Nuevos Vitrales para Madre Admirable |
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El diseñador, como en todos los vitrales repuestos que adornan nuestro templo, sigue siendo el presbítero Juan Bautista Ramírez, y el artesano en vidrio, el Sr. Fivaller Pablo Subirats. Dios los bendiga. | |||||
Finalizando el año 2003 y coincidiendo con la celebración de la fiesta del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, se concluyó la reposición de los vitraux de nuestra parroquia, que se muestra engalanada con los tres últimos: los del ala este, conjunto que completa las vidrieras del templo. Los artífices son los mismos que ejecutaron los restantes. El artista, presbítero Juan Bautista Ramírez, temporalmente en Roma, ha dirigido desde allá los últimos detalles fielmente interpretados por el artesano en vidrio, Sr. Fivaller Pablo Subirats, lo que imprime a la obra un mayor valor del que ya ostenta. El primer vitral de la derecha de nuestro templo de Madre Admirable nos la muestra recibiendo el mensaje divino de la Encarnación. A modo de un ícono, esa ventana nos invita a hacernos espectadores-orantes del instante supremo en el que el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros. La palabra llega a la Virgen desde los Cielos, "Alégrate, Llena de Gracia, el Señor es contigo", y la arrebata. También para nosotros el llamado a la conversión debe estar lleno de resonancias de alegría: se nos invita a morir a nosotros mismos, a cuanto hay de perecedero y oscuro en nosotros, a fin de disponer de "espacio" para albergar la Vida que se nos quiere comunicar, toda ella luz. Ella no necesita vaciarse de sí misma: todo su ser está conciente y libremente puesto y entregado en las Manos del Altísimo. Pensada desde toda la eternidad, preparada desde el instante mismo de su concepción, la Virgen es ya "llena de Gracia", y lo será aún más desde el momento en que el Verbo tome posesión de su seno. La vemos toda blanca, luminosa, resplandeciente, transfigurada, permitiéndonos contemplar como en un espejo la Gloria de Dios que alborea sobre ella y la hace suya. Su cuerpo recogido y sus brazos extendidos nos hablan de su disposición interior: "He aquí la esclava del Señor; que se cumpla en mí tu palabra". La servidora, la pequeña doncella de Nazareth, presta su cuerpo y su sangre al misterio incomprensible de la Unión Hipostática: Dios asume nuestra naturaleza humana, uniéndola a su naturaleza divina en la Persona del Verbo. La Palabra desciende y la Virgen asciende. El Verbo se anonada y, en su abajamiento, eleva a su Madre más allá de lo que ninguna creatura pueda siquiera imaginar. El Hijo del Padre eterno, engendrado antes de los siglos, se hace hijo de Adán, hijo de Abrahán, hijo de David, en las entrañas de María, y la doncella nacida en el tiempo comienza a ser Madre de Dios. Más abajo, en colores contrastantes, San José trabaja sumido en sus pensamientos. La "noche oscura" hace su tarea de purificación en el corazón del varón elegido -también desde toda la eternidad- para ser esposo y padre de la Virgen y de su Hijo. No sabe, no entiende, no ha recibido aún ninguna luz, ninguna palabra. Aún así, persevera en la fe en medio de tanta duda y Dios hace su labor en él. El segundo vitral a nuestra derecha nos habla de la Visitación. Podemos contemplar este episodio de la vida de la Virgen, siguiendo el relato de Lucas (1,39-56). El vitral nos ayudará a hacer una "composición de lugar", al modo como se inician las meditaciones en el método ignaciano. Es toda una verdad teológica la que así queda afirmada: María Santísima está en el centro del plan salvífico de Dios: elegida, pensada, amada, desde toda la eternidad para ser la Mujer que concebirá y dará a luz al Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Su dulce figura se recorta, luminosa, contra el fondo oscuro del pequeño pueblo de Ain Karim, en las montañas de Judá. Allí llega María, montada en su asno. A la puerta de su casa, la anciana prima, Isabel, ya cercana a su parto, recibe la luz que emana de María, y el niño que lleva en su seno salta de gozo ante la cercanía del Salvador. Pues, es Él, la presencia del Dios Vivo en el vientre de la pequeña María, lo que la torna luminosa, llena de gracia, de brillo, de esplendor, de belleza, comunicadora de la verdadera alegría, portadora