Vía
Crucis escrito por el Card. Karol Wojtyla
En
esta meditación trataremos de seguir las huellas del Señor en el camino que
va desde el pretorio de Pilato hasta El lugar llamado «calavera», el Gólgota
en hebreo (Jn 19, 17). El Vía Crucis de nuestro Señor Jesucristo esta históricamente
vinculado a los sitios que el hubo de recorrer. Pero hoy día ha sido
trasladado también a muchos otros lugares, donde los fieles de Divino Maestro
quieren seguirle en espíritu por las calles de Jerusalén. En algunos
santuarios, como en el que recordábamos en días anteriores, el calvario de
Zebrydowska, la devoción de los fieles a la pasión ha reconstruido el Vía
Crucis con estaciones muy alejadas entre sí. habitualmente en nuestras
iglesias las estaciones son catorce, como en Jerusalén entre el pretorio y la
basílica del Santo sepulcro. Ahora nos detendremos espiritualmente en estas
estaciones, meditando en el misterio de Cristo cargando con la cruz.
La
sentencia de Pilato fue dictada bajo la presión de los sacerdotes y de la
multitud. La condena a muerte por crucifixión debería de haber satisfecho
sus pasiones y ser respuesta al grito: «!crucifícale! !crucifícale! » (Mc
15, 13-14, etc.),. El pretor romano pensó que podría eludir el dictar
sentencia lavándose las manos, como se había desentendido antes de las
palabras de Cristo cuando éste identificó su reino con la verdad, con el
testimonio de la verdad (Jn 18, 38). En uno y otro caso Pilato buscaba
conservar la independencia, mantenerse en cierto modo al «margen». Pero
era sólo en apariencias. La cruz a la que fue condenado Jesús de Nazaret (Jn
18,36-37), debía afectar profundamente el alma del pretor Romano. Esta fue
y es una Realeza, frente a la cual no se puede permanecer indiferente o
mantenerse al margen.
El
hecho de que a Jesús, hijo de Dios, se le pregunte por su reino, y que por
esto sea juzgado por el hombre y condenado a muerte, constituye el principio
del testimonio final de Dios que tanto
amó al mundo (cf. Jn 3,16).
También
nosotros nos encontramos ante este testimonio, y sabemos que no nos es lícito
lavarnos las manos.
Empieza
la ejecución, es decir, el cumplimiento de la sentencia. Cristo, condenado
a muerte, debe cargar con la cruz como los otros condenados que van a sufrir
la misma pena: «Fue contado entre los pecadores» (Is 53,12). Cristo se
acerca a la cruz con el cuerpo entero terriblemente magullado y desgarrado,
con la sangre que le baña el rostro, cayéndole de la cabeza coronada de espinas.
Ecce homo! (Jn 19,5). En el se
encierra toda la verdad del hijo del hombre predicha por los profetas, la
verdad sobre el siervo de Yavé anunciada por Isaías: «Fue traspasado por
nuestras iniquidades... y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). Está
también presente en el una cierta consecuencia, que nos deja asombrados, de
lo que el hombre ha hecho con su Dios. Dice Pilato: «Ecce Homo» (Jn 19,5):
«!Mirad lo que habéis hecho de este hombre!». En esta afirmación parece oírse
otra voz, como queriendo decir: «!Mirad lo que habéis hecho en este hombre
con vuestro Dios!».
Resulta
conmovedora la semejanza, la interferencia de esta voz que escuchamos a través
de la historia con lo que nos llega mediante el conocimiento de la fe. Ecce
homo!
Jesús,
«el llamado Mesías» (Mt 27, 17), carga la cruz sobre sus espaldas (Jn
19,17). Ha empezado la ejecución.
Jesús
cae bajo la cruz. Cae al suelo. no recurre a sus fuerzas sobrehumanas, no
recurre al poder de los ángeles. «¿Crees que no puedo rogar a mi Padre,
quien pondría a mi disposición al punto más de doce legiones de ángeles?»(Mt
26,53). No lo pide. Habiendo aceptado el cáliz de manos del Padre (Mc 14,36,
etc.), quiere beberlo hasta el final. Esto es lo que quiere. Y por esto no
piensa en ninguna fuerza sobrehumana, aunque al instante podría disponer de
ellas. Pueden sentirse dolorosamente sorprendidos los que le habían visto
cuando dominaba a las humanas dolencias, a las mutilaciones, a las enfermedades,
a la muerte misma. ¿Y ahora? ¿Esta negado todo esto? Y, sin embargo, «nosotros
esperábamos», dirán unos días después los discípulos de Emaús (Lc
24,21). «Si eres hijo de Dios...» (Mt 27,40), le provocaran todos los
miembro del sanedrín. «A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse» (Mc
15, 31; Mt 27,42), gritará la gente.
