 (2004),
555-557.
[118]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus
Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 14;
Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41.
[119]
Ordenación General del Misal Romano, 22.
[120]
Cf. ibíd.
[121]
Cf. Propositio 25.
[122]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 112-130.
[123]
Cf. Propositio 27.
[124]
Cf. ibíd.
[125]
Con referencia a estos aspectos, es necesario atenerse fielmente a
lo establecido en la Ordenación General del Misal Romano,
319-351.
[126]
Cf. Ordenación General del Misal Romano, 39-41; Conc.
Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 112-118.
[127]
Sermo 34, 1: PL 38, 210.
[128]
Cf. Propositio 25: « Como todas las expresiones artísticas,
también el canto debe armonizarse íntimamente con la liturgia y
contribuir eficazmente a su finalidad, es decir, ha de expresar la
fe, la oración, la admiración y el amor a Jesús presente en la
Eucaristía ».
[129]
Cf. Propositio 29.
[130]
Cf. Propositio 36.
[131]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 116; Ordenación
General del Misal Romano, 41.
[132]
Ordenación General del Misal Romano, 28; cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 56; Sagrada
Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum Mysterium (25
mayo 1967), 3: AAS 57 (1967), 540-543.
[133]
Cf. Propositio 18.
[134]
Ibíd.
[135]
Ordenación General del Misal Romano, 29.
[136]
Cf. Juan Pablo II, Carta. enc. Fides
et ratio (14 septiembre 1998), 13: AAS 91
(1999), 15-16.
[137]
S. Jerónimo, Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17;
cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina revelación, 25.
[138]
Cf. Propositio 31.
[139]
Cf. Ordenación General del Misal Romano, 29; Conc. Ecum.
Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.33.52.
[140]
Propositio 19.
[141]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 52.
[142]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina revelación, 21.
[143]
Para este fin, el Sínodo ha exhortado a elaborar elementos
pastorales basados en el leccionario trienal, que ayuden a unir
intrínsecamente la proclamación de las lecturas previstas con la
doctrina de la fe: cf. Propositio 19.
[144]
Cf. Propositio 20.
[145]
Ordenación General del Misal Romano, 78.
[146]
Cf. ibíd. 78-79.
[147]
Cf. Propositio 22.
[148]
Ordenación General del Misal Romano, 79d.
[149]
Ibíd. 79c.
[150]
Teniendo en cuenta costumbres antiguas y venerables, así como los
deseos manifestados por los Padres sinodales, he pedido a los
Dicasterios competentes que estudien la posibilidad de colocar el
rito de la paz en otro momento, por ejemplo, antes de la
presentación de las ofrendas en el altar. Por lo demás, dicha
opción recordaría de manera significativa la amonestación del
Señor sobre la necesidad de reconciliarse antes de presentar
cualquier ofrenda a Dios (cf. Mt 5,23 s.): cf.
Propositio 23.
[151]
Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Instr. Redemptionis
Sacramentum (25 marzo 2004), 80-96: AAS 96 (2004),
574-577.
[152]
Cf. Propositio 34.
[153]
Cf. Propositio 35.
[154]
Cf. Propositio 24.
[155]
Cf. Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 14-20; 30 s.; 48 s.;
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Instr. Redemptionis
Sacramentum (25 marzo 2004), 36-42: AAS 96 (2004),
561-564.
[156]
N. 48.
[157]
Ibíd.
[158]
Cf. Congregación para el Clero y otros Dicasterios de la Curia
Romana, Instr. Sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración
de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, Ecclesiae
de mysterio (15 agosto 1997): AAS 89 (1997), 852-877.
[159]
Cf. Propositio 33.
[160]
Ordenación General del Misal Romano, 92.
[161]
Cf. ibíd., 94.
[162]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam
actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 24;
Ordenación General del Misal Romano, nn. 95-111; Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr.
Redemptionis
Sacramentum (25 marzo 2004), 43-47: AAS 96 (2004),
564-566; Propositio 33: « Se han de introducir estos
ministerios de acuerdo con un mandato específico y las exigencias
reales de la comunidad que celebra. Las personas encargadas de
estos servicios litúrgicos laicales han de ser elegidas con mucha
atención, bien preparadas y acompañadas con una formación
permanente. Su nombramiento ha de ser temporal. Dichas personas
deben ser conocidas por la comunidad y recibir de ella el debido
reconocimiento ».
[163]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 37-42.
[164]
Cf. nn. 386-399.
[165]
AAS 87 (1995), 288-314.