de la Vida. El artista nos propone un arribo nocturno de la Visitante. No se trata necesariamente de la noche celeste -que es, no obstante, la representada-, sino de esa oscuridad que es la condición humana sin la gracia de Dios. Son las tinieblas que viene a iluminar el Hijo de Dios y que ya merman ante la presencia de Su Madre. Por este motivo, desde antiguo, se invoca a María Santísima con el nombre Estrella de la mañana o Lucero del alba, ese que brilla al despuntar el amanecer, cuando todavía no ha salido el sol, y es su anuncio primero. La gracia -que es Vida y es Luz- se comunica desde la Virgen a su prima, pues, aunque embarazada desde seis meses antes que María, Santa Isabel lo está solo por cuanto ingresa en el plan de Dios como madre del Precursor. En efecto, todo lo creado, antes, durante y después de Cristo, confluye en Él, y a Él se ordena. Y, por Él, en su Madre bendita. Arriba, a la izquierda, la figura de un hombre sentado, con una tablilla en las manos, nos recuerda la escena evangélica del nacimiento de Juan el Bautista. Su padre, Zacarías, que ha quedado mudo desde que le fue anunciada su paternidad, responde al interrogatorio de sus vecinos y parientes acerca del nombre de su hijo. Ellos sostienen que hay que llamarlo "Zacarías"; Isabel, obstinada e inexplicablemente, insiste en llamarlo "Juan". Interrogado el padre, responde poniendo por escrito:"Juan es su nombre" (Lc 1, 63). El que será el Precursor del "Ungido del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14) es nombrado Johanna, que significa: "Dios concede su Gracia". El tercer vitral que vamos a considerar es el que representa los desposorios de María y José. No podemos echar mano de ningún relato neotestamentario, porque los evangelistas pasan en respetuoso silencio ese acontecimiento. Tanto Mateo como Lucas, los únicos dos evangelistas que nombran al marido de la Madre de Cristo, callan todo detalle respecto de bodas y desposorios. Sólo refiere el primero que, antes de convivir los esposos, María se encontró encinta sin obra de varón y que a José le fue revelado ese suceso en un sueño. Pero observemos la escena que el artista nos propone. Por el predominio del colorado en sus diversas tonalidades, la imagen aparece, ya desde el color, con una calidez muy marcada. Esto se ve acentuado por la ternura que inspira la pequeña silueta de María, junto a su esposo, al que mira con intenso amor. Él, por su parte, alto y fuerte, estrecha las manos de su mujer con gesto protector, al tiempo que la contempla cautivado. Ambos están de pie en el recinto sagrado, que el artista ha querido destacar (notemos el techo abovedado, que refleja el propio de nuestra parroquia, y el piso embaldosado, cuidadosamente trazado, aportando una nota de realismo muy contemporáneo a la escena. Una segunda mirada, a partir de la imagen de colores y formas, nos lleva a considerar bajo la luz de la nueva y definitiva creación obrada en Cristo y María, la antigua y permanente realidad del matrimonio. Esa unión indisoluble en consorcio de vida, por la cual un varón y una mujer se dan y entregan mutuamente, haciéndose aptos para engendrar, criar y educar hijos, y ofreciéndose mutuamente apoyo y comprensión, aparece bellamente expresada en la fusión de ambas figuras, unidas en estrecho abrazo y por el mismo color. Color que es símbolo universal del amor. La escena transcurre en el templo, ante Dios. No es, pues, una mera unión de hecho, un simple vivir juntos. Lo que vemos es una unión matrimonial, cuya realidad más profunda es ese darse y recibirse el uno a otro a título de mutua donación, que luego, en justicia, pueden exigirse el uno al otro por el resto de sus días. Pero el artista que ha pergeñado ese vitral es teólogo. Su mirada no se detiene solo ni en el hecho natural del matrimonio ni tampoco en su realidad sacramental. Él mira a María Santísima y su papel singularísimo en nuestra recreación. Un haz luminoso desciende los Cielos y, atravesando la bóveda del tiempo, llega hasta el rostro de María. Desde Ella y por Ella, esa luz alcanza en primer lugar a San José, el varón que le es dado como marido y con quien María se hace "una sola carne", en el sentido personal que presta a la palabra "carne" el lenguaje bíblico. Pero, luego, la luiz se difunde por toda la escena y llega hasta nosotros.