Y
él acepta estas frases de provocación, que parecen anular todo el sentido de
su misión, de los sermones pronunciados, de los milagros realizados. Acepta
todas estas palabras, decide no oponerse. Quiere ser ultrajado. quiere
vacilar. Quiere caer bajo la cruz. Quiere. Es fiel hasta el final, hasta los mínimos
detalles, a esa afirmación: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que
quieres tú» (cf. Mc 14,36 etc.).
Dios
salvará a la humanidad con las caídas de Cristo bajo la cruz.
La
Madre María se encuentra con su hijo en el camino de la cruz. La cruz de El
es su cruz, la humillación de él es la suya, suyo el oprobio público de Jesús.
Es el orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y lo
capta su corazón: «...y una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35). Palabras
pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este momento.
Alcanza ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta
invisible espada, hacia el calvario de su hijo, hacia su propio calvario. La
devoción cristiana la ve con esta espada clavada en su corazón, y así la
representa en pinturas y esculturas. !Madre Dolorosa!«!Oh tú que has
padecido junto con El!», repiten los fieles, íntimamente convencidos de que
así justamente debe expresarse el misterio de este sufrimiento. Aunque este
dolor le pertenezca y le afecte en lo más profundo en su maternidad, sin
embargo, la verdad plena de este sufrimiento se expresa con la palabra «com-pasión».
También ella pertenece al mismo misterio: expresa en cierto modo la unidad
con el sufrimiento del Hijo.
Simón
de Cirene, llamado a cargar con la cruz (cf. Mc 15,21; Lc 23, 26), no la quería
llevar ciertamente. Hubo que obligarle. Caminaba junto a Cristo bajo el mismo
peso. Le prestaba sus hombros cuando los del condenado parecían no poder
aguantar más. Estaba cerca de él: más cerca que María o que Juan, a quien,
a pesar de ser varón, no se le pide que le ayude. Le han llamado a él, a Simón
de Cirene padre de Alejandro y de Rufo, como refiere el evangelio de Marcos
(Mc 15,21). le han llamado, le han obligado.
¿Cuánto
duro esta coacción? ¿cuánto tiempo camino a su lado, dando muestras de
que no tenía nada que ver con el condenado, con su culpa, con su condena?
¿cuánto tiempo anduvo así, dividido interiormente, con una barrera de
indiferencia entre él y es hombre que sufría? «estaba desnudo, tuve sed, estaba
preso»(cf. Mt 25,35.36), llevaba la cruz...¿la llevaste conmigo?...¿la has
llevado conmigo verdaderamente hasta el final? No se sabe. San Marcos refiere
solamente el nombre de los hijos del Cireneo y la tradición sostiene que
pertenecían a la comunidad de cristianos allegada a san Pedro (cf. Rom
16,13).
La
tradición nos habla de la Verónica. Quizá ella completa la historia del
Cireneo. Porque lo cierto es que -aunque, como mujer, no carga físicamente
la cruz y no se la obliga a ello- llevó sin duda está cruz con Jesús: la
llevó como podía, como en aquel momento era posible hacerlo y como le
dictaba su corazón: limpiándole el rostro.
Este
detalle, referido por la tradición, parece fácil de explicar: en el lienzo
con el que secó su rostro han quedado impresos los rasgos de Cristo. Puesto
que estaba cubierto todo él cubierto de sudor y sangre, muy bien podía dejar
señales y perfiles.
Pero
el sentido de este hecho puede ser interpretado también de otro modo, si se
considera a la luz del sermón escatológico de Cristo. Son muchos los que
indudablemente preguntaran: «Señor cuando hemos hecho todo esto?» Y Jesús
responderá: cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores,
a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El salvador, en afecto, imprime su imagen
sobre todo acto de caridad, como sobre el lienzo de la Verónica.
«Yo
soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo»
(sal 22 [21],7): las palabras del salmista-profeta encuentra su plena
realización en estas estrechas, arduas callejuelas de Jerusalén, durante las
últimas horas que preceden a la pascua. Ya se sabe que estas horas, antes
de la fiesta, son extenuantes y las calles están llenas de gente. En este
contexto se verifican las palabras del salmista, aunque nadie piense en ellas.
No se detienen en ellas ciertamente todos cuantos dan pruebas de desprecio,
para los cuales este Jesús de Nazaret que cae por segunda vez bajo la cruz se
ha hecho objeto de escarnio.