[166]
Cf. Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14
septiembre 1995), 55-71; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in
America (22 enero 1999), 16.40.64.70-72: AAS 91 (1999),
752-753; 775-776; 799; 805-809; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia
in Asia (6 noviembre 1999), 21s.: AAS 92 (2000),
482-487; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22
noviembre 2001), 16: AAS 94 (2002), 382- 384; Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in Europa (28 junio 2003), 58- 60:
AAS 95 (2003), 685-686.
[167]
Cf. Propositio 26.
[168]
Cf. Propositio 35; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 11.
[169]
Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 1388; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 55.
[170]
Cf. Carta enc. Ecclesia
de Eucharistia (17 abril 2003), 34: AAS 95
(2003), 456.
[171]
Así, por ejemplo, Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae,
III, q. 80, a. 1,2; Sta. Teresa de Jesús, Camino de perfección,
cap. 35. La doctrina ha sido confirmada con autoridad por el
Concilio de Trento, sess. XIII, c. VIII.
[172]
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Ut
unum sint (25 mayo 1995), 8: AAS 87 (1995),
925-926.
[173]
Cf. Propositio 41; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis
redintegratio, sobre el ecumenismo, 8,15; Juan Pablo II,
Carta enc. Ut
unum sint (25 mayo 1995), 46: AAS 87 (1995), 948;
Carta enc. Ecclesia
de Eucharistia (17 abril 2003), 45-46: AAS 95
(2003), 463- 464; Código
de Derecho Canónico, can. 844 §§ 3-4; Código de los
Cánones de las Iglesias Orientales, can. 671 §§ 3-4;
Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, Directoire
pour l'application des principes et des normes sur l'œcuménisme (25
marzo 1993), 125, 129-131: AAS 85 (1993), 1087, 1088-1089.
[174]
Cf. nn. 1398-1401.
[175]
Cf. n. 293.
[176]Cf.
Consejo Pontificio de las Comunicaciones Sociales, Instr. past.
sobre las Comunicaciones Sociales en el 20º aniversario de la «
Communio et progressio », Aetatis
novae (22 febrero 1992): AAS 84 (1992), 447-468.
[177]
Cf. Propositio 29.
[178]
Cf. Propositio 44.
[179]
Cf. Propositio 48.
[180]
Este conocimiento se puede adquirir también en los años de
formación de los candidatos al sacerdocio en el seminario
mediante iniciativas apropiadas: cf. Propositio 45.
[181]
Cf. Propositio 37.
[182]
Cf. Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 36 y 54.
[183]
Propositio 36.
[184]
Cf. ibíd.
[185]
Cf. Propositio 32.
[186]Cf.
Propositio 14.
[187]
Propositio 19.
[188]
Cf. Propositio 14.
[180]
Cf. Homilía
en las primeras Vísperas de Pentecostés (3 junio 2006):
AAS 98 (2006), 509.
[190]
Cf. Propositio 34.
[191]
Enarrationes in Psalmos 98,9 CCL XXXIX 1385; cf. Discurso
a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98
(2006), 44-45.
[192]
Cf. Propositio 6.
[193]
Discurso
a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98
(2006), 45.
[194]
Cf. Propositio 6; Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Directorio
sobre la piedad popular y liturgia (17 diciembre 2001),
nn. 164-165, Ciudad del Vaticano 2002; Sagrada Congregación de
Ritos, Instr. Eucharisticum Mysterium (25 mayo 1967): AAS
57 (1967), 539-573.
[195]
Cf. Relatio post disceptationem, 11: L'Osservatore
Romano (14 octubre 2005), p. 5.
[196]Cf.
Propositio 28.
[197]
Cf. n. 314.
[198]
VII, 10, 16: PL 32, 742.
[199]
Homilía
en la Explanada de Marienfeld, (21 agosto 2005): AAS 97
(2005), 892; cf. Homilía
en la Vigilia de Pentecostés (3 junio 2006): AAS
98 (2006), 505.
[200]
Cf. Relatio post disceptationem, 6,47: L'Osservatore
Romano (14 octubre 2005), pp. 5. 6; Propositio 43.
[201]
De civitate Dei, X, 6: PL 41, 284.
[202]
Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 1368.
[203]
Cf. S. Ireneo, Contra las herejías IV, 20, 7: PG 7,
1037.
[204]
A los Magnesios, 9,1-2: PG 5, 670.
[205]
Cf. I Apología 67, 1-6; 66: PG 6, 430 s. 427. 430.
[206]
Cf. Propositio 30.
[207]
Cf. AAS 90 (1998), 713-766.
[208]
Propositio 30.
[209]
Homilía (19
marzo 2006): AAS 98 (2006), 324.