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Desde
las vísperas navideñas del 2002, quien ingresa a nuestro templo parroquial es
acogido por una cascada de colores que lo invitan a elevar la mirada -y con ella, el espíritu-, a la contemplación de los misterios
bellamente plasmados en los nuevos vitrales que bordean la nave por la izquierda. El primer vitral a considerar es el de la Presentación del Niño Jesús en el Templo, aquel que vemos en cuanto ingresamos, el primero de la pared oeste, contando desde la entrada hacia el altar. En él hay un marcado predominio del verde, color que simboliza vida, esperanza, fecundidad. Y la escena en él representada nos habla de todo eso. En primer plano, sobresale la figura de un hombre de edad, quien alza en sus manos a un niño pequeño. Es Simeón, el anciano justo que había recibido el anuncio de que no vería la muerte sin antes contemplar al Mesías de Israel (Lc 2, 22-39). Ese día -uno como cualquiera otro- subió al templo a orar; y vio venir entre la multitud a una joven pareja con un bebé. A simple vista no había nada que diferenciara a esa pequeña familia de otra de las que, a diario, ingresaban en el templo para ofrecer el sacrificio establecido por Moisés por el hijo primogénito. Eran reconocibles fácilmente pues siempre llevaban su ofrenda: un cordero, si eran ricos, o una tórtola o pichón de paloma, si eran pobres. Aquellos a quienes estaba viendo Simeón en ese momento, traían un par de palomas (en nuestro vitral sobrevuelan la cabeza del Niño). Simeón, el anciano, toma en brazos a Jesús, el Niño. El hombre viejo, el hombre de la primera creación, anciano porque caduco y mortal, sale al encuentro del Hombre nuevo, el de la segunda y definitiva creación, el que es eternamente joven, porque posee en sí la Vida que no muere. La Iglesia se regocija en la persona de Simeón, saliendo al encuentro de su Señor. En Occidente predomina la idea de la luz, ya que Cristo es la Luz que viene a este mundo para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombras de muerte. Aquella está simbolizada por las velas (candelas) que se encienden con profusión en la liturgia del día, y que han dado nombre a la fiesta: la "de la candelaria". Nuestro artista ha pintado cirios encendidos, otro de los elementos que nos permiten identificar la escena. Finalmente, porque se trata de aquel rito en el cual era purificada la madre primeriza -y, en tal condición, acudió María- la fiesta se conoce también como "la purificación de María Santísima". Se trata pues, de una fiesta del Señor en la que está presente de un modo singular su Madre. Ella es quien nos da a Jesús; Ella quien lo presenta. Ella, la purísima, sometiéndose a las antiguas disposiciones de la Ley mosaica, inaugura la novedad de la Ley evangélica: el amor obediente, la obediencia amorosa a Dios, porque es Bueno, porque es eterno Su amor (S 117). Ella y San José ofrecen su Hijo al eterno Padre, anticipando la entrega que Él mismo hará de sí en su pasión y muerte. En el vitral, ambos aparecen en segundo plano, escuchando sorprendidos cuántas maravillas se dicen de su niño. En el vitral del centro, el artista nos muestra una escena atemporal. Sin embargo, podemos suponer que se trata de un descanso en la huída a Egipto, puesto que el amarillo intenso que nimba a las figuras nos sugiere ubicarlas en el desierto y en medio día, cuando el sol en su zenit muerde la arena y hace imposible todo viaje. La hora invita al descanso y algún oasis ofrece acogedor, la sombra fresca de sus escasos árboles. José, a quien se ha llamado "la sombra del Padre", rodea y protege a María y al Pequeño, quienes se entregan a un plácido descanso, seguros del amor protector del varón. El Niño, mecido por su Madre, duerme serenamente, ajeno a los peligros que sobre Él se ciernen, perseguido como está por Herodes. "Como un niño en brazos de su madre, confíe Israel en el Señor!" cantaba hermosamente el Salmista (S 131, 2). La Virgen, firme en su Esperanza, que, sabe, no será defraudada, acuna a su bebe y se deja cuidar por su esposo, que es para ella la presencia física y palpable del Amor providente de Dios. Y para José son su mujer purísima y el pequeño a él confiado, el testimonio de ese mismo Amor insondable de Dios por los hombres. Quizá como reminiscencia al poema del Génesis, el colorido árbol nos hace pensar en aquel llamado "de la vida" (Gn 2,9; 3,22), cuyo acceso está vedado al hombre en su estado natural y sólo queda expedito por los méritos del Corazón de Cristo, que es quien nos abre las puertas de la Casa del Padre, el verdadero paraíso. En la contemplación del amor de José, María y Jesús podemos vislumbrar, pues, como en un espejo, el Amor increado y creador, el que nos hizo y nos llamó a vivir con Él en comunión. Al mismo tiempo, en la meditación de ese amor humano -informado y elevado por la caridad- podemos aprender a amar, también nosotros, a Dios y a nuestro prójimo, conforme al mandamiento del Señor. No de otra cosa nos habla el Corazón de Cristo, cuya devoción hemos querido vincular con nuestro nuevo vitral de la Sagrada Familia. La vidriera que representa a Jesús crucificado se encuentra al pie del presbiterio, a la izquierda del altar. La primera impresión que produce suele ser dura: colores fríos, con predominancia del azul y del violeta, luz blanca en el centro de la imagen, la violenta intromisión del colorado, casi presta a caer sobre la cabeza del que lo contempla. Como una ventana abierta a la eternidad, formas y colores nos ponen ante el sacrificio del Calvario en toda su desgarradora realidad. Advirtamos cuál es el ángulo desde el cual contemplamos la escena; esto es, el ángulo en el que se ubicó el artista, haciendo otro tanto con el espectador. Contemplamos el desenlace de los hechos desde arriba, como si también nosotros estuviésemos colgados de una cruz, al costado y un poco por delante de la que ocupa Jesús. Desde allí, nuestra mirada desciende hasta la Mujer que está a los pies del Crucificado. La vemos erguida a pesar de su aflicción -y no podemos sino imaginar que es inmenso-, sus brazos tendidos hacia lo alto, en gesto sacerdotal. Podemos intuir que está rezando. Indudablemente no se deja abatir por tanto dolor, pues permanece de pie. Sabemos por la Fe que María Santísima se une al Padre eterno para ofrendar también Ella, a su Hijo, incluso sin entender del todo lo que está ocurriendo. Se une también a su Hijo, para inmolarse junto a Él al Padre, haciéndose corredentora nuestra. Permanece junto a la cruz para recibir "la Sangre de la Alianza nueva y eterna", por la cual somos engendrados los hijos de Dios, hombres de la nueva creación, transformados por la Gracia. Siguiendo el movimiento de los brazos de la Virgen, levantamos un poco los ojos y alcanzamos a distinguir las piernas ensangrentadas del Cristo. No su desnudez, no todo su cuerpo hecho una sola llaga ni su rostro desfigurado. Sólo sus pies clavados...Las antiguas palabras del profeta acuden a nuestra memoria: "No hay en él parecer, no hay hermosura para que le miremos, ni apariencia para que en él nos complazcamos. Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta..." (Is 52, 3 y ss). Nuestra sensibilidad no soporta el mirar de frente el rostro desfigurado de Jesús. Y, sin embargo, "en sus llagas hemos sido curados...". (Is 53,5). Él está allí, expuesto a la vista de todos, despojado hasta lo indecible, mostrándonos el peso de la Ley mosaica: peso que debería caer sobre nosotros, pecadores, y que Él quiso cargar sobre sí. Pues "fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados." (Is 52, 5). Pende del madero como un maldito, pues dice la Escritura que "Cristo nos redimió de la maldición de la Ley haciéndose por nosotros maldición, pues escrito está: "Maldito todo el que es colgado del madero", para que la bendición de Abraham se extendiese sobre las gentes en Jesucristo y por la fe recibamos la promesa del Espíritu." (Gal 3, 13-14; cf. Deut 21,23). Jesús se ofrece en la Cruz, María, al pie de ella. Jesús y María, el Hombre nuevo y la nueva Eva, haciéndose uno por el amor, en el momento culminante del Calvario. |
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El 7 de agosto de 1999, con la inauguración de dos vitrales que adornan el presbiterio del templo, consagrados a San Francisco de Asís y a San José, la parroquia dio inicio al proyecto de reposición de los vitreaux destruidos como consecuencia del dramático suceso de 1992. El 22 de Enero del 2001 se revistieron otras ventanas de la iglesia. Se trató en esta oportunidad de las tres aberturas del muro opuesto al ábside, en el fondo del templo, sobre la calle Arroyo. También esta fase de embellecimiento, como lo fue la anterior, se hizo posible merced a la munificencia de los descendientes de quienes habían donado los primitivos vitrales durante la construcción del templo: Don Carlos Gómez Álzaga y su familia. El técnico del taller en vidrio fue nuevamente Fivaller Pablo Subirats, quien ya nos había dado muestras de su capacidad y su arte. El motivo teológico
Por tratarse de una parroquia puesta bajo el amparo de la Santísima Virgen, se ha elegido dedicar a su honra y gloria las nuevas ventanas.
En el eje axial del templo, como custodiando por sus espaldas a la grey fiel en oración y de cara al altar donde se celebran los misterios salvíficos de la liturgia, María Santísima aparece representada como "la Mujer vestida de sol, con la luna bajo los pies y una corona de doce estrellas en su cabeza". En efecto, la descripción del capítulo 12 del Apocalipsis con su amplitud de sentidos, sirve como fuente de inspiración. Allí la mujer embarazada, a punto de dar a luz, se ve amenazada por un enorme dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos que aguarda el parto para devorar al recién nacido. En la clave oculta del libro esa dama simboliza al Pueblo Santo de Dios en el seno del cual surge el Mesías, el Salvador. Asimismo, el texto apocalíptico relaciónase con otro veterotestamentario: Génesis 3.15, primer anuncio de la salvación —por eso llamado protoevangelio— en el que se profetiza que la mujer y su linaje aplastarán la cabeza de la serpiente tentadora. La teología de la Iglesia, cabe al sentido de Pueblo Santo, ha visto tradicionalmente en estas mujeres a la Madre de Dios, portadora de la Redención y victoriosa sobre el pecado. De esta polivalencia bíblica se nutre la escena de los nuevos vitrales: de una parte alabanza a la Santísima Virgen, redentora junto con su Hijo, destructores ambos del mal y la muerte; de otra, las ventanas plasman al Nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia, figurada no sólo en la Mujer sino también por la presencia de los doce apóstoles en la instancia de recibir al Espíritu Santo en Pentecostés (Hechos 2). La voluntad ha sido, pues, conjugar en el eje del templo a la María Celestial por la que nos llega la Vida Eterna con la Iglesia, comunidad santificada pero peregrina en un mundo donde aún acecha el pecado, Iglesia que como los fieles que se congregan en nuestro templo, procura purificarse y adelantar con la Gracia los frutos de los que un día gozará plenamente.