Y
El lo quiere, quiere que se cumpla la profecía. Cae, pues, exhausto por el
esfuerzo. Cae por voluntad del Padre, voluntad expresada asimismo en las
palabras del profeta. Cae por propia voluntad, porque «¿cómo se cumplirían,
si no, las escrituras?» (Mt 26,54):«Soy un gusano y no un hombre» (Sal 22
[21], 7); por tanto ni siquiera «Ecce Homo» (Jn 19,5); menos aún, peor
todavía.
El
gusano se arrastra pegado a tierra; el hombre en cambio, como rey de las
criaturas, camina sobre ella. El gusano carcome la madera: como el gusano, el
remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre. Remordimiento por esta
segunda caída.
Es
la llamada al arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, a pesar, del mal
cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloran su vista: «No lloréis
por mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc 23,28). No
podemos quedarnos en la superficie del mal hay que llegar a su raíz, a las
causas, a la más honda verdad de la conciencia.
Esto
es justamente lo que lo que quiere darnos a entender Jesús cargado con la
cruz, que desde siempre «conocía lo que en el hombre había» (Jn 2,25) y
siempre lo conoce. Por esto El debe ser en todo momento el más cercano testigo
de nuestros actos y de los juicios que sobre ellos hacemos en nuestra conciencia.
Quizá nos haga incluso que estos juicios deben ser en todo momento
ponderados, razonables, objetivos -dice:«No lloréis»-; pero al mismo
tiempo, ligados a todo cuanto esta verdad contiene: no los advierte porque El
es que lleva la cruz.
Señor,
¡dame saber vivir y andar en la verdad!
«Se
humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 1,8 ). Cada
estación de esta Vía es una
piedra miliar de esa obediencia y de ese anonadamiento.
Captamos
el grado de este anonadamiento cuando leemos las palabras del profeta: «Todos
nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé
cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,6).
Comprendemos
el grado de este anonadamiento cuando vemos que Jesús cae una vez más, la
tercera, bajo la cruz. Cuando pensamos en quién es el que cae, quién yace
entre el polvo del camino bao la cruz, a los pies de gente hostil que no le
ahorra humillaciones y ultrajes...
¿Quién
es el que cae? ¿Quién es Jesucristo? «Quién, existiendo en forma de Dios,
no reputó como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando
la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición
de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz»(Fil
2,6-8).
Cuando
Jesús despojado de sus vestidos, se encuentra ya en el Gólgota (cf. Mc
15,24, etc.), nuestros pensamientos se dirigen hacia su Madre: vuelven hacia
atrás, al origen de este cuerpo que ya ahora, antes de la crucifixión, es
todo él una llaga (cf. Is 52,14). El misterio de la encarnación: El Hijo de
Dios toma cuerpo en el seno de la virgen (cf. Mt 1,23; Lc 1,26-38). El Hijo de
Dios habla al Padre con las palabras del salmista: «No te complaces tú en el
sacrificio y la ofrenda..., pero me has preparado un cuerpo» (Sal 40 [39],
8.7; Heb 10,7). El cuerpo del hombre expresa su alma. «Entonces dije: '¡Heme
aquí que vengo!'...para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad»(sal 40[39],9; Heb
10,7). «Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Este cuerpo
desnudo cumple la voluntad del Hijo y del Padre en cada llaga, en cada
estremecimiento de dolor, en cada músculo desgarrado, en cada reguero de
sangre que corre, en todo el cansancio de sus brazos, en los cardenales de
cuello y espaldas en el terrible dolor de las sienes. Este cuerpo cumple la
voluntad del Padre cuando es despojado de sus vestidos y tratado como objeto
de suplicio, cuando encierra en sí el inmerso dolor de la humanidad
profanada.
El
cuerpo del hombre es profanado de varias maneras.
En
esta estación debemos pensar en la Madre de Cristo, porque bajo su corazón,
en sus ojos, entre sus manos el cuerpo del Hijo de Dios ha recibido una
adoración plena.
«Han
taladrado mis manos y mis pies y puedo contar todos mis huesos» (Sal 22 [21],
17-18). «Puedo contar...»: ¡qué palabras proféticas! sabemos que este
cuerpo es un rescate. Un gran rescate es todo este cuerpo: las manos, los pies
y cada hueso. Todo el hombre en máxima tensión: esqueleto, músculos, sistema
nervioso, cada órgano, cada célula todo en máxima tensión.«Yo, si fuere
levantado de la tierra atraeré todos a mi» (Jn 12,32). Palabras que expresan
la plena realidad de la crucifixión entra todo el mundo que Jesús quiere
atraer a Sí(cf. Jn 12,32). El mundo está sometido a la gravitación del
cuerpo, que tiende por inercia hacia lo bajo.
Precisamente
en esta gravitación estriba la pasión del crucificado. «Vosotros sois de
abajo, yo soy de arriba»(Jn 8, 23). Sus palabras desde la cruz son; «Padre
perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Jesús
clavado en la cruz, inmovilizado en esta terrible posición, invoca al Padre (c.f.
Mc 15,34; Mt 27,46; Lc 23,46). Todas las invocaciones atestiguan que el es uno
con el Padre.«Yo y el Padre somos una misma cosa»(Jn 14,9); «Mi Padre sigue
obrando todavía, y por eso oro yo también» (Jn 5,17).
He
aquí el más alto, el más sublime obrar del Hijo en unión con el Padre. Sí:
en unión, en la más profunda unión, justamente cuando grita:
Eloí, Eloí, lama sabactani?:
«Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). Este
obrar se expresa con la verticalidad del cuerpo que pende del madero
perpendicular de la cruz, con la horizontalidad de los brazos extendidos a lo
largo del madero transversal. El hombre que mira estos brazos puede pensar que
con el esfuerzo abrazan al hombre y al mundo.
Abrazan.
He
aquí el hombre. He aquí a Dios mismo. «En El... vivimos y nos movemos y
existimos» (Act 17,28). En El: en estos brazos extendidos a lo largo del
madero transversal de la cruz.
El
misterio de la redención.
En
el momento en que el cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y puesto en brazos
de la Madre, vuelve a nuestra mente el momento en que María acogió el saludo
del ángel Gabriel: «concebirás en tu seno y darás a luz un hijo a quien
pondrás por nombre Jesús... Y le dará el Señor Dios el trono de David, su
padre... y su Reino no tendrá fin» (Lc 1,31-33). María sólo dijo: «hágase
en mi según tu palabra» (Lc 1,38), como si desde el principio hubiera
querido expresar cuanto estaba viviendo en este momento.
En
el misterio de la redención se entrelazan la gracia, esto es, el don de Dios
mismo, y el «pago» del corazón humano. En este misterio somos enriquecidos
por un Don de lo alto (Sant 1,17)y al mismo tiempo somos comprados con el
rescate del hijo de Dios (cf. 1 Cor 6,20; 7,23; Act 20,28). Y María, que fue
más enriquecida que nadie con estos dones, es también la que paga más. Con
su corazón.
A
este misterio está unida la maravillosa promesa realizada por Simeón cuando
la presentación de Jesús en el templo: «Una espada atravesará tu alma para
que se descubran los pensamientos de muchos corazones»
También
esto se cumple. ¡Cuántos corazones humanos se abren ante el corazón de
esta Madre que tanto ha pagado!
Y
Jesús está de nuevo todo él en sus brazos, como lo estaba en el portal de
Belén (cf. Lc 2,16), durante la huida a Egipto (cf. Lc 2,14),en Nazaret (cf.
Lc 2,39-40). La piedad.
Desde
el momento en que el hombre, a causa de pecado, se alejó del árbol de la
vida (cf. Gen 3), la tierra se convirtió en un cementerio. Tantos sepulcros
como hombres. Un gran planeta de tumbas.
En
las cercanías del calvario había una tumba que pertenecía a José de Arimatea
(cf. Mt 27,60). En este sepulcro, con el consentimiento de José, depositaron
el cuerpo de Jesús una vez bajado de la cruz (cf. Mc 15,42-46, etc.). Lo
depositaron apresuradamente, para que la ceremonia acabara antes de la fiesta
de Pascua (cf. Jn 19,31), que empezaba en el crepúsculo.
Entre
todas las tumbas esparcidas por los continentes de nuestro planeta, hay una en
la que el Hijo de Dios, el hombre Jesucristo, ha vencido a la muerte con la
muerte.
O mors! ero mors tua!: «Muerte, ¡yo seré tu muerte!»(1.ª antif. Laudes
del Sábado Santo). El árbol
de la vida , del que el hombre fue alejado por su pecado, se ha revelado
nuevamente a los hombres en el cuerpo de Cristo. «Si alguno come de este pan,
vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn
6,51).
Aunque
se multipliquen siempre las tumbas en nuestro planeta, aunque crezca el
cementerio en el que el hombre surgido del polvo retorna al polvo (cf. Gen
3,19), todos los hombres que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven la esperanza
de Resurrección.