[210]
Señala a este respecto el Compendio
de la doctrina social de la Iglesia, 258: « El descanso
abre al hombre, sujeto a la necesidad del trabajo, la perspectiva
de una libertad más plena, la del Sábado eterno (cf. Hb 4,9-10).
El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras de
Dios, desde la Creación hasta la Redención, reconocerse a sí
mismos como obra suya (cf. Ef 2,10), y dar gracias por su
vida y su subsistencia a Él, que de ellas es el Autor ».
[211]
Cf. Propositio 10.
[212]
Cf. ibíd..
[213]
Cf. Discurso
a los obispos de la conferencia episcopal de Canadá – Quebec en
visita ad limina Apostolorum (11 mayo 2006):
L'Osservatore Romano (12 mayo 2006), p. 5.
[214]
N. 10: AAS 71(1979), 414-415.
[215]
Audiencia
general del 29 marzo 2006: L'Osservatore Romano, ed. en
lengua española (31 marzo 2006), p. 16.
[216]
Propositio 39.
[217]
Cf. Relatio post disceptationem, 30: L'Osservatore
Romano (14 octubre 2005), p. 6.
[218]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium sobre la Iglesia, 39-42.
[219]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles
laici (30 diciembre 1988), 14.16: AAS 81 (1989),
409-413; 416-418.
[220]
Cf. Propositio 39.
[221]
Cf. ibíd.
[222]
Pontifical Romano. Ordenación del Obispo, de Presbíteros
y de Diáconos, Rito de la ordenación del presbítero, n.
150.
[223]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores
dabo vobis (25 marzo 1992),19-33; 70-81: AAS 84
(1992), 686-712; 778-800.
[224]
Propositio 38.
[225]
Propositio 39. Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Vita
consecrata (25 marzo 1996), 95: AAS 88 (1996),
470-471.
[226]
Código
de Derecho Canónico, can. 663, § 1.
[227]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita
consecrata (25 marzo 1996), 34: AAS 88 (1996),
407-408.
[228]
Carta enc. Veritatis
splendor (6 agosto 1993), 107: AAS 85 (1993),
1216-1217.
[229]
Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 14: AAS 98
(2006), 229.
[230]
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995): AAS 87 (1995), 401-522;
Benedicto XVI, Discurso
a un congreso organizado por la Academia Pontificia para la vida
(27 febrero 2006): AAS 98 (2006), 264-265.
[231]
Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota
doctrinal acerca de algunas cuestiones con respecto al
comportamiento de los católicos en la vida política (24
noviembre 2002): AAS 95 (2004), 359-370.
[232]
Cf. Propositio 46.
[233]
AAS (2005), 711.
[234]
Propositio 42.
[235]
Cf. Martirio de Policarpo, XV, 1: PG 5, 1039. 1042.
[236]
A los Romanos, IV,1: PG 5, 690.
[237]Cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium sobre la Iglesia, 42.
[238]
Cf. Propositio 42; Congregación para la Doctrina de la Fe,
Decl. sobre la unicidad y la universalidad salvífica de
Jesucristo y de la Iglesia Dominus
Iesus (6 agosto 2000), 13-15: AAS 92 (2000),
754-755.
[239]
Cf. Propositio 42.
[240]Carta
enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006),
232.
[241]
Ibíd., n. 14.
[242]
Durante la asamblea sinodal hemos escuchado conmovidos testimonios
muy significativos acerca de la eficacia del sacramento en la obra
de pacificación. Se afirma al respecto en la Propositio 49:
« Gracias a las celebraciones eucarísticas, pueblos en conflicto
se han podido reunir alrededor de la Palabra de Dios, escuchar su
anuncio profético de reconciliación a través del perdón
gratuito, recibir la gracia de la conversión que permite la
comunión en el mismo pan y en el mismo cáliz ».
[243]
Cf. Propositio 48.
[244]
Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006),
239.
[245]
Propositio 48.
[246]
Discurso
al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede (9
enero 2006), 28: AAS 98 (2006), 127.
[247]
Ibíd.
[248]
Cf. Propositio 48. A este respecto es muy útil el Compendio
de la doctrina social de la Iglesia.
[249]
Cf. Propositio 43.
[250]
Cf. Propositio 47.
[251]
Cf. Propositio 17.
[252]
Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in
Africa, 7. 9. 10: PL 8, 707.709-710.
[253]
Cf. Carta enc. Ecclesia
de Eucharistia (17 abril 2003), 53: AAS 95 (2003),
469.
[254]
Plegaria Eucarística I (Canon Romano).
[255]
Propositio 50.
[256]
Cf. Homilía
(8 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 15.
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