El diseño
La mutua cercanía de las tres ventanas del fondo del templo propició la composición de una escena común. La abertura central queda consagrada a la Santísima Virgen encinta, de tierno gesto. Ella es la fuente de luz que proyecta su halo a las dos ventanas laterales. Los apóstoles se hallan distribuidos equitativamente a los lados. Se los ve en un estado que sugiere la actitud de oración devota hacia la Madre, el éxtasis y la dependencia de la Gracia que les otorga el Espíritu Divino, así como una pasionalidad, una condición terrena que hace pensar en una Iglesia condicionada por el tiempo y todavía imperfecta, en vías de plenitud. La zona baja viene ocupada por la bestia hostil de la que habla el Apocalipsis; sus sinuosidades serpentinas enlazan las tres ventanas. Este sector inferior , a diferencia del superior, está dominado por la tiniebla. No obstante, haces luminosos que proceden de la Virgen la atraviesan en referencia a una armonía entre cielo y tierra, concierto de la eternidad y el tiempo merced al Misterio Pascual de Cristo que ya ha derrotado al imperio del mal, aunque en la historia la cizaña continúe mezclada con el trigo (Mateo 13.24). Se añaden al conjunto, como paisaje de fondo, algunas referencias a nuestra ciudad de Buenos Aires y un árbol. Se trata de una síntesis del universo en el que coexiste la obra de las manos humanas y el esplendor de la naturaleza. La urbe es el mundo salvado y a salvar, campo de la evangelización. El árbol quiere ser también recuerdo de aquél simbólico del Génesis, ocasión del pecado de los hombres, de Adán y Eva, y al tiempo mención del Nuevo Árbol, el de la Cruz, patíbulo en el cual regala Dios su propia vida por Cristo y María, Adán Nuevo y Nueva Eva. Uno de los apóstoles, inclinado, confunde su brazo con el ramaje del árbol en señal tanto de la tentación a la que la Iglesia temporal no es ajena, como de la Redención que se obtiene por la Pasión del Señor. Los recursos del diseño y del color están puestos en orden a dar papeles protagónicos a la luz y al movimiento. El ensamble de la escena se logra principalmente por el sol que viste a María: el blanco, el dorado y el celeste que componen su figura maternal dimanan de ella, contagian las vidrieras laterales e incorporan en su aura a los apóstoles, encendidos a su vez por el carmesí del Espíritu sobre sus cabezas. Este último color es recuperado en los bajos de las ventanas dando vida al dragón y cerrando el círculo cromático. En lo que a las líneas se refiere, la ondulación de la serpiente se prolonga en la danza de los doce apóstoles, enmarcando la imagen de la Virgen en un círculo dinámico. Asimismo, las segmentaciones del vidrio y los rayos lumínicos inferiores colaboran a la centralidad de María y brindan la sensación de que lo que se contempla tiende a desbordar el perímetro de los vidrios para involucrar al observador y su mundo.
Respetando la propuesta figurativa de las vidrieras del ábside, el deseo es ofrecer a la tradicional y recogida arquitectura del templo parroquial coloraciones y formas que representen el sentir religioso en términos contemporáneos.
* * * Una vez más la parroquia de Madre Admirable agradece a los donantes y a los artistas que se esforzaron en esta nueva etapa. Invitamos a todos los fieles devotos de nuestra parroquia a rezar por esta otra feliz culminación de los vitrales en reposición. Pbro. Lic. Juan Bautista Ramírez Autor de los bocetos